Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Tuesday, May 08, 2007

Hitler mi amigo de juventud XVI


LA CIUDAD IMPERIAL


A menudo podíamos ver al viejo emperador en su carroza, cuando entraba en el Hofburg a lo largo de la Mariahilfer Straße, con su uniforme y la negra capa de oficial, viniendo de Schönbrunn. El emperador iba casi siempre solo en el carruaje descubierto. Como único acompañante llevaba un oficial de ordenanza con espada y bicornio. Cuando nos cruzábamos con él Adolf no hacía la menor alusión ni hablaba tampoco de ello, pues a él no le interesaba en absoluto la persona del emperador, sino el Estado, al que representaba: la Monarquía imperial austro-húngara.
Lo mismo que todos los recuerdos de mi estancia en Viena se agitan llenos de contrastes y han quedado, por ello, más fuertemente grabados en mi memoria, igual sucedió con los acontecimientos políticos en general acaecidos en la ciudad imperial durante aquel agitado año de 1908. Dos acontecimientos contradictorios turbaban entonces a la gente. De una parte, el sexagésimo jubileo del Gobierno del Emperador. En el excitado año de 1848 había subido al trono de los Habsburgo Francisco José, que contaba a la sazón dieciocho años. Seis decenios llevaba, pues, reinando como emperador. El pueblo le tenía gran estima el haberles dado la paz durante esos sesenta años. Desde 1866, es decir, hacía 42 años, no se había conocido ninguna guerra. La joven generación, a la que pertenecíamos también nosotros, no sabía siquiera lo que era una guerra, y se embriagaba con las luchas de los pueblos extranjeros, como la guerra de los boers, que tuvo lugar en los años de nuestra juventud, y la guerra ruso-japonesa, de la que oímos hablar de jóvenes. Pero de la guerra misma no teníamos ninguna idea. El padre de Adolf no había sido nunca soldado. Sólo en alguna que otra ocasión solía hablarnos algún veterano de Königgratz y Custozza. El pueblo veía, por consiguiente, en el Emperador, al guardián de la paz y en todas partes de disponían a conmemorar solemnemente el jubileo del monarca. Nosotros mismos pudimos presenciar con qué emocionante celo tenían lugar por doquier los preparativos. De otra parte, sin embargo, se planteó en relación con este jubileo de 1908 la anexión de Bosnia, una cuestión que en aquel entonces calentaba todas las cabezas. Este considerable aumento externo del poder de la monarquía reveló empero, su debilidad en el interior, pues los acontecimientos no tardaron en augurar la inminente guerra. Fue de poco que ya entonces tuviera lugar lo que seis años más tarde, en 1914, habría de convertirse en realidad. No es ninguna casualidad que la guerra diera principio en Sarajevo. El pueblo de Viena se sentía en aquellos años agitado entre su lealtad al viejo emperador y su preocupación por la inminente guerra, y en medio de ello estábamos nosotros, dos hombres jóvenes y desconocidos. A cada paso se ponían de manifiesto ante nosotros los más crasos contrastes sociales. Ahí estaba la amplia masa de las clases inferiores, que no tenían bastante para comer y que vegetaban en sus míseras viviendas sin luz ni sol. Nosotros debíamos incluirnos, por completo, entre ellas, en nuestra existencia de entonces. Para nosotros no era necesario estudiar esta miseria social de la ciudad. Venía por sí sola a nuestro encuentro. No teníamos más que imaginarnos las húmedas y maltratadas paredes de nuestra habitación, los muebles cubiertos de chinches, el hedor de la lámpara de petróleo para trasladarnos al ambiente en que vivían cientos de miles de seres en esta ciudad. Pero si nos adentrábamos con el estómago hambriento en el centro de la ciudad, veíamos cómo frente a los maravillosos palacios de la nobleza, ante los que montaban guardia altivos criados de librea; o en los lujosos hoteles donde la sociedad burguesa de Viena, la vieja nobleza, muchas veces unida por lazos consanguíneos, los barones de la industria, los grandes hacendados y magnates, celebraban sus deslumbrantes fiestas. Aquí, pobreza, miseria y hambre; allí, fácil goce de la vida, embriaguez de los sentidos y un derroche de lujo.
A mí me atormentaba demasiado la nostalgia para que pudiera deducir cualesquiera consecuencia política de estas contrapuestas experiencias. Pero Adolf, sin hogar, rechazado por la Academia, huérfano de toda posibilidad de poder mejorar su lamentable situación, vivía estos tiempos en una creciente protesta interior. Las evidentes injusticias sociales que le hacían sufrir físicamente conjuraban en él un odio casi demoníaco contra aquella inmerecida riqueza, que salía a nuestro encuentro de manera tan presuntuosa y arrogante. Sólo su violenta oposición a este estado le hacía posible resistir esta “vida de perros”. Es cierto que él mismo era, en gran parte, el culpable de que las cosas hubieran llegado a este extremo. Pero no quería nunca reconocerlo. Más que por el hambre sufría Adolf por la falta de limpieza. En todo lo relativo al cuerpo mi amigo era, comparado conmigo, de una sensibilidad casi enfermiza. Con todos los medios a su alcance se mantenía limpio por lo menos en lo que respecta a la ropa interior y a sus trajes. Quien se hubiera encontrado en la calle con este joven, siempre tan correctamente vestido, no hubiese jamás pensado que debía pasar hambre diariamente y que vivía en una casa trasera llena de chinches en el distrito VI. Su protesta interior contra estas injusticias sociales arrancaba, más que del hambre, de la forzada suciedad del medio en que se veía hundido. La vieja ciudad imperial con su atmósfera de falso brillo y falaz, con su descomposición apenas posible ya de ocultar, fue el suelo en el que se desarrollaron sus ideas sociales y políticas. Lo que llegó a ser más tarde, se formó en esta moribunda ciudad imperial. Aun cuando más tarde escribiera: “Cinco años de miseria y dolor están contenidos para mí en el nombre de esta ciudad”, estas palabras no representan más que el lado negativo de sus vivencias vienesas. El lado positivo para él era que justamente por la continua oposición a la injusticia y desorden social dominante se formó una imagen política a la que más tarde no habría de añadir ya mucho.
A pesar de toda su simpatía y participación en la miseria de la amplia masa, no trató jamás de entrar en contacto directo con los habitantes de la ciudad imperial. El tipo del vienés le era odioso en el fondo del alma. No podía siquiera tolerar su habla suave y melodiosa. Prefería el tosco alemán de la señora Zakreys. Pero odiaba, sobre todo, la indulgencia, la indiferencia de los vieneses, este eterno aplazamiento, este vivir de un día al otro. Todo su carácter estaba en burdo contraste con estos rasgos propios de los vieneses. En tanto alcanza mi recuerdo, Adolf se imponía a sí mismo la máxima reserva, porque el simple contacto con otros seres le era ya físicamente odioso. Pero en su interior bullía, todo en él apremiaba hacia soluciones radicales y totales.
¡Cómo se mofaba Adolf del culto al vino de los vieneses, cómo despreciaba su “estupidez del vino nuevo”! No fuimos más que una sola vez al Prater, y aun ello movidos por el interés. Él no comprendía a la gente que derrochaba su precioso tiempo con estas estúpidas distracciones. Cuando la gente estallaba en risas ante la barraca de una atracción, agitaba indignado la cabeza por tanta tontería y me preguntaba furioso si podía comprender por qué reía esta gente. En su opinión, no hacían sino reírse de sí mismos. Esto podía entenderlo. Además, le repelía la multicolor confusión de vieneses, checos, magiares, eslovacos, rumanos, croatas, italianos y Dios sabe qué países más, que se agolpaban en el Prater. Para él, el Prater no era más que una Babilonia vienesa. Una extraña contradicción me llamaba siempre la atención en él: su pensamiento, su sentimiento y modo de obrar giraban en torno a los seres más desvalidos, los sencillos, honrados, pero carentes de todo derecho, y su deseo era ayudarles en su lucha. Este pueblo de pobres y desheredados estaba siempre presente en todas sus conversaciones y reflexiones. En realidad, sin embargo, evitaba todo contacto con las personas. La abigarrada masa que se agolpaba en el Prater, le era físicamente intolerable. Tan unido como se sentía, en sus sentimientos, a esta pequeñas gentes, no le parecía nunca tenerlas lo bastante alejadas de sí.
Por otra parte, sin embargo, extrañaba también por completo la superioridad y arrogancia de las capas directoras. Pero, mucho menos todavía comprendía la fatigada resignación que en aquellos años hacía presa entre las personas de elevado nivel espiritual. De la certeza de que no era posible ya contener la decadencia del estado de los Habsburgo, se había extendido una especie de fatalismo, justamente entre los tradicionales sostenes de la monarquía, que aceptaba todo lo que traían los tiempos con su típico “No hay nada que hacer” vienés. También entre los poetas vieneses se percibía este agridulce y resignado tono, como entre Rilke, Hofmannstahl, Wildgans, nombres que en aquel entonces apenas si llegaban hasta nosotros, pero no porque nuestros sentidos no estuvieran abiertos a las palabras de un poeta, sino por la única razón de que el ambiente que creaban estos poetas nos era extraño. Es cierto que nosotros veníamos de fuera a dentro, estábamos más cerca del abierto país, de la naturaleza, que de las gentes de esta ciudad. Y, por encima de todo ello, entre estas gentes fatigadas en su esclarecimiento de siglos y los jóvenes de nuestra edad había la considerable diferencia de las generaciones. En tanto que las lamentables condiciones sociales de las que, al parecer, no existía ninguna posible salida, no provocaba más que una sorda apatía y un total desinterés en la vieja generación, forzaban a la nueva generación a la radical crítica y a la más violenta oposición. También en Adolf tendía todo, violentamente, a una clara fijación de su posición y a la defensa. No conocía la resignación. Quien se resignaba, perdía, en su opinión, el derecho a la vida. Sin embargo, se distinguía de la joven generación de aquel entonces en Viena, muy presuntuosa y turbulenta, porque seguía por entero sus propios caminos y no podía identificarse con ninguno de los partidos dominantes en aquel entonces. Aun cuando en él latía una sensación como si fuera el responsable de todo lo que sucedía, en lo más profundo de su ser era un solitario, confiado a sus solas fuerzas y que quería encontrar la meta por sus propios medios.
Hay que mencionar aquí otro aspecto de esta situación. Las visitas de Adolf a Meidling, un barrio abiertamente trabajador. Aun cuando no me hubiera explicado exactamente lo que buscaba allí, sabía yo que quería conocer, por sí mismo, las condiciones de vida y habitación de las familias trabajadoras. No le interesaba a él un destino aislado; quería conocer la vida de la clase. Fue por ello que no contrajo ninguna relación en Meidling, sino que se limitó a obtener una impresión impersonal.
Por más que evitara al contacto demasiado íntimo con las personas, Viena, como ciudad, se había ganado su corazón. Amaba a Viena, pero no a los vieneses; este me parece ser su modo de pensar. No hubiera querido renunciar jamás a esta ciudad, pero sí, con gusto, a sus habitantes. No es de extrañar, por tanto, que las pocas personas que tuvieran algún contacto con él en Viena en años posteriores, le consideraran como un solitario y original, y que tomaran por arrogancia o presunción su rebuscado lenguaje, su noble apariencia, en contraste con su evidente pobreza. Lo cierto es que el joven Hitler no encontró jamás amigos entre los habitantes de esta ciudad.
Pero tanto más le deslumbraba lo que sus gentes habían construido en Viena. ¡La misma Ringstraße! Cuando la vio por primera vez, con sus magníficas y legendarias edificaciones se le apareció como la realización de sus más audaces sueños artísticos. Necesitó mucho tiempo para poder asimilar esta abrumadora impresión. Sólo lentamente pudo adaptarse a esta grandiosa concentración de modernas construcciones monumentales. Muy a menudo tuve que acompañarle en sus paseos por el Ring. Después, me describía con minuciosidad este o aquel edificio, me llamaba la atención sobre determinados detalles, o me describía el origen del edificio. Podía pasarse horas enteras delante de un mismo edificio. En tales ocasiones, no solamente se olvidaba del tiempo, sino también de todo lo que le rodeaba. Yo no podía comprender esta lenta y minuciosa admiración. Lo conocía todo, podía contar más detalles de cualquier edificio que la mayoría de los habitantes de esta ciudad. Si yo me sentía, en ocasiones, impaciente, me increpaba rudamente, diciéndome si yo era realmente su amigo o no. Si era así, debiera compartir también sus intereses. Después, proseguía la conferencia. Una vez en casa me dibujaba el plano, el corte longitudinal o intentaba exponerme algún detalle particularmente interesante. Tomaba prestadas obras que le informaban del origen de las distintas edificaciones. La Ópera Imperial, el Parlamento, el Teatro Municipal, la Karlskirche, los Museos Imperiales, el Ayuntamiento; cada vez traía nuevos libros, incluso un estudio de conjunto de la arquitectura. Me llamaba la atención sobre los distintos estilos. Particularmente me indicaba, una y otra vez, cómo en las edificaciones de la Ringstraße podían comprobarse las trazas de los artesanos nativos en sus distintas realizaciones.
Cuando se había propuesto conocer una determinada construcción no se daba jamás por satisfecho con la impresión externa. Me sorprendía continuamente con lo exacto de su conocimiento sobre los portales laterales, escalinatas, incluso sobre los accesos menos conocidos o puertas traseras. Trataba de acercarse al edificio desde todos los lados. Nada odiaba más que las fachadas pomposas y altivas, cuyo único objeto era disimular alguna solución fundamental poco afortunada. Las bellas fachadas le eran siempre sospechosas. El yeso lo consideraba un material poco sólido, del que debía abstenerse un arquitecto. No se dejaba jamás engañar, y a menudo me hizo observar que esta o aquella solución, concebida con el único objeto de impresionar la vista, no era más que un bluff. La Ringstraße se convirtió para él en un objeto vivo de su contemplación, en el que podía medir sus conocimientos arquitectónicos y demostrar sus puntos de vista.
En aquel entonces empezaron a surgir ya los proyectos para la estructuración de las grandes plazas. No puedo recordar ya exactamente sus realizaciones. Así, por ejemplo, la Plaza de los Héroes, situada entre el Hofburg y el Volksgarten, le parecía una solución realmente ideal para las manifestaciones de masas, no solamente porque el semicírculo del complejo de sus edificaciones encerraba de manera peculiar a las gentes allí congregadas, sino también porque cada uno de los componentes de esta masa, doquiera que se dirigiese, percibía grandes impresiones monumentales. Yo acogía estas palabras como el ocioso juego de una exagerada fantasía, pero debía participar una y otra vez, de estos experimentos. Adolf amaba también sobremanera la plaza de Schwarzenberg. Algunas veces aprovechábamos un descanso en la representación de la ópera para dirigirnos a esta plaza, para admirar la fuente de aguas luminosas que brotaban como una escena de leyenda en medio de la nocturna oscuridad. Esta escena correspondía por entero a sus sentimientos. De manera incesante se elevaban a lo alto las espumeantes aguas, en tanto que los reflectores de distintos colores hacían aparecer el agua a veces de un rojo ardiente, luego de un brillante amarillo, y luego, de nuevo, de un radiante azul. El color y el movimiento permitían lograr una increíble plenitud de matices y efectos luminosos que expandían el hálito de lo irreal, de lo ultraterreno, incluso por toda la amplia zona.
También durante la época de Viena le ocupaban grandes proyectos, partiendo de la arquitectura de la Ringstraße: salas de concierto, teatros, museos, palacios, exposiciones. Pero su manera de ver las cosas empezó a tomar, lentamente, otra orientación. En un principio estas edificaciones monumentales eran tan perfectas en cierto sentido, que su incontenible afán de reconstrucción no encontraba en ellas nada que modificar o mejorar. En Linz, las cosas habían sido diferentes; prescindiendo, quizá, de las pesadas e imponentes masas del viejo palacio, Adolf se había mostrado en todo momento descontento de las construcciones vistas. No es de extrañar, por consiguiente, que encontrara una solución nueva y más digna para el ayuntamiento de Linz, estrecho y comprimido entre los edificios de la Plaza Principal, y en modo alguno representativo; y que en nuestros paseos por la ciudad reconstruyera todo Linz en su fantasía. Con Viena sucedía de forma distinta. No era porque le resultase difícil desde el punto de vista del espacio concebir y enjuiciar como una unidad la imagen de la gigantesca ciudad desarrollada en enormes dimensiones, sino porque al aumentar su interés por la política se ocupó cada vez más de la necesidad de viviendas sanas y adecuadas, principalmente para la gran masa de la población. En Linz le había sido siempre indiferente la reacción de las gentes afectadas por sus grandes proyectos de construcción ante sus proyectadas modificaciones. Lo que me expuso en las largas conversaciones nocturnas, lo que dibujaba y proyectaba no era ya, como en Linz, el proyectar por el proyecto mismo, sino una planificación consciente, adaptada a las necesidades y exigencias de los habitantes. En Viena, sin embargo, empezó lentamente a construir para las personas. Este desarrollo podría designarse de la siguiente manera: en Linz, una edificación todavía puramente arquitectónica, en Viena, una edificación social. Desde un punto de vista externo puede atribuirse este cambio a la circunstancia de que Adolf se encontraba aún relativamente bien en Linz, particularmente en la bella morada de Urfahr. Por el contrario, en la sombría y hosca vivienda de la Stumpergasse en Viena, cada mañana al despertar, al ver las desnudas paredes, la vacía perspectiva, se daba cuenta de que la arquitectura no era, como había creído hasta entonces, ante todo una tarea de la representación, sino más bien un problema de higiene social, que debería liberar a la gran masa de sus míseras viviendas.
“Delante de los palacios de la Ringstraße sufrían hambre miles de parados y debajo de esta Via Triumphalis de la vieja Austria moraban, en la penumbra y el fango de los canales, los carentes de hogar.” Con estas palabras del libro Mein Kampf anuncia Hitler aquella mirada retrospectiva típica para aquellas semanas y meses, que le llevó, de la reverente admiración por una gran arquitectura imperial, a un estudio de la miseria social. “Me estremezco aún hoy al pensar en las miserables cuevas utilizadas como viviendas, en los refugios y viviendas en masa, en este sombrío cuadro de basura, repugnante suciedad y humillaciones.”
Adolf me había explicado que durante el invierno anterior, cuando se encontraba todavía solo en Viena, habíase dirigido a menudo a las salas de calefacción públicas, con el fin de ahorrar el material de calefacción, que la estropeada estufa consumía en ingentes cantidades sin dar, en cambio, un calor permanente. En este lugar podía disponerse gratuitamente de una estancia provista de calefacción, y se encontraban allí periódicos en número suficiente. Supongo que fue al escuchar las conversaciones de las gentes acudidas a este lugar donde Adolf se dio cuenta por primera vez de las estremecedoras condiciones y de la miseria que imperaba en la gigantesca ciudad.
En ocasión del recorrido en busca de habitación con que fue celebrada, por decirlo así, mi entrada en Viena, pude notar yo un anticipo de lo que nos esperaba en esta ciudad en miseria, necesidad y suciedad. En los oscuros y malolientes patios interiores, escaleras arriba y abajo, en los desiertos vestíbulos, repulsivamente sucios, por delante de puertas detrás de los cuales adultos y niños en estrecha promiscuidad se repartían en estrechos espacios carentes de todo sol, y con gentes tan arruinadas y miserables como lo que les rodeaba, esta impresión se ha quedado grabada en mí de manera tan imborrable como su reverso, en la única casa que hubiera correspondido en cierto modo a nuestros deseos estéticos e higiénicos, en la que encontramos aquella perversión potencial que en la figura de la seductora Putifar se nos apareció aún más repulsiva que la miseria de las pequeñas gentes.
Siguieron muchas horas nocturnas en las que Adolf, caminando arriba y abajo entre la puerta y el piano me describía, con drásticas palabras, las causas de estas desoladoras condiciones de las viviendas. Empezó con nuestra propia casa. Sobre una superficie que apenas alcanzaría para un jardín digno de este nombre se levantaban, estrechamente comprimidos, tres complejos de edificios, que se interponían mutuamente entre sí y que se quitaban el uno al otro la luz, el aire y la posibilidad de todo movimiento. ¿Por qué? Porque el hombre que ha adquirido este pedazo de terreno quiere beneficiarse lo máximo posible de él. Así, pues, debe edificar lo más estrecha y lo más alto posible, pues cuanto más amontonadas estén estas primitivas viviendas, a manera de cajas superpuestas, tanto mayores serán sus ingresos. El inquilino, por su parte, debe procurar obtener el mayor provecho posible de su alojamiento. Es por ello que cede algunas habitaciones, a menudo las mejores, a realquilados, como nuestra buena señora Zakreys. Y los realquilados se estrechan aún en lo posible, para dejar sitio a un huésped para la noche. Uno quiere aprovecharse del otro. ¡Y el resultado! Que todos ellos, exceptuando el dueño de la casa, apenas si tienen sitio para vivir. Aterradoras eran, también, las viviendas en los sótanos, carentes de toda luz y sol. Y si esto es ya intolerable para los adultos, los niños deben perecer en ellas de manera inevitable. La conferencia de Adolf culminó con un colérico ataque contra la especulación de los terrenos y la explotación por parte de sus propietarios. Todavía resuenan en mi oído unas palabras suyas, escuchadas entonces por primera vez: “¡Estos “propietarios profesionales” que hacen negocio de la miseria de las masas! El pobre inquilino no le conoce por lo general, pues ellos no suelen vivir en sus propios tabucos, ¡Dios les libre!, sino en Hientzing o en Wien in Grinzing, en elegantes villas, en las que tienen un rico exceso de lo que niegan a los demás.” En otra ocasión empezó Adolf sus reflexiones desde el punto de vista del inquilino. “¿Qué es lo que necesita un pobre diablo como él para vivir de manera razonable? Luz —las casas deben levantarse libremente—. Deben disponer de jardines, superficies libres para los juegos de los niños, aire; debe poderse ver el cielo, algún espacio verde, un modesto pedazo de naturaleza. Pero, fíjate en nuestra casa trasera —me decía entonces—: el sol no luce más que en el tejado. El aire... será mejor que no hablemos siquiera de él. El agua: un solo grifo en el rellano de la escalera, al que deben acudir, con cubos y recipientes, los ocho inquilinos. El retrete, enormemente antihigiénico, común para todos los inquilinos del rellano, y para el que deben establecerse casi turnos para su utilización. Y luego, por todas partes: ¡los chinches!”
Cuando en las semanas siguientes le preguntaba a veces a Adolf —ahora sabía ya que no había sido admitido para el ingreso en la Academia—, dónde acostumbraba pasar el día, la respuesta era:
—Trabajo en la solución de las viviendas pobres en Viena y hago determinados estudios con ese fin. Para ello tengo que estar mucho fuera de casa.
Era ésta la época en que se pasaba a menudo la noche entera inclinado sobre sus planos y dibujos. Sin embargo, no aludía a ellos en absoluto. Y yo no le pregunté tampoco nada más acerca de sus trabajos.
Fue entonces, me parece que era a finales del mes de Marzo, cuando me dijo:
—Estaré ausente durante tres días.
Cuando Adolf regresó, al cabo del cuarto día, parecía mortalmente fatigado. Sabría Dios por dónde habría corrido, dónde dormido y el hambre que habría pasado, una vez más. De sus lacónicas explicaciones pude deducir que había regresado a Viena “desde afuera”, tal vez desde Stockerau o desde Marchfeld, con el fin de informarse de los terrenos disponibles para aligerar la edificación de la ciudad. Una vez más trabajó durante toda la noche. Finalmente, pude ver yo su proyecto.
En un principio eran éstos sencillos dibujos de sus planos: viviendas para obreros con un mínimo de habitaciones: cocina, sala de estar, dormitorios separados para padres e hijos, agua en la cocina, retrete y —lo que entonces era una inaudita novedad— ¡baño! Luego me mostró Adolf bosquejos de los distintos tipos de viviendas, limpiamente dibujados en tinta china. Los recuerdo tan exactamente porque estos dibujos permanecieron durante semanas enteras clavados a la pared y llevaba una y otra vez a ellos la conversación.
A la vista de nuestra existencia como realquilados en una habitación carente de aire y de luz, el contraste entre lo que nos rodeaba y estas alegres casitas, situadas en pleno campo, se me puso especialmente de relieve, pues tan pronto la vista resbalaba de los bellos dibujos, caía sobre la desconchada pared, en la que podían notarse claramente las huellas de nuestras nocturnas cacerías de chinches. Este vivo contraste hizo que los amplios y generosos proyectos de mi amigo quedaran grabados de manera imborrable en mi mente.
“Se derrumban los bloques de viviendas.” Con esta lapidaria frase empezaba Adolf su tarea. Me hubiera sentido asombrado de que la cosa fuera de distinta manera, pues en todo lo que proyectaba se lanzaba siempre a fondo y despreciaba las medianías y compromisos. De ello cuidaba ya la vida misma. Su misión, por el contrario, era resolver el problema de manera radical, es decir, desde la raíz. El terreno es sustraído a la especulación privada. Las superficies liberadas en los barrios obreros demolidos deben ensancharse por espacios situados delante del Wienerwald, a ambos lados del Danubio. Anchas carreteras cruzan el espacio abierto. Sobre el extenso terreno a edificar se tiende una tupida red de ferrocarriles. En lugar de las enormes estaciones se levantan, solamente, estaciones locales, que abastecen una región determinada y que crean un sistema de comunicaciones lo más favorable posible entre la vivienda y el lugar de trabajo. En aquel entonces no se concedía todavía una importancia especial al automóvil. Los fiacres dominaban todavía en el cuadro de la ciudad de Viena. La bicicleta, en nuestra niñez aún un peligroso instrumento deportivo, se convirtió, lentamente, en un medio de transporte barato y cómodo. No obstante, los transportes en masa podían realizarse solamente con la ayuda del ferrocarril.
Lo que Adolf había proyectado no eran en modo alguno casitas para una familia, tal como se construyen actualmente, pues no sentía el menor interés por las “colonias”. Su máxima aspiración era un desglose más o menos esquemático de los grandes bloques de viviendas. La casa para cuatro familias era la unidad más pequeña, bosquejada limpiamente en sus características fundamentales, en una construcción bien concebida y de una sola planta, con cuatro pisos en ésta. Esta unidad básica formaba el tipo predominante de vivienda. Allí donde lo exigían las comunicaciones y las condiciones del trabajo esta casa para cuatro familias debía reunirse en complejos para ocho o hasta dieciséis familias. Pero también estos tipos de edificaciones permanecían “cerca del terreno”, es decir, tenían un solo piso y estaban rodeadas y llenas de vida por jardines, campos de juego para los niños y grupos de árboles. No debía excederse de la casa para dieciséis familias.
Con ello estaban ya fijados los tipos de casitas necesarios para el descongestionamiento de la ciudad, y mi amigo podía pasar ya a su realización. A la vista de un enorme plano de la ciudad, que no cabía ya sobre la mesa y que hubo de ser por tanto extendido sobre el piano, fijó Adolf la red ferroviaria y las carreteras. Se determinaron los centros industriales, disponiéndose en consecuencia los complejos de viviendas. Yo no era más que un obstáculo en esta ambiciosa planeación. En toda nuestra habitación no quedaba ya un pedazo de suelo libre que no hubiera sido puesto al servicio de esta misión. Si Adolf no hubiera llevado este asunto con tan hosca gravedad, todo esto hubiera sido considerado simplemente como un interesante pero ocioso juego. En realidad, sin embargo, me deprimía de tal manera nuestra mísera situación, que me puse al trabajo casi con la misma amarga decisión que mi amigo, sin duda la razón de que todos estos detalles hayan quedado grabados tan firmemente en mi memoria.
A su manera pensaba Adolf en todo. Recuerdo todavía sus dudas acerca de si esta reconstruida Viena habría de necesitar o no de cervecerías. Adolf rechazaba el alcohol de manera tan radical como la nicotina. Y si uno no fumaba ni bebía, ¿para qué quería las cervecerías? De todas formas, encontró una solución tan radical como generosa para esta nueva Viena: ¡una nueva bebida popular! En cierta ocasión hube de tapizar yo en Linz algunas habitaciones en las oficinas de la fábrica de café de higos Franck. Adolf me visitó en aquel entonces, mientras yo me dedicaba a este trabajo. La firma solía dar a sus trabajadores una bebida muy buena, a base de café, un vaso de la cual costaba solamente un Heller. Esta bebida le había gustado tanto a Adolf, que no se olvidó de ella. Si se abastecía todas las casas con esta bebida barata y refrescante, o con algún producto semejante carente de alcohol, podrían evitarse las cervecerías. Cuando yo le repliqué que, por lo que yo conocía a los vieneses, me parecía difícil que renunciaran a su vino, me contestó bruscamente:
—¡Nadie te pregunta tu opinión!
Lo que con otras palabras quería decir: “Ni tampoco a los vieneses.”
Adolf se manifestaba con especial crudeza contra aquellos estados que habían monopolizado la venta del tabaco, entre los que se contaba también Austria. Con ello, el propio estado arruinaba la salud de sus ciudadanos. Por consiguiente, todas las fábricas de tabaco deberían ser cerradas y prohibida también la importación de toda clase de tabaco. De todas formas, Adolf no consiguió encontrar ningún sustitutivo para el tabaco en el sentido de la “bebida popular”.
Cuando más se aproximaba Adolf en sus pensamientos a la realización de su proyecto, tanto más utópico se convertía todo el asunto. Siempre que se tratara de proyectar tenía todo aún pies y cabeza. Pero en la realización operaba Adolf con conceptos bajo los que no me podía representar nada práctico. Como realquilado, que debía pagar mensualmente diez coronas, duramente ganadas por mi padre, por la mitad de una habitación llena de chinches, podía comprender perfectamente que en esta Nueva Viena no debieran existir ya propietarios ni inquilinos. El terreno pertenecía al Estado y tampoco las viviendas eran propiedad particular, sino que eran administradas por una especie de comunidad de la vivienda. En lugar del alquiler debía pagarse, por tanto, simplemente, una contribución para la edificación de las casas, es decir, una especie de impuesto sobre la vivienda. Hasta aquí podía seguirle yo todavía. Pero mi pregunta, tan desdichada al parecer: “Sí, pero con ello no será posible financiar una empresa tan amplia. ¿Quién deberá costear estas construcciones?”, tropezaba con la más viva resistencia. Adolf me lanzaba sus réplicas con cólera, de las cuales yo no entendía mucho. No puedo recordar, tampoco, en todos sus detalles, estas discusiones, planteadas enteramente sobre conceptos abstractos. Recuerdo, sin embargo, algunas expresiones que se repetían regularmente, y que, cuanto menos me revelaran en realidad, tanto más me imponían, y es por ello que se han quedado grabadas más firmemente en mi memoria.
Los aspectos básicos de todo el proyecto serían resueltos, según palabras de Adolf, en el “embate de la revolución”. Era ésta la primera vez que se escuchaban estas trascendentales palabras en nuestra mísera habitación. No sé si Adolf sacó su inspiración para ello en alguna de sus voluminosas lecturas. De todas formas, allí donde el curso de sus pensamientos se había atascado, surgía siempre la osada expresión del “embate de la revolución”, que daba también un impulso cada vez renovado a sus pensamientos e ideas. En mi opinión, bajo estas palabras era posible representárselo todo, o nada. Adolf se mantenía en su “todo”, y yo en mi “nada”, hasta que con su sugestiva elocuencia me había convencido también a mí de que no se precisaba más que una violenta tormenta revolucionaria sobre la tierra, vieja y cansada, para despertar a la vida todo lo que él ya tenía anticipado en sus pensamientos y en sus proyectos, de la misma manera como una suave lluvia de finales de estío hace brotar setas en todos los rincones y lugares.
Otra expresión que se repetía regularmente era la palabra “Estado ideal alemán”, que jugaba un papel dominante en sus pensamientos junto con el concepto de “Reich”. Este “Estado ideal” estaba concebido tanto nacional como social. Social, ante todo, desde el punto de vista de la miseria de las masas trabajadoras. Adolf se ocupaba, cada vez más intensamente, de sus ideas sobre un Estado que hiciera justicia a las necesidades sociales de nuestra época. Esta imagen era todavía oscura en sus detalles, y era fuertemente influenciada por sus lecturas. Por ello eligió la palabra de “Estado ideal” —tal vez la hubiera leído en alguno de sus numerosos libros— y dejaba al tiempo el estructurar hasta en sus menores detalles este concepto de Estado ideal, concebido, por el momento, sólo en sus rasgos generales, naturalmente, con su definitiva orientación hacia el “Reich”.
Una tercera frase que en aquella época empezaba a sonar de manera habitual, la aplicó Adolf, también, por primera vez, en relación con estos osados planes de reconstrucción; ¡La reforma social! En esta frase había encontrado cabida muchas cosas que todavía no habían acabado de gestarse en su cabeza. Pero el celoso estudio de las obras políticas y la asistencia a las sesiones del Parlamento, a lo que me obligaba también a mí, llenaban esta fraseología de la reforma social, lentamente, con un contenido más concreto.
Cuando un día estallara el “embate de la revolución” y surgiera el “Estado ideal”, se convertiría, también, en realidad, esta “reforma social”, esperada desde hacía tanto tiempo. Entonces sería llegado el instante de derribar las construcciones de los “propietarios profesionales” y empezar la construcción de sus urbanizaciones de casitas en las bellas y atractivas llanuras detrás de Nussdorf.
He comentado con tanto detalle estos proyectos de mi amigo, porque me parecen extraordinariamente típicos para el ulterior desarrollo de su carácter y de sus pensamientos en ocasión de su estancia en Viena. Desde un principio había yo comprendido que a mi amigo no podía serle indiferente la miseria de las masas de la gran ciudad. Le conocía demasiado bien y sabía que no cerraba los ojos ante nada y que por esto su modo de ser era incapaz de pasar con indiferencia y desinterés ante cualquier fenómeno general. Pero no hubiera creído jamás que estas experiencias en los arrabales vieneses pudieran dar un impulso tan inaudito a sus pensamientos. En lo más íntimo de mi ser había tenido yo a mi amigo por un artista, y hubiera comprendido, ciertamente, que se hubiera indignado ante la vista de estas masas hundidas, sin remisión, en la miseria, pero que se hubiera mantenido alejado de este espectáculo en su interior, para no ser arrastrado al abismo por la insoslayable fatalidad que se cernía sobre esta gran ciudad. Yo contaba con su fino sentido, con su percepción estética, con su continuo temor a entrar en contacto físico con otras personas —¡raras veces tendía la mano a los demás! — y creía que esto le sería suficiente para distanciarse abiertamente de las masas. Y así fue, en efecto. Pero solamente por lo que se refiere a un trato personal. Con todo su corazón, sin embargo, se alineó entonces en las filas de los desheredados por el destino. No sentía compasión, en el sentido corriente de la palabra, por estas masas huérfanas de todo derecho. Esto le hubiera parecido demasiado poco. No se limitaba a sufrir con ellos, sino que vivía también para ellos, y consagraba toda su capacidad y todos sus pensamientos a liberar a estos seres de su miseria y de su opresión. No cabe la menor duda de que esta ardiente voluntad y deseo por una total reorganización de la vida entera, considerado desde un punto de vista personal, era la respuesta dada por él al destino, que, golpe tras golpe, le habría llevado también a él a la miseria.
Gracias a estos amplios y generosos trabajos, concebidos para “todos”, y que se dirigían, también, a “todos”, podía encontrar nuevamente Adolf el equilibrio interno perdido. Las semanas de turbios presentimientos y de graves depresiones anímicas habían ya pasado. Su pecho estaba, una vez más, henchido de confianza y valor.
Pero, por el momento, la vieja y bondadosa Maria Zakreys era la única que se ocupaba de todos estos planes. Mejor dicho, no se ocupaba ya, pues había renunciado a poner orden en esta confusión de planos, dibujos y bosquejos. Se daba por satisfecha con que los dos estudiantes de Linz le pagaran puntualmente el alquiler.
Adolf se había propuesto hacer de Linz tan sólo una ciudad bella y atractiva, que destacase, por encima de su insignificancia provinciana, por sus representativas construcciones. Viena, por el contrario, quería convertirla en una moderna ciudad, en la que le era indiferente el aspecto representativo —esto lo dejaba por entero a la Viena imperial—, sino que su única pretensión era que las masas sin hogar, alejadas del suelo y, por tanto, también, del pueblo, pudieran ponerse de nuevo en pie.
La vieja ciudad imperial se convirtió en la mesa de dibujo de un jovencito de diecinueve años que vivía en una destartalada casa trasera del arrabal de Mariahilf, en una ciudad llena de luz y de vida, extendida hacia el campo abierto y compuesta por casitas de cuatro, ocho y dieciséis familias.

La Alemania de Hitler XVII


XVII La Mujer en el Tercer Reich


Durante los años de lucha, no le pasó desapercibido a Adolf Hitler el papel importantísimo que la mujer, como compañera del hombre, podía desempeñar en la propagación del movimiento nacionalsocialista. “Sin la constancia y el espíritu de sacrificio verdaderamente fervoroso de la mujer —dijo el Führer en la ultima Asamblea del Partido en Nuremberg— jamás yo hubiera podido llevar el Partido a la victoria”. Con su advenimiento al poder, el Führer reconoció toda la significación de la mujer y sus distintos valores de acción, tanto en la vida política en general, como en la política demográfica, la asistencia social y otras instituciones, en las cuales su paciente, amorosa y delicada colaboración es de un valor inestimable.
Contestando a una pregunta que junto con algunos colegas de la prensa extranjera dirigimos a la presidenta de la Juventud femenina, Sra. Getrud Scholtz-Klink, en la que le rogábamos nos explicara qué puntos de vista ideológicos guiaban a la mujer alemana en su intervención en el movimiento nacionalsocialista, —la activa Presidenta nos respondió en una conferencia pronunciada en el hotel Kaiserhof, lo siguiente:

Nuestra ideología, que afectaba a todo nuestro pueblo en sus más profundas raíces, no fue determinada por consideraciones materiales, sino por el espíritu mismo de este pueblo. Cuando se trata de cosas espirituales, no es ya la mayoría quien decide, sino la fuerza inmanente de cada individuo. Esta intuición la tenían no sólo los hombres alemanes, sino también muchas mujeres alemanas, que en los años de lucha, para ganar el alma del pueblo, fueron las compañeras incondicionales y decididas de estos hombres.

Esta actitud resuelta e incondicional por nuestra parte en favor del nacionalsocialismo, nos ha sido reprochada en ciertas esferas de la sociedad, como una traición a los intereses particulares de la mujer. Sobre esto quiero expresar en esta ocasión con toda claridad lo siguiente: El mandato fundamental de la ideología nacionalsocialista, desde su fundación hasta hoy, reza así: El interés de la colectividad está por encima del interés particular. Por consiguiente, mientras no nos fuera posible ayudar a todo nuestro pueblo, no podíamos pensar de modo alguno en poner en primer término cualquier deseo particular, o necesidades particulares de la mujer.

Mientras ardiera en los corazones de los hombres alemanes el anhelo de encontrar los caminos para el saneamiento de nuestro pueblo, era para nosotras, mujeres, mucho más importante la totalidad del pueblo, que las aspiraciones y deseos propios.”

En el extranjero la mujer alemana tropieza con una serie de prevenciones y opiniones erróneas sobre su actuación política, que tienen su origen en el insuficiente conocimiento de Alemania y del pueblo alemán. Unos creen poder formarse una idea de la mujer alemana considerando la berlinesa mundana, esbelta y elegante, que lleva de paseo a su lindísimo perrito faldero de largo y sedoso pelo por la soberbia avenida del Kurfürstendamm, o conduce su “Mercedes” de líneas modernas por las carreteras de los bellos alrededores de Berlín; otros se atienen al tipo burgués de la “Margarita”, con sus subidos colores naturales, sus ojos azules y las trenzas rubias que caen sobre sus hombros. Este juicio sería tan falso como, lo fuera el de valorar a la mujer francesa por la parisina emperifollada de los grandes Boulevares.

La mujer alemana es generalmente de una elegancia sobria y de una franqueza alegre y espontánea. Aún cuando bajo el nuevo régimen no asiste a los cursos universitarios con el celo de antes, ni ambiciona cargos políticos, sin embargo conserva una elevada educación general, así como su interés por la música, la literatura y las bellas artes. A menudo puede observarse, por ejemplo, en el autobús u otros medios de transporte, a mujeres y muchachas leyendo sus autores predilectos; en las salas de concierto, el sexo femenino constituye la mayoría del público y escuchan la música con un recogimiento casi religioso.

Digno de señalar es también la afición de las mujeres al deporte. Esto está demostrado por la intensa participación femenina en los ejercicios de cultura física, y las numerosas sociedades deportivas femeninas que existen en todas las ciudades de Alemania. Su interés en todas las organizaciones deportivas, desde el deporte ligero hasta la natación, las carreras pedestres y los concursos esquíes, es cada vez mayor.
Pero sobre todas las cosas, la idea de la familia dirige e inspira con preponderancia a la muchacha alemana; el sueño de su futuro hogar es lo que alienta en su corazón. No el tipo “garçonne”, sino que es consciente de que ha de llegar a ser mujer, y su corazón es siempre sensible a la eterna canción del amor. Manifiesta su entusiasmo al escuchar los discursos políticos de Hitler, o al tomar parte en las grandes manifestaciones publicas nacionalsocialistas, —pero siempre se complace de ser mujer, y su misión de madre futura y como tal es de la misma condición e índole que todas las demás mujeres del mundo. Toda esposa pone el mayor empeño en ser considerada como buena ama de casa, y poder demostrar lo que ha aprendido en casa de sus padres, en los cursos de economía casera, organizados por la Asociación femenina nacionalsocialista, o en cualquiera de las numerosas escuelas privadas. Las jóvenes prometidas se adiestran en todos los ramos de la economía casera, con el fin de luego poder ofrecer a su esposo un hogar atrayente y alegre, confortable y bien administrado.
En cumplimiento de las funciones que como mujer la incumben, la alemana se siente responsable ante la colectividad. «Nosotras —me decía una vez una colaboradora de la Asociación femenina nacionalsocialista— servimos la vida de nuestro pueblo y consideramos el trabajo de nuestro hogar como un medio de alcanzar y mantener la salud tanto física como espiritual de nuestro pueblo valiéndonos de las fuentes de energía de nuestra propia economía.

La nueva ideología ha operado en la mujer alemana una profunda transformación, que se refleja tanto en su interior como en su exterior; Miles de muchachas de la juventud hitleriana se enorgullecen de llevar su sencillo vestido de chaqueta parda y falda negra, habiendo suprimido el pelo a la garçonne (melena) dejado crecer de nuevo sus trenzas. Esto significa también el retorno de la juventud femenina a los principios originales de la moral, a una mayor estimación personal y a un mayor respeto de la opinión ajena, sin por esto pecar de gazmoñería exagerada. A esto contribuye también el hecho de que el hombre ha vuelto a sentir un mayor respeto hacia la mujer. El aumento de las posibilidades de trabajo, la incorporación de los jóvenes al Servicio del Trabajo, el Ejército, han barrido de las calles y de los locales frívolos un buen número de señoritos juerguistas, proporcionándoseles la ocasión de conocer las reglas de conducta de una colectividad ordenada, y, entre otros, el respeto a la mujer.


Con relación al nuevo sentimiento de la moral y buenas costumbres que se está inculcando a la juventud femenina, es interesante notar las frases que el Jefe de la Juventud ha dirigido a la Asociación de jóvenes alemanas: “Vosotras las muchachas de nuestro pueblo, tenéis que trabajar y educaros como aquellas que en su tiempo quieren ser también las madres de nuestro pueblo, las esposas de nuestros hombres. Los hombres que han de formar el porvenir del pueblo alemán, necesitan mujeres de vuestra condición. Mujeres que estén dispuestas con profunda convicción y valentía, a compartir con sus maridos todos los sacrificios y todos los rigores de la vida. Esta es una elevada aspiración para cada una de vosotras, por lo cual bien merece la pena hacerse fuerte, dispuesta y capaz, aunque ello dure muchos años, y conservarse y permanecer pura, para poder cumplir de veras esta misión.”
Por lo general, la joven alemana se siente satisfecha si puede trabajar hasta su casamiento en una oficina, comercio o fábrica, para de esta manera aliviar la carga de su manutención a su familia. Generalmente contribuye con una parte de su sueldo a los gastos de la casa, y además costea ella misma los pequeños desembolsos destinados a sus necesidades personales y a su recreo. La muchacha alemana siente una gran inclinación hacia la asistencia a los enfermos, cuya función requiere en Alemania la inscripción a distintos cursos de estudio y una instrucción práctica, durante un tiempo relativamente largo. Cuando la joven alemana contrae matrimonio, abandona alegremente su oficio, aunque ofrezca los mejores auspicios económicos imaginables, para dedicarse por entero a su hogar y a su familia. La mayoría de los casamientos celebrados con ayuda del préstamo matrimonial que, como ya se ha dicho, solo sé concede en el caso de que la mujer renuncie a toda actividad profesional, puede servir de demostración de lo que acabamos de decir.
El nacionalsocialismo ha determinado exactamente la función de la mujer y sus deberes hacia la colectividad. Según Hitler, existen dos mundos en la vida de un pueblo: El mundo de la mujer y el del hombre. La naturaleza ha hecho la repartición justa colocando al hombre al frente de la familia, e imponiéndole, además, como una obligación más, la protección del pueblo, de la totalidad. El mundo de la mujer feliz reside en la familia, en la convivencia con el marido y los hijos, y en el hogar. Desde allí puede levantar luego la vista hacia la totalidad de su pueblo. Ambos mundos constituyen juntos una sola unidad, dentro de la cual vive y se mantiene un pueblo.
Aparte de esta misión natural de la mujer el nacionalsocialismo no interviene en ningún modo para inducirla a invadir la esfera de actividad del hombre. A pesar de ello, el nacionalsocialismo protesta contra la imputación muy común en el extranjero, de que, no se quieren conceder libertad ni igualdad de derechos a la mujer. En uno de sus últimos discursos dijo el Führer: “Mientras dispongamos de varones fuertes y sanos (y de ello cuidaremos nosotros los nacionalsocialistas), no se formara en Alemania ninguna compañía femenina de combate ni ningún batallón femenino de tiradoras. Esto no sería igualdad de derechos, sino inferioridad de derechos de la mujer.”
Un campo de acción inconmensurablemente amplio se ofrece a la mujer en la nueva Alemania; desde luego, no se trata en modo alguno de hacerle renunciar al ejercicio de una profesión. Sólo se pretende proporcionarle en amplia escala la posibilidad de contribuir a la fundación de una familia y —de tener hijos— ya que así beneficia al pueblo de la mejor manera. Si actualmente un jurisconsulto femenino demuestra su gran capacidad en el foro, y a su lado hay una madre que ha criado por sí misma cinco, seis o siete hijos, la labor y sacrificio de esta madre, conforme con los conceptos nacionalsocialistas sobre el valor eterno de un pueblo, vale mucho más que la realizada por la primera mujer. El Estado, según la opinión de Hitler, tiene el deber de hacer lo posible o, por lo menos, de facilitar a todo hombre a y toda mujer el casarse según los dictados del corazón. El gobierno se esfuerza en la solución de este problema por medio de la legislación, con el propósito de crear una raza sobre todo fuerte y sana.
La designación de hombres y mujeres a las funciones peculiares de su sexo, no implica ningún menosprecio para la mujer. No hace más que establecer las diferentes condiciones naturales, y está muy lejos de relegar a la mujer a un plano secundario. La misión de la mujer alemana en el nuevo Estado es muy superior a la de ser, tanto en la política como en la profesión, un factor de competencia para el hombre. Igualmente es falsa la suposición de que la actividad de la ama de casa sea improductiva. Esta es una frase que en la Alemania de la época anterior llegaba a oírse con bastante frecuencia; tal frase sólo podía engendrarse en el pensamiento de una época que por productividad no entendía otra cosa que la ventaja personal y de la propia familia, una ventaja que pudiera contarse o palparse, pero nunca el interés superior de la totalidad del pueblo, que a su vez también beneficia indirectamente al individuo particular.


La Asociación femenina nacionalsocialista y la Obra
femenina alemana

La Asociación femenina nacionalsocialista tuvo su origen en los días de lucha del Partido como organización de las mujeres nacionalsocialistas. Su estructura general es paralela a la del Partido: Al frente de la misma se halla la jefa Sra. Gertrud Scholtz-Klink. Las divisiones inferiores están organizadas en jefaturas regionales, de distrito y locales, en células y bloque. El número de mujeres que abarca la organización se eleva en total a once millones.
Con la fecha del 30 de enero de 1933 quedó libre el camino para la realización del programa fijado de antemano; la Obra femenina alemana surgió con el objeto de reunir las numerosas asociaciones femeninas, pequeñas y grandes, a las cuales faltaba la dirección unitaria y la base ideológica nacionalsocialista. La Obra femenina alemana representa actualmente el gran hogar común para todo el sexo femenino alemán. A ella pertenecen todas las organizaciones, asociaciones y afiliadas particulares, que toman una parte activa en la obra común del pueblo. El ama de casa y la estudiante universitaria, la maestra y la enfermera, la obrera y la artista, están agrupadas en una sola comunidad de trabajo.
Tras de los vetustos arbolados de la calle Derfflinger, en el oeste de Berlín, se encuentra el nuevo edificio de la Asociación femenina, alemana. Comprende cuatro secciones administrativas y cinco grandes secciones principales de trabajo. Las secciones administrativas tienen a su cargo la administración de las secciones directivas, la organización general de la prensa y propaganda. Algunos datos sobre las cinco secciones principales de trabajo contribuirán a dar al lector una idea de la actividad extraordinaria de esta institución.
La sección de “Cultura, Educación e Instrucción” tiene como campo de acción: la instrucción ideológica (a ella pertenecen las dos escuelas normales de trabajo en Coburgo y Berlín, así como las 32 escuelas regionales para jefas femeninas, que hasta ahora comprenden 100.000 mujeres y muchachas), biología, cultura física, educación de la juventud femenina, bellas artes y artes aplicadas, literatura, juegos populares y recreación durante las horas libres.
La sección de Asistencia maternal tiene en su jurisdicción: Educación de la madre, higiene, cuidado de los niños de pecho y educación, arreglo del interior del hogar y gestiones sociales.
La sección de “Economía nacional y casera” comprende los sectores: Economía nacional, economía casera, alimentación, instrucción para las amas de casas, indumentaria habitación y vivienda. Esta sección tiene a su cargo la dirección de todas aquellas cuestiones de política económica que atañen a la mujer en su calidad de administradora de la casa y consumidora.
La sección “Extranjero y pueblos fronterizos” tiene la misión de aconsejar e instruir a las extranjeras, y tiene a su cargo el mantener las relaciones con los sectores femeninos de los países fronterizos y de las colonias de ultramar.
En la sección de “Servicios auxiliares” están comprendidas la ayuda femenina de la Cruz Roja, la colaboración en la acción de Beneficencia nacionalsocialista, en el “Auxilio de Invierno”, en la obra “Madre y Niño”, y, en la Asociación, nacional de defensa aérea.
La calidad de afiliada de la Asociación femenina alemana proporciona a todas las mujeres la posibilidad de contribuir con su trabajo y su actividad al servicio de alguna de estas secciones, y con ello al de la colectividad.
Una mención especial merece la Obra nacional de asistencia materna. Su misión es la de facilitar a la futura madre los conocimientos ideológicos y prácticos necesarios, condición elemental para la fundación de una familia fuerte y sana. La Organización femenina ha descartado toda actividad teórico-rutinaria, adoptando en su lugar una forma práctica. La mujer recibe así aquellos conocimientos que le permitirán la aplicación adecuada de su fuerza espiritual, y con esto vendrá a constituir para la nación una generación de madres conscientes de las necesidades de su pueblo.
La educación prematernal tiene a su cargo la preparación tanto física como espiritual de madres aptas y compenetradas de la responsabilidad que les incumbe, y que puedan atender al cuidado y educación de sus hijos, como también estén a la altura de su misión en cuanto a los quehaceres de la casa. La educación comprende tres grupos de enseñanza: Administración de la casa, con cursos de cocina y labores de costura; higiene, con cursos sobre el tratamiento de los niños e higiene general y cuidado médico casero, —y por último, cursos sobre educación, con instrucciones para trabajos manuales, decoración del interior del hogar y lecciones sobre costumbres populares.
Los cursos duran varias semanas. El número de participantes va en continuo aumento. En 1935 participaron alrededor de 186.000 mujeres, mientras que en 1937 su número subió a 1.140.000. El número de escuelas para madres se eleva a 220, a las que hay que añadir otras cuatro para las mujeres pertenecientes de territorios asolados por una calamidad pública, que no pudiendo seguir con los cursos están capacitadas, sin embargo, para propagar sus conocimientos entre sus vecinas. Además de esto, existe en el Wedding-Berlín una escuela nacional para madres, destinada a ser la oficina central y organizada especialmente para la instrucción de las maestras.
Los mismos principios rigen en el campo de la economía nacional. Las mujeres y muchachas deben aprender a emplear aquellos bienes adquiridos por medio del trabajo, en forma tal que puedan justificarlo ante la situación total de su pueblo. De esta manera les será posible transformar una existencia penosa en una vida bella y alegre. Con este fin, las jóvenes son educadas previamente en el Servicio femenino del trabajo obligatorio.
Además de la Obra femenina alemana, la Asociación femenina nacionalsocialista ha creado también la Oficina femenina del Frente alemán de trabajo, a la cual corresponde la misión especial de la instrucción político-social de la mujer, que consiste en la lucha por el honor del trabajo femenino y por la protección de la madre obrera. La directora do esta Oficina es la Jefe nacional de la Asociación femenina, Sra. Scholtz-Klink. La Oficina femenina ha procedido, entre otras, cosas, a la implantación de cuatro disposiciones: el intercambio de puestos de trabajo, el relevo periódico en los trabajos pesados, el acuerdo con la Beneficencia social nacionalsocialista (NSV) en favor de las obreras en estado de gravidez, y la concesión de una licencia complementaria para estas y su substitución por muchachas estudiantes.
Por medio del intercambio de colocaciones, las mujeres cuya subsistencia esté asegurada más liviano, serán sustituidas por hombres. Ello se realiza en su mayor parte, dando trabajo al esposo o al hijo faltos del mismo. Otra forma de intercambio consiste en el traslado de las mujeres a puestos de trabajo ligero, y de los hombres al pesado. Esto ha sido llevado a cabo en grandes proporciones, y allí donde todavía el trabajo del hombre es ejecutado, en casos especiales, por la mujer, se ha procurado nivelar su salario con el del hombre.
Hasta la nueva reforma de la Ley de protección a la mujer, la Oficina femenina había establecido un acuerdo con la Beneficencia social nacionalsocialista, según el cual las mujeres podrían abandonar el trabajo cuatro o seis semanas antes del parto, recibiendo además de su salario, un subsidio complementario. El relevo de las obreras por las estudiantes tiene su origen en el deseo de procurar a la mujer casada, que además es madre, un tiempo de descanso más prolongado, con goce de salario completo, además del permiso que le corresponde por derecho. Hasta ahora, 2.600 muchachas estudiantes y otras afiliadas a la Asociación femenina nacionalsocialista han prestado servicio en las fábricas, proporcionando con ello a las mujeres obreras alrededor de 43.000 días de descanso suplementario, con pago íntegro del salario.
La Sra. Scholtz-KIink es al mismo tiempo Jefe nacional de la Liga nacional femenina de la Cruz Roja alemana. De este modo, también esta institución internacional recibe un impulso extraordinario. En virtud de un convenio especial, la Cruz Roja alemana ha tomado a su cuidado la instrucción de las afiliadas de la Asociación femenina nacionalsocialista para su formación como personal auxiliar femenino. De esta suerte, el servicio de colaboración podrá absorber una corriente de mujeres, dispuestas al cumplimiento de sus obligaciones políticas y provistas de un espíritu de responsabilidad hacia la colectividad del pueblo, con mayor razón, porque la mujer alemana, como hemos mencionado ya, posee una inclinación natural hacia la asistencia de los enfermos. Las enfermeras de la Cruz Roja trabajan en colaboración con los elementos femeninos de la comunidad nacionalsocialista de Beneficencia social, en asistir a los enfermos y en los kindergarten, y prestan sus servicios en ocasión de manifestaciones populares, reuniones políticas en el aeródromo de Tempelhof en Berlín, en los Congresos del Partido en Nuremberg, en las reuniones del Bückeberg, etc. Actualmente la Cruz Roja alemana tiene a su servicio 91.411 enfermeras y 9.298 auxiliares.
Si bien todavía no se han alcanzado todos los objetivos y aún queda mucho por hacer, los trabajos realizados durante estos seis años demuestran claramente, que la obra acabará por ser terminada, y desaparecerán muchos de los obstáculos actuales. La señora de Scholtz-KIink me decía en una ocasión: “Nosotras proseguimos impertérritas nuestro camino, camino que nos conduce —a nosotras mismas; nuestra propia estimación nos impone continuar consecuentemente por este camino. Si el destino nos interpone, como suele suceder a todo pueblo, obstáculos en el camino, no debemos tropezar con ellos, sino que construiremos peldaños para escalar más arriba aún. Esta actitud nuestra deberá ser apreciada también por todos aquellos hombres que aman a su pueblo de la misma manera como nosotras amamos al nuestro”.

Monday, October 30, 2006

Hitler mi amigo de juventud XV


STUMPERGASSE 29

La primera impresión que recibí a mi llegada a Viena fue el de una excitada y ruidosa confusión. Allí estaba yo con mi pesada maleta en la mano, tan desconcertado que, en el primer momento, no sabía adonde debía dirigirme. ¡Todas estas personas y este alboroto! Ya veríamos qué resultaría de todo ello. Por mi gusto me hubiera vuelto stante pede y regresado a casa. Pero los que venían detrás de mí me empujaban y me forzaron a pasar por la barrera, vigilada por los empleados de la estación y los policías. Me encontré, casi sin darme cuenta, en el vestíbulo, mientras buscaba con la mirada a mi amigo. Este primer contacto con el suelo de Viena ha quedado grabado de manera imborrable en mi memoria. En tanto que yo, aturdido todavía por todo este griterío y confusión, estaba allí en pie, sin saber qué hacer, fácil de reconocer desde lejos como uno que llega del campo, Adolf demostraba una actitud desenvuelta, como habituado ya a la gran ciudad. Con su elegante abrigo oscuro, el sombrero negro, el bastón de paseo con su puño de marfil, aparecía casi distinguido. Se alegró de manera evidente de mi llegada, me saludó cordialmente y, según las costumbres de aquel entonces, me besó también ligeramente en la mejilla.
El primer problema que se me planteó fue el del transporte de mi cofre, que gracias a los cuidados de mis padres tenía un peso muy considerable. Yo buscaba con la mirada a un mozo, cuando Adolf asió una de las dos asas y yo la otra. Cruzamos la Mariahilfer Straße; de nuevo gente en todas partes, un angustioso ir y venir y un ruido, tan espantoso, que era imposible percibir las propias palabras, en tanto que los faroles eléctricos iluminaban casi como en pleno día la plaza frente a la estación. Recuerdo aún cuán feliz me sentí, cuando Adolf, poco después, torció en una calle lateral, la Stumpergasse. Todo era aquí tranquilo y oscuro, Adolf se detuvo frente a una casa bastante nueva en el lado derecho, en el número 29. En tanto pude ver, era una casa muy bonita, casi majestuosa y distinguida; tal vez algo demasiado elegante para jóvenes como nosotros, pensé yo. Pero Adolf cruzó el vestíbulo y atravesó un pequeño patio. La parte posterior de la casa parecía considerablemente más modesta. Por una oscura escalera llegamos al segundo piso. Varias puertas daban al rellano. El número 17 era la nuestra. Adolf abrió la puerta. Un fuerte olor a petróleo salió a mi encuentro, el cual debía quedar desde entonces unido a mí al recordar esta vivienda. Al parecer, nos encontrábamos en una cocina. La dueña de la casa no estaba presente. Adolf abrió una segunda puerta. En el estudio donde él habitaba ardía una débil lámpara de petróleo. Miré a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fueron los dibujos, esparcidos por todas partes, sobre la mesa, sobre la cama. Todo parecía mísero y abandonado. Adolf quitó todo lo de encima de la mesa, extendió sobre ella papel de periódico y trajo de la ventana una botella de leche. A su lado puso pan y embutido. Pero me parece ver todavía su pálido rostro ante mí, cuando eché a un lado todas estas cosas y abrí el cofre delante de sus ojos. ¡Asado de cerdo en frío, bollos rellenos y otras golosinas! Dijo, simplemente:
—¡Sí, cuando uno tiene todavía madre!
Después comimos como reyes. Todo tenía un maravilloso sabor “a casa”. Después de todo el ajetreo pasado empezaba yo, en cierto modo, a recuperarme.
Después de una breve pausa, vino la esperada pregunta por Stefanie. Cuando hube de confesar, que desde hacía tiempo había dejado yo de ir al paseo, opinó Adolf que yo no hubiera debido hacerlo por nuestra amistad. Antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta. Una mujeruca vieja y encogida, de aspecto algo cómico, se deslizó por la puerta. Adolf se incorporó y me presentó con todo el formulismo:
—Mi amigo Gustav Kubizek, estudiante de música de Linz.
—¡Mucho gusto, mucho gusto! —repitió la vieja mujer varias veces y citó asimismo su nombre: Maria Zakreys. Por su cantarina voz y su peculiar y extraña pronunciación me di cuenta al instante de que la señora Zakreys no era vienesa. Mejor dicho, tal vez sí vienesa, tal vez incluso muy típica, pero su cuna no debió haber estado en Hernals o Lerchenfeld, sino en Stanislau o en Neutitschein. No le pregunté por ello, ni lo supe tampoco jamás; después de todo, la cosa era indiferente. La señora Zakreys era para Adolf y para mí la única persona, en esta ciudad de millones de habitantes, con la que teníamos alguna relación. Recuerdo cómo Adolf me llevó a dar una vuelta por la ciudad en la misma noche, a pesar de que yo me sentía tan fatigado. ¿Cómo podía venir alguien a Viena e irse a dormir sin haber visto el edificio de la Ópera? Así, pues, fui arrastrado hasta la Ópera. La representación no había finalizado todavía. Admiré el majestuoso vestíbulo, las maravillosas escalinatas, la balaustrada de mármol, las alfombras de terciopelo, los dorados adornos de estuco en el techo. Recordé, en este instante, la mísera vivienda en la Stumpergasse, como si hubiera sido trasladado a otro planeta, tan enorme fue la impresión causada en mí. Quise ver también la torre de Sankt Stefan, por lo que entramos en la Kärntnerstraße. Pero la niebla de la noche era tan espesa, que la torre desaparecía envuelta en ella. No pude ver más que la ingente y oscura masa de la nave principal, que se levantaba, infinita y casi inquietante, como no creada por la mano del hombre, en medio del gris monótono de la niebla. Con el fin de mostrarme algo especial, Adolf me llevó a la iglesia de María de la Ribera, que, comparada con la impresionante mole de la iglesia de Sankt Stefan me pareció una graciosa capilla gótica.
Cuando regresamos a casa tuvimos que pagar cada uno una moneda al gruñón portero, a quien habíamos despertado de su sueño, para que nos abriera la puerta. La señora Zakreys me había preparado un primitivo lecho en el suelo del gabinete. Aun cuando hacía tiempo que había pasado la medianoche, Adolf seguía hablando con pasión. Pero yo no le escuchaba ya. Todo esto era demasiado para mí. La emocionante despedida de los míos, el atormentado rostro de mi madre, el viaje, la llegada, el ruido, el bullicio, la Viena en la casa posterior de la Stumpergasse, la Viena de la Ópera Imperial; agotado, me dormí.
Como es natural, yo no podía quedarme en casa de la señora Zakreys. Era también imposible instalar un piano de cola en el pequeño gabinete. Así, pues, a la mañana siguiente, una vez que Adolf se hubo levantado, nos lanzamos a la busca de una habitación. Como quería vivir lo más cerca posible de mi amigo, recorrimos minuciosamente las calles y callejuelas próximas del distrito sexto y séptimo. Una vez más pude ver, desde el “reverso”, esta Viena tan atractiva. Oscuros patios posteriores, estrechas y oscuras casas de viviendas, y escaleras, siempre escaleras. Adolf pagaba diez coronas por la pensión en casa de la señora Zakreys, y lo mismo me proponía yo pagar por la mía. Pero todo lo que nos fue enseñado era tan pequeño y mísero, por lo general, que era imposible instalar allí un piano, y cuando, finalmente, pudimos encontrar una habitación lo bastante grande para ello, no estaban dispuestos a acoger a un huésped que tocara el piano. Yo me sentí muy deprimido y abatido. La nostalgia me atormentaba dolorosamente. ¡Qué gran ciudad era esta Viena! Sólo vivían aquí personas extrañas, indiferentes, ¿no sería terrible vivir aquí? Caminaba tímido e intimidado al lado de Adolf por la Zollergasse. Entonces vimos de nuevo en una casa un rótulo: “Se alquila habitación.” Cuando llamamos a la puerta, nos abrió una doncella vestida muy correctamente que nos llevó hasta una habitación instalada de manera muy elegante, en la que se veía un magnífico lecho doble.
—La señora vendrá enseguida— nos dijo la muchacha, hizo una reverencia y desapareció.
Los dos comprendimos al instante que esto era demasiado elegante para nosotros. Pero en aquel momento aparecía ya la señora en la puerta, una verdadera dama, no muy joven, pero sí muy elegante. Vestía una bata de seda, y calzaba unas pantuflas muy graciosas, forradas de piel. Nos saludó sonriente, examinó a Adolf y luego a mí, y nos ofreció asiento. Mi amigo preguntó qué habitación era la que se alquilaba.
—¡Esta! — exclamó la mujer, y señaló las dos camas.
Adolf sacudió la cabeza.
—En este caso habría que quitar de aquí una cama, pues mi amigo tiene que acomodar un piano— dijo concisamente.
La mujer pareció desconcertada que no fuera Adolf, sino yo quien deseara alquilar una habitación, y preguntó si él, Adolf, tenía ya habitación. Cuando le contestó afirmativamente, le propuso trasladarme a mí, juntamente con el piano, a su habitación, y alquilar en cambio para él esta habitación.
Mientras exponía esta proposición con vivas palabras a Adolf, soltó, con un movimiento demasiado vivo, el lazo que sostenía su bata.
—¡Oh, perdonen ustedes! — exclamó la mujer al instante y sujetó de nuevo la bata. Pero este instante había sido suficiente para mostrarnos que debajo de la bata de seda no llevaba más que unos pantaloncillos. Adolf enrojeció como la púrpura, se levantó, me tomó del brazo y dijo:
—¡Ven conmigo, Gustl!
No sé siquiera cómo salimos de la casa. Sólo recuerdo las palabras pronunciadas por Adolf, lleno de indignación, cuando estuvimos por fin en la calle:
—¡Una Putifar así!
Pero, al parecer, tales experiencias pertenecían también a Viena. Una vez más me encontraba yo ante uno de aquellos contrastes tan inconcebibles y, sin embargo, tan típicos para la Viena de aquel entonces:
¡Durante cuatro horas sólo una negativa fría e indiferente, y luego, de manera totalmente inesperada, una tan inequívoca invitación!
Adolf hubo de darse cuenta de cuán difícil me era orientarme en esta laberíntica capital, pues en el camino de regreso me propuso alquilar una habitación entre los dos. Él hablaría con la señora Zakreys. Tal vez pudiera encontrarse una solución en su propia casa.
Y, en efecto, consiguió persuadir a la señora Zakreys para que ella se trasladara a su pequeña habitación, y nos dejara a nosotros la algo más amplia estancia en que ella vivía hasta ahora. Para ello se convino un alquiler de veinte coronas. No tenía nada que objetar a que yo tocara el piano. Era, pues, una magnífica solución que me satisfizo grandemente.
A la mañana siguiente —Adolf dormía todavía— me dirigí al Conservatorio para inscribirme en él. Mostré los certificados de la Asociación Musical de Linz y fui examinado al instante. Primero tuvo lugar un examen general auditivo, después tuve que cantar con la partitura y, finalmente, me pusieron un tema de teoría de la armonía. Todo ello pasó con suma facilidad. Solamente en la Historia de la Música —esta asignatura la había estudiado tan sólo particularmente— me ocasionó algunas dificultades el tema planteado en el examen “La época de la ópera barroca”. Los estudios de Bülow-Cramer en el piano concluyeron en examen de ingreso. Fui citado en la secretaría. El director Kaiser —para mí era verdaderamente el Kaiser— me felicitó por mi éxito y me orientó sobre las asignaturas a estudiar. Me aconsejó inscribirme como oyente en la universidad, y asistir a las clases de Historia de la Música. Además, me presentó al catedrático Gustav Gutheil, quien debía darme lecciones prácticas de lectura y de ejecución de partituras. Por otra parte, fui aceptado en la orquesta del instituto como viola.
Todo esto tenía ya un sentido, y así, a pesar de la inicial confusión me encontré pronto en un terreno más firme. Como tan a menudo en mi vida, encontraba consuelo y ayuda en la música, más aún, se convirtió ahora para mí en el contenido de mi vida. Finalmente había podido huir del polvoriento taller de tapicero y vivía dedicado por entero a mi arte.
En la cercana Liniengasse descubrí un salón de pianos, cuyo propietario se apellidaba Feigl. Allí examiné los pianos de alquiler. Naturalmente, no eran pianos extraordinariamente buenos, pero por fin encontré un piano de cola bastante pasable y que contraté por un alquiler mensual de diez coronas. Cuando Adolf —cuya distribución del día no había yo acabado de entender todavía— regresó por la noche, se sintió asombrado de ver el piano en nuestro cuarto. Para esta habitación, no demasiado grande, hubiera sido indicado un pianino. Pero ¡cómo podría yo llegar a ser director de orquesta sin un piano de cola! Desde luego, la cosa no era tan sencilla como me había parecido en el primer instante. Adolf se puso inmediatamente manos a la obra para descubrir la mejor colocación. Para tener bastante luz, el piano debía encontrarse junto a la ventana. Esto lo comprendió claramente. Después de muchas probaturas se colocó de la manera más ventajosa posible todo el inventario de la habitación: dos camas, una mesita de noche, un ropero, un lavabo, una mesa y dos sillas. A pesar de ello, el instrumento ocupaba toda la ventana de la derecha. La mesa hubo de desplazarse al hueco izquierdo de la ventana. El paso entre las camas y el piano, así como entre las camas y la mesa no era apenas de más de treinta centímetros de ancho. Y para Adolf el caminar de arriba abajo era tan importante como para mí tocar el piano. ¡Primera prueba! De la puerta hasta el piano, ¡tres pasos! Esto era suficiente, pues tres pasos adelante y tres hacia atrás hacían seis pasos, aun cuando Adolf, en su incesante pasear, debía volverse tan a menudo que apenas si era ya un paseo, sino más bien un movimiento en torno a su propio eje.
Desde nuestra casa casi no podíamos ver más allá que la enhollinada pared de la casa delantera, todo nuestro mundo exterior. Solamente si nos acercábamos mucho a la ventana libre, y levantábamos la vista hacia lo alto, podíamos descubrir un estrecho jirón del cielo, pero también este modesto pedazo de horizonte estaba, casi siempre, oculto por el humo, el polvo o la niebla. En los días más favorecidos llegábamos incluso a percibir el sol. Es cierto que éste apenas si lucía en la parte trasera de la casa, y nada en absoluto en nuestra habitación. Pero en la fachada de la casa fronteriza podía verse, durante un par de horas, una franja claramente iluminada por el sol, y que debía sustituir para nosotros la luz que tanto encontrábamos a faltar.
Yo expliqué a Adolf que había pasado con éxito el examen de ingreso en el Conservatorio y me alegraba de que ahora, lo mismo que él, pudiera seguir unos estudios concretos. Adolf se limitó a decir:
—No sabía en verdad que tuviera un amigo tan listo.
Estas palabras no parecían muy lisonjeras, pero yo me había acostumbrado ya a ellas. Al parecer, atravesaba unos días de crisis, se mostraba fácilmente irritable y hacía un gesto contrariado cuando yo empezaba a hablar de mis estudios. Poco después se había acostumbrado ya a mi piano. En su opinión, con él podría refrescar también de nuevo sus conocimientos. Yo me ofrecí a darle lecciones. Pero, una vez más, había cometido yo un error. Enojado me increpó:
—¡Guárdate para ti tus estudios y tus escalas! Yo me las arreglaré por mí mismo.
Sin embargo, después se tranquilizó nuevamente y añadió, con entonación conciliadora:
—¡De qué me serviría ser yo músico, Gustl! ¡Si ya te tengo a ti!
Nuestro tren de vida era extraordinariamente modesto. Yo no podía hacer tampoco grandes dispendios con el dinero que me mandaba mi padre como mensualidad. Adolf recibía regularmente, a principios de mes, una suma determinada que le remitía su tutor. Ignoro a cuánto ascendía esta renta, quizá fuera solamente la renta como huérfano, es decir, 25 coronas, de las cuales pagaba inmediatamente diez a la señora Zakreys, o quizá fuera esta suma algo más elevada, caso de que el tutor dispusiera también de la herencia paterna, distribuyéndola adecuadamente. Ignoro también si sus parientes ayudaban a Adolf, tal vez la jorobada tía Johanna. Sé solamente que Adolf pasaba en aquel entonces mucho hambre, aun cuando no le gustaba reconocerlo. ¿Cuál era la dieta diaria de Adolf por lo general? Una botella de leche, un pan, algo de mantequilla. Al mediodía compraba a menudo un trozo de pastel de adormidera o nuez. Con ello se daba por satisfecho. Cada quince días llegaba un paquete de mi madre con comida, y entonces tenía lugar una fiesta en nuestra habitación. Pero en asuntos de dinero era Adolf muy meticuloso. Yo no sabía nunca cuánto, o mejor dicho, cuán poco dinero poseía mi amigo. No cabe duda de que se sentía avergonzado en su interior. Sólo de vez en cuando estallaba de nuevo su cólera. En este caso vociferaba:
—¿No es una vida de perros la que llevamos?
Pero en otras ocasiones se mostraba feliz y contento; cuando volvíamos de la Ópera, escuchábamos un concierto o estaba ocupado en la lectura de un libro interesante.
Durante largo tiempo no me fue posible averiguar dónde comía al mediodía. Mis preguntas a este respecto eran rechazadas groseramente. No le gustaba comentar este tema. Como por las tardes tenía, por lo general, algo más de tiempo, regresaba yo pronto a casa después de la comida del mediodía. Pero a esta hora no encontré jamás a Adolf en la habitación. Quizá comiera en el comedor popular en la Liniengasse, donde yo también a veces iba a comer. Pero, no, tampoco estaba. Fui al “Ojo de Dios”. Tampoco allí le pude encontrar. Cuando por la noche le pregunté por qué no venía nunca al comedor popular, me espetó una conferencia sobre la mísera instalación de estos restaurantes populares, en los que la separación de clases sociales era demostrada con ayuda de la fuente de verdura. Como oyente en la universidad tenía yo la posibilidad de comer en el restaurante universitario gratuito; era todavía la vieja Mensa, pues en aquel entonces no existía la Mensa alemana, organizada más tarde por la Asociación Alemana de Estudiantes. Y podía conseguir también cupones baratos para la comida de Adolf. Finalmente, se decidió éste a acompañarme. A mi entender, la comida debió gustarle de manera excelente, pues en su rostro podía leerse claramente cuán hambriento estaba. Pero él tragaba, con amargura, cada bocado.
—¡No entiendo cómo puede gustarte comer al lado de toda esta gente! — me susurraba, indignado.
Naturalmente, en este comedor universitario frecuentaban miembros de todas las religiones de la monarquía, entre ellos muchos estudiantes judíos. Esto fue para él razón suficiente para no ir más allí. Mejor dicho: a pesar de todo lo consecuente de que era capaz, a veces podía más el hambre. Entonces se sentaba a mi lado en un ángulo del comedor, volvía la espalda a los restantes comensales y engullía con hambre feroz, el pan de nuez, que le gustaba por encima de todo. En mi indiferencia política pude observar a menudo, con silencioso placer, esta contrapuesta atracción entre el antisemitismo y su apetito por el pan de nuez.
Durante días enteros podía vivir Adolf solamente de leche, pan y algo de mantequilla. Yo no estaba por cierto muy mimado, pero hasta este extremo no era capaz de seguirle.
No hicimos ninguna nueva amistad. Adolf no había podido jamás tolerar que, además de él, tuviera yo tiempo para ningún otro. Más que nunca concebía ahora nuestra amistad como algo que excluía cualquier otra relación. Por una casualidad recibí de él una inequívoca confirmación en este sentido.
La teoría de la armonía era mi especial afición. Ya en Linz había destacado yo en esta asignatura. Sin la menor dificultad, como en un juego casi, seguía yo en el estudio. El profesor Boschetti me llamó un día a la secretaría y me preguntó si estaba dispuesto a dar clases de repaso de esta asignatura. En este caso me presentaría a mis futuras discípulas. Eran las dos hijas del propietario de una cervecería en Kolomea, la hija de un hacendado de Siebenburg de Radautz, así como la hija de un gran comerciante de Spalato. El brutal contraste entre las elegantes pensiones en que vivían estas distinguidas señoritas, y nuestra sombría habitación, oliendo siempre a petróleo, me deprimía en gran manera. Una vez terminada la clase recibía yo un refrigerio tan abundante que me hacía las veces de cena. Cuando a ellas se unieron más tarde la hija de un fabricante textil de Jägerndorf, en Silesia, y la hija del presidente del tribunal en Agram, había yo reunido, en mi media docena de alumnas, a muchachas de todas las regiones de la amplia monarquía danubiana. Y entonces sucedió lo imprevisible. Una de ellas, la silesiana, no se vio capaz de llevar a cabo un trabajo escrito, y vino a verme a la Stumpergasse para pedirme consejo. Cuando nuestra buena vieja patrona vio a la joven y bella muchacha, levantó, asombrada, las cejas. Bueno, esto le pareció demasiado. Mi único interés era mostrarle el ejemplo musical que no había comprendido. Le expliqué su dificultad. La muchacha se anotó brevemente el ejemplo. En este instante entró Adolf en la habitación. Yo le presenté a mi alumna.
—¡Mi amigo de Linz, Adolf Hitler!
Adolf guardó silencio. Pero apenas hubo salido la muchacha, Adolf, que desde su desventurada experiencia con Stefanie se mostraba hostil a las mujeres y a las muchachas, cayó, colérico, sobre mí. Me preguntó, lleno de indignación, si nuestra habitación, estropeada ya por este monstruo, el piano, debía servir ahora también para las citas con estas mujerzuelas musicales. Me costó gran esfuerzo convencerle de que la pobre muchacha no sentía el menor deseo amoroso, sino solamente preocupación por los exámenes. El resultado fue una larga conferencia sobre lo absurdo de los estudios femeninos. Una a una se abatían sobre mí sus palabras, como si yo fuera el fabricante textil o el propietario de la fábrica de cerveza, que hubiera mandado a mi hija al Conservatorio. Una y otra vez se lanzó Adolf a la crítica de las condiciones sociales y económicas. Yo permanecía sentado en silencio en el taburete del piano, en tanto que él recorría arriba y abajo los tres pasos, y descargaba su indignación en giros lo más bruscos posibles muy cerca de la puerta o del piano.
En estos primeros tiempos de mi estancia en Viena tuve la impresión de que Adolf había perdido por completo el equilibrio. El menor pretexto podía provocar en él espantosos accesos de cólera. Había días en que yo no hacía nada bien ante sus ojos y se me hacía imposible toda convivencia con él. Pero conocía a Adolf desde hacía más de tres años. Había sido testigo de sus difíciles crisis después del fracaso en el colegio y la muerte de la madre. Ignoraba, ciertamente, a qué debían atribuirse estas depresiones anímicas, pero este estado mejoraría sin duda, opinaba yo.
Estaba reñido con todo el mundo. Adonde dirigía la mirada no veía más que injusticia, odio, hostilidad. No había nada que pudiera escapar a su juicio crítico, no dejaba títere con cabeza. Sólo la música conseguía animarle algo, cuando los domingos asistíamos a las sesiones de música sacra en la capilla del Burg. Aquí era posible escuchar gratuitamente a los solistas de la Ópera de Viena y al coro de los muchachos de Viena. Adolf amaba con especial predilección a este famoso coro de muchachos, y me confesaba, una y otra vez, cuánto debía agradecer a la educación musical recibida por él en la abadía de Lambach. De otra parte, el recuerdo de su despreocupada e indiferente juventud le era justamente entonces muy penoso.
Adolf estaba continuamente ocupado. Yo no tenía una verdadera idea de lo que debía llevar a cabo un estudiante de la Academia de Artes Plásticas. De todas formas, estos estudios debían ser muy variados, pues Adolf permanecía en ocasiones horas enteras sentado ante sus libros, para escribir luego hasta altas horas de la noche; y otras veces, el piano, la mesa, su cama y la mía, incluso el suelo, estaban cubiertos de dibujos. Adolf contemplaba, lleno de tensión, sus obras, caminaba de puntillas entre las láminas dibujadas, mejoraba aquí, corregía allí y hablaba a media voz para sí mismo, subrayando con enérgicos gestos las rápidas palabras. ¡Dios me librara de interrumpirle en esta contemplación! Yo sentía un gran respeto por este difícil y complicado estudio, y me daba por satisfecho con lo que veía. Pero se me sentía impaciente, y abría el piano, se apresuraba él a recoger sus dibujos, los guardaba en su cajón, tomaba un libro y corría con él debajo del brazo hasta el palacio de Schönbrunn. Había descubierto allí un banco solitario, en medio del parque, en el que nadie le molestaba. En aquel banco llevaba a cabo la parte de sus estudios que podían hacerse al aire libre. También a mí me atraía este solitario lugar, en el que podía olvidarse que vivíamos en medio de una ciudad de millones de habitantes. A menudo he vuelto a visitar yo este banco, en el lugar más apartado del parque, años más tarde, cuando venía de nuevo a Schönbrunn.
Pero, al parecer, un alumno de arquitectura podía trabajar mucho más al aire libre y con independencia de lo que podía hacer un alumno del Conservatorio. En cierta ocasión, después de haber estado Adolf escribiendo hasta altas horas de la noche —la pequeña y fea lámpara de escritorio, que despedía enormes cantidades de hollín, estaba casi consumida, y yo no podía dormir— me acerqué a él y le pregunté qué es lo que significaba este trabajo. En lugar de contestar me alargó un par de páginas escritas con rápidos trazos. Con asombro leí: “El monte sagrado en primer término, delante, la enorme piedra del sacrificio, a la sombra de gigantescas encinas. Dos robustos gigantes sostienen por los cuernos al negro animal, que debe ser sacrificado, y aplastan la formidable cabeza de la víctima contra la cavidad de la piedra. Detrás de ellos, erguido, se ve al sacerdote con su clara túnica. En sus manos sostiene la espada del sacrificio, con la que debe inmolar al animal. A su alrededor varios hombres barbudos, apoyados en sus escudos, las lanzas en alto, contemplan fijamente la solemne escena”.
Yo no podía descubrir la menor solución entre esta asombrosa descripción y sus estudios de arquitectura. Así, pues, le pregunté cuál era su significado.
—Una obra de teatro— contestó Adolf.
Después se refirió, con emotivas palabras, al argumento de la obra. Por desgracia, hace ya tiempo que lo he olvidado. Recuerdo solamente que la escena tenía lugar en los Alpes anteriores bávaros, en tiempos de la cristiandad. Los hombres que viven en torno al monte sagrado no están dispuestos a dejarse convertir a la nueva fe. ¡Por el contrario! Se han conjurado para matar a los emisarios cristianos. De ello se deriva el dramático conflicto de esta obra.
Por un instante estuve tentado de preguntarle a Adolf si sus estudios en la Academia de Artes Plásticas le dejaban tanto tiempo libre para poder escribir a ratos perdidos estos dramas. Pero sabía cuán sensible era Adolf en todo lo que hacía referencia con la profesión elegida. Podía hacerme cargo de ello, pues sabía cuán duramente había logrado Adolf el acceso a estos estudios. Esto le hacía particularmente sensible en este punto, opinaba yo. Pero, a pesar de esto, algo parecía no estar aquí del todo en orden.
Su estado de ánimo me ocasionaba de día más preocupaciones. Nunca anteriormente había descubierto yo en él este placer en torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo que hacía referencia a su altivez y la conciencia de su propio valer, en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero ahora parecía manifestarse justamente al revés. Cada vez eran más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero no se precisaba más que un ligero cambio —como se gira suavemente un conmutador y la oscuridad se convierte, de repente, en deslumbrante claridad— y la acusación dirigida contra sí se convertía en una acusación contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio descargaba su cólera contra el presente, contra la humanidad entera, que no era capaz de comprenderle, que no le dejaba manifestar su verdadero valor, por la que se sentía perseguido y engañado. Aún me parece verle ante mí recorriendo con largos pasos el reducido espacio, lleno de incontenible excitación, conmovido hasta lo más profundo. Yo estaba sentado ante el piano, los dedos silenciosos sobre el teclado, y le escuchaba, desconcertado por sus declaraciones de odio y, a pesar de ello, lleno de preocupación por él en lo más hondo de mi ser, pues lo que clamaba ante las desnudas paredes no lo oía nadie fuera de mí y, quizá, de la señora Zakreys, que trabajaba en la cocina, y que tal vez sentía también la preocupación de pensar si este indignado joven podría pagarle en el futuro su alquiler. Pero aquellos contra los que estaban dirigidas sus apasionadas palabras, todos aquellos a los que denostaba no podían oírle. ¿Para qué, pues, toda esta comedia?
De pronto, sin embargo, en medio de estas palabras henchidas de odio, con las que desafiaba a toda una época, se pronunciaron otras que revelaron el sombrío abismo junto a cuyo borde se movía Adolf en sus pensamientos.
—Renunciaré a Stefanie.
Eran éstas las palabras más espantosas que podían salir de sus labios, pues Stefanie era la única persona en este mundo alejada de esta enloquecida humanidad, un ser que, iluminado por su ardiente amor, había dado sentido y contenido a su torturada existencia. El padre muerto, la madre muerta, la única hermana, una chiquilla todavía, ¿qué le quedaba a él? Carecía de familia, de hogar. Sólo su amor, sólo Stefanie había permanecido fiel a su lado en medio de las graves crisis y catástrofes; naturalmente, sólo en su imaginación. Pero esta imaginación había sido, hasta ahora, lo bastante fuerte para ayudarle a sobreponerse a su propio destino. Pero, al parecer, en la conmoción anímica porque atravesaba en estas semanas, también esta fantasía, tenazmente creída realidad, habíase quebrado.
—Creí que pensabas escribirle— objeté, para ayudarle con mis palabras.
Con un gesto imperioso rechazó mis palabras (tan sólo cuarenta años más tarde supe yo que, en aquel entonces, había escrito efectivamente a Stefanie), y después pronunció lo que yo no había oído jamás de sus labios:
—Es inútil esperar a Stefanie. No cabe duda de que su madre habrá encontrado ya al hombre con el que deba casarse su hija. ¿Amor? Esto no se pide. Un buen partido, esto es lo que importa. Y yo soy un mal partido, por lo menos a los ojos de su señora madre.
Siguió una violenta diatriba con la señora “madre”, con los miembros de aquellos distinguidos círculos que se garantizan mutuamente inmerecidas ventajas mediante matrimonios astutamente comprometidos, ventajas que se ponen de manifiesto dentro de la sociedad humana.
Renuncié al intento de seguir practicando en el piano, y me acosté. Adolf se precipitó sobre sus libros. Recuerdo todavía cuán emocionado me sentí en aquel entonces. Si Adolf no se sentía ya ligado a Stefanie, ¿qué es lo que podría ser de él?
Me sentía dominado por encontrados sentimientos. De una parte, me alegraba que este amor sin esperanzas hacia Stefanie terminara de una vez, liberando su espíritu, pero de otra parte sabía yo que Stefanie era su único ideal, que le daba su inspiración y que ponía una meta a sus proyectos.
Al día siguiente hubo entre nosotros una violenta disputa. El pretexto carecía de toda importancia. Yo tenía que hacer mis ejercicios en el piano, y Adolf quería leer. Fuera caía la lluvia. Por consiguiente, no le era posible dirigirse a Schönbrunn.
—Esta continua musiquita— me increpó Adolf—. Uno no está nunca tranquilo aquí.
—Muy sencillo— contesté yo. Me levanté, saqué mi horario de clases de la cartera de música y lo clavé con chinchetas a la pared.
De este horario podía deducir Adolf claramente cuándo estaba yo ausente, cuándo no y cuáles eran las horas destinadas a mis ejercicios.
—Y ahora, cuelga tu horario debajo— añadí yo.
¿Horario? Él no tenía por qué anotarse una cosa semejante. Su horario lo llevaba en la cabeza. Esto le bastaba y tenía que bastarme también a mí.
Me encogí de hombros, vacilante. Su trabajo lo era todo menos ordenado y sistemático. Trabajaba casi sólo de noche, y dormía por las mañanas.
Yo me había acostumbrado muy rápidamente a la vida en el Conservatorio; en éste se hacía honor a mis conocimientos, era alabado, incluso distinguido, por mis maestros, tal como lo demostraba la invitación a hacer clases de repaso a otros alumnos. Como es lógico, esto me llenaba de orgullo, lo que seguramente me haría algo engreído. La música, por ser un arte accesible desde el punto de vista de la comprensión y de los conocimientos permitía, también, fácilmente, pasar por alto una deficiente instrucción escolar. Y es por ello que cada mañana me encaminaba yo hacia el Conservatorio, feliz y satisfecho, con el pecho henchido de nuevas esperanzas. Y era justamente esta claridad de propósitos, esta seguridad en el éxito que excitaba a Adolf, sin que hablara empero de ello, incitándole a amargas comparaciones.
Y así se llegó a la explosión, con el fútil pretexto del horario fijado a la pared, que debía causar en él la impresión de un certificado notarialmente legalizado de mi rosado y optimista futuro.
—¡Esta Academia! — gritó —. ¡Todos ellos no son más que viejos y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión, estúpidos funcionarios! ¡Toda la Academia debiera saltar por los aires!
Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero los ojos refulgían. ¡Qué inquietantes se me aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se concentraran en ellos.
Quise objetarle que aquellos hombres de la Academia, sobre los que él rompía el flagelo de su incontenible odio, eran también, a fin de cuentas, sus maestros y profesores, de los cuales podría sin duda sacar un gran beneficio. Pero él se adelantó a mis palabras.
—Me han suspendido a mí, me han rechazado, me han echado de sus clases...
Me sentí aterrado. Así, pues, de esto se trataba. Adolf no asistía a las clases de la Academia. Ahora podía explicarme muchas cosas que antes me habían extrañado en él.
En mi emocionado interés por su suerte le pregunté si había escrito a su madre, informándole de su fracaso en la Academia.
—¿Qué ocurrencias? — me replicó —, yo no podía darle este disgusto a mi madre moribunda.
Lo comprendí perfectamente.
Durante unos instantes reinó el silencio entre nosotros. Quizá pensara Adolf ahora en su madre.
Yo intenté llevar la conversación a una conclusión práctica.
—¿Y qué te propones hacer ahora? — le pregunté.
—¿Qué me propongo? ¿Qué me propongo? — repitió, lleno de indignación—; también tú empiezas con esto: ¿qué te propones ahora?
Él debía haberse planteado cien veces esta pregunta a sí mismo, y más a menudo aún, pues no había hablado con nadie de ello.
—¿Qué me propongo ahora? — remedó Adolf mi preocupada pregunta; pero, en lugar de contestar, se sentó ante la mesa y extendió los libros a su alrededor.
Después se acercó la lámpara, tomó uno de los libros, lo abrió y empezó a leer.
Yo hice ademán de quitar el horario de la pared. Adolf levantó la cabeza, adivinó mi intención y dijo tranquilamente:
—Déjalo estar.

La Alemania de Hitler XVI


XVI La Juventud Alemana


El movimiento juvenil, fenómeno de indudable importancia en la historia moderna de Alemania, se inició a fines del siglo pasado, en una época del más profundo materialismo. La educación revestía normas severas y no se manifestaba ninguna disposición de reconocer a la juventud sus derechos naturales y su carácter propio. Esta edad no era considerada entonces que una etapa preparatoria para llegar a ser un buen ciudadano, un buen patriota, y para estar en condiciones, más tarde, de cumplir con los deberes de su profesión. Las ideas reinantes no permitían una comunidad verdadera entre el maestro y el alumno, y los jóvenes, por su parte, veían en el maestro no al guía y consejero, sino solamente al funcionario, cuya única preocupación era cumplir con los reglamentos. Tampoco pudo encontrar la juventud la oportunidad de expansión y desarrollo, conforme a su verdadera naturaleza, dentro de las asociaciones religiosas, sociales y semimilitares, ya que estas estaban constituidas generalmente por personas de mayor edad, que perseguían una finalidad educativa unilateral y un adiestramiento mal interpretado.
Sin embargo, el espíritu combativo de la juventud, que se sentía oprimido y turbado en sus aspiraciones, se iba concretando poco a poco, y el toque de clarín lo dieron algunos renovadores jóvenes y entusiastas, entre ellos Hermann Lietz y el Dr. Gustav Wynecken. Ellos fueron los que fundaron los primeros centros de enseñanza libre en el campo: los institutos de Ilsenburg, Haubinda y Wickersdorf, en los cuales pudo manifestarse el espíritu de la juventud y de la camaradería entre el maestro y el alumno. Casi al mismo tiempo, e independientemente de estas tentativas de reforma escolar, surgió en un barrio suburbano de Berlín, en Steglitz, otro movimiento, el de los “excursionistas” (Wandervögel), que se extendió rápidamente por toda Alemania. En el año 1896, un alumno del instituto, Karl Fischer, reunió a su rededor a algunos compañeros de estudios, todos ellos de genio ardiente, combativo y enemigos de la rutina diaria. Todos los domingos Fischer conducía a sus amigos a Fohlenkoppel, a las praderas que se extienden al sur de Potsdam, algunas veces más lejos, en la Marca de Brandenburgo, y, más tarde, sus excursiones los llevaron hasta los lejanos bosques de Bohemia. Fischer había estudiado profundamente leyendas, costumbres e indumentaria de los antiguos germanos así como la historia de la civilización y de las distintas razas.
Los paseos por los bosques de los alrededores de Berlín y en Bohemia, las noches de vivac en las orillas del Nuthe, las conferencias solemnes bajo el cielo estrellado, las danzas y los cantos antiguos constituían la base del movimiento de los “excursionistas” que, quince años más tarde, al estallar la guerra mundial, contaba con 60.000 afiliados, distribuidos por toda Alemania, ejerciendo una gran influencia en la vida de la juventud en pleno y en su actitud hacia la nación.
Otros grupos constituidos simultáneamente, pretendían implantar las más diversas reformas. Consecuencia de ello fue una disgregación que terminó cuando sus elementos directivos, apóstoles de una nueva época, resolvieron reunirse en la cumbre del Alto Meissner, una montaña situada en las cercanías de Kassel, con objeto de celebrar allí una fiesta adecuada a los gustos y tendencias del nuevo movimiento. De esta reunión surgió la “Juventud Libre Alemana”, gran asociación unificada, que adoptó como principio fundamental organizar su vida a libre albedrío asumiendo la responsabilidad consiguiente y con la firme resolución de defender su libertad en todas las circunstancias.
La guerra suscitó gran desconcierto en sus filas poniéndose ello especialmente en evidencia durante los años de la revolución 1918/19. Tanto fue así, que muchos de los partidarios del movimiento de la “Juventud Libre Alemana” pertenecientes al proletariado, luchaban en favor de la revolución, mientras otros lo hacían en las filas de las milicias voluntarias, para combatir a los “anarco espartaquistas”, viendo en la victoria del bolchevismo un peligro inminente para la patria y la raza alemana. Una tentativa de reconciliación y de concordia, iniciada en Abril de 1919 en Jena, fracasó por completo. — Los años siguientes ofrecen una decadencia en todos los sectores juveniles, incluso entre, los “excursionistas”.

Los jefes actuales de la juventud nacionalsocialista, no niegan los méritos que en su tiempo se acreditaran los “excursionistas” de Karl Fischer. El jefe de la Juventud del Reich, Baldur von Schirach, escribe a este propósito en su libro titulado “La Juventud Hitleriana”, que aquel movimiento tenía en aquel entonces la misma razón de ser, que la tiene hoy la Juventud Hitleriana. Las ideas y normas de conducta del movimiento de la “Juventud Libre Alemana”, han creado las bases fundamentales, sobre las que se apoya también la Juventud Hitleriana, como, por ejemplo, el principio de la dirección autónoma de la juventud, el antagonismo hacia los conceptos anticuados de la burguesía, y la estima hacia la tradición nacional, el compañerismo, etc.
Y no obstante, aquel primer paso dado en público, la reunión de Octubre de 1913 celebrada en la cumbre del Alto Meissner, resultó ser sólo un primer impulso. Lo que la juventud actual busca en los antiguos informes de aquella reunión, tan importante para el movimiento de la juventud, es la voluntad decisiva hacia la forma y la organización. Los precursores tuvieron la valentía de exponerse a las burlas públicas, lo mismo que diez años más tarde hubieran de soportar impávidamente los combatientes del nacionalsocialismo.
La Juventud Hitleriana heredó del antiguo movimiento alguna que otra forma exterior, pero la substancia y el espíritu lo ha recibido de Adolf Hitler.
“El que de, golpe un pueblo se levantara en armas —dice Baldur von Schirach— y que católicos y protestantes, mendigos y millonarios, labradores y empleados de oficina, comerciantes y obreros, todos obedecieran a una sola voluntad y no fueran más que alemanes y sólo alemanes, fue lo que nos ha impulsado al movimiento. De nada valieron títulos, ni privilegios de casta, u otra prerrogativa cualquiera. ¡Y ello es lo que nosotros queremos también..! De nuevo resurge en Alemania una juventud que nada quiere saber de lucros, ni de egoísmos, sino que se halla dispuesta a servir a la comunidad y está pronta al sacrificio a favor de la misma. Tal es el ideal de la Juventud Hitleriana. ¡Un compañerismo entre todos los alemanes que nada desean para sí pero todo para todos! Porque nada quieren para sí, todo lo pueden para su gran pueblo. No es una juventud investida de nuevos derechos, sino una generación educada en el más severo espíritu del cumplimiento del deber”.


Desarrollo del Movimiento de la Juventud Hitleriana (HJ)

El creador de este movimiento fue el estudiante Kurt Gruber, quien, en el año 1926, utilizando como punto de reunión un sótano, en Plauen, organizó un gran número de grupos juveniles en Sajonia. Gracias a la actividad del actual jefe regional, Rudolf Engels, surgieron también rápidamente en Franconia numerosos grupos de la Juventud Hitleriana.
Gruber en aquellos tiempos de cruenta lucha dedicó todas sus fuerzas a consolidar y fomentar el movimiento de la juventud. Sus tentativas se vieron coronadas del éxito: los afiliados de la HJ aumentaban en igual proporción, el mismo movimiento nacionalsocialista. En el Congreso del Partido en 1929 Gruber pudo desfilar ante su Führer a la cabeza de 2.000 jóvenes hitlerianos, y este fue el espectáculo más emocionante de aquella manifestación.
Entre tanto, el Dr. Wilhelm Tempel había fundado la Unión de Estudiantes Universitarios Nacionalsocialistas, cuya dirección pasó más tarde a manos de Baldur von Schirach. Posteriormente nació la Liga de Estudiantes de Bachillerato Nacionalsocialistas, bajo la presidencia del Dr. von Renteln.
Por motivos de salud y por exceso de trabajo, Gruber tuvo que retirarse en 1931. El Führer nombró en su lugar a Baldur von Schirach Jefe Nacional de las Juventudes del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista. A consecuencia de su actividad incansable, el nuevo jefe de la Juventud Hitleriana fue objeto de continuas persecuciones por parte de las autoridades, sufriendo así mismo una encarcelación transitoria. Algún tiempo más tarde el ministro del Interior, Gröner, decretó la suspensión de la HJ, como también la de las secciones de asalto (SA). La consigna que recibieron entonces de sus jefes fue la de continuar la obra de manera inadvertida y disimulada, sin lucir uniformes ni insignias. Durante este tiempo, la HJ adquirió sus afiliados más valiosos. Por millares acudían de las escuelas y de las fábricas a enrolarse bajo las banderas negras de la HJ. Baldur von Schirach y sus jóvenes adeptos se hallaban a la sazón en peligro constante y bajo la amenaza continua de ser detenidos y registrados sus domicilios.
Al ser nombrado el Dr. von Renteln asesor en cuestiones económicas en la dirección del Partido, Schirach tomó también a su cargo, de acuerdo con aquél, la dirección de la Liga de Estudiantes de Bachillerato. A mediados de 1932 una vez que el decreto de suspensión quedara abolido, von Schirach concibió el atrevido plan, de convocar en Potsdam a toda la Juventud Hitleriana de uniforme. Con ardor febril se dio comienzo a la construcción de un grandioso campamento de vivac para 100.000 miembros de la HJ. Los gastos originados fueron cubiertos con, la venta de insignias conmemorativas. En la noche del 1 de Octubre se celebró en el estadio de Potsdam la primera asamblea de la Juventud Hitleriana, en la que habló Adolf Hitler. Al día siguiente tuvo lugar un desfile de la juventud que duró siete horas y media, espectáculo impresionante, del que pudo concluirse sin equívocos que si, en efecto, el gobierno de Weimar poseía las bayonetas, el Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista tenía la juventud de su lado.
La enorme fuerza impulsiva de esta demostración reposaba sobre todo en un hecho que todavía hoy es el orgullo de la HJ y de su jefe: La juventud obrera, por cuya conquista se había luchado incansablemente durante muchos años se hallaba en sus filas. Todavía hoy la gran mayoría de la HJ está integrada por jóvenes obreros. La estadística profesional de la dirección de la HJ demuestra asimismo que un 70% de los puestos directivos del movimiento de la juventud nacionalsocialista están ocupados por muchachos oriundos de las esferas más modestas. Ello fue un verdadero triunfo de la Juventud Nacionalsocialista. Ya antes de la toma del poder, la mayoría de la juventud de los grandes centros industriales del Oeste y centro de Alemania, estaba incorporada a la Juventud Hitleriana. La fuerza del marxismo quedó quebrantada, y con ello cesó su derecho de proclamarse representante de la clase obrera.

La HJ aprovechó el invierno 1932/33 para celebrar numerosas manifestaciones públicas que tuvieron como resultado inmediato la afluencia de miles de afiliados nuevos a sus filas. El 30 de Enero de 1933 llegó el Partido al poder. En vista de que el nuevo gobierno se hallaba agobiado de numerosas tareas, la dirección de la HJ decidió tomar por sí misma la iniciativa y fusionarse con las demás organizaciones juveniles existentes, en particular con el Comité nacional de las asociaciones de las juventudes alemanas. En tales asociaciones y gozando de los mismos derechos, se hallaban todas las organizaciones juveniles alemanas, marxistas, religiosas etc., esforzándose en demostrar en discusiones interminables, su derecho de existencia. Su jefe el general Vogt, dándose cuenta de la situación, se declaró dispuesto a colaborar con Baldur von Schirach.
La incorporación del comité nacional facilitó notablemente la unificación de las distintas organizaciones y ligas, a pesar de no haber sido llevado a cabo sin alguna resistencia, especialmente por parte de la Unión de la juventud de la Gran Alemania, que era dirigida por el célebre almirante von Trotha. El nombramiento de von Schirach como Jefe Nacional de la Juventud del Reich hizo posible la disolución de la citada Unión. El almirante von Trotha con generosidad que le honra, se puso incondicionalmente al servicio del movimiento de la Juventud de Adolf Hitler, como jefe honorario de la HJ marina. Después siguió la incorporación del “Scharnhorst”, de la juventud de los Cascos de Acero y otras organizaciones menos importantes, de manera que del millón de HJ, que había en 30 de Enero de 1933, se pasó bien pronto a tres millones de afiliados. Solamente quedaban subsistentes, con carácter independiente, las dos grandes asociaciones religiosas de las juventudes evangélica y católica.
En la entrevista celebrada entre el obispo luterano del Reich, Ludwig Müller, recientemente nombrado, y el Jefe Nacional de las juventudes, que tuvo lugar en los últimos días del año 1933, se convino, que ninguna organización de la juventud evangélica debía subsistir en su estructura primitiva, —esto se refería a aquellas asociaciones que tuvieran una injerencia en la esfera de actividad de la Juventud Hitleriana. Los grupos evangélicos les fueron habilitados en su continuidad como comunidad espiritual, siempre que se desenvolvieran dentro de la esfera que les es propia, o sea, en las prácticas religiosas del culto evangélico. En un determinado día de la semana, la HJ había de conceder asueto a sus miembros evangélicos, para que estos pudieran atender a sus deberes religiosos. A base de este convenio, la juventud evangélica fue incorporada a la HJ. Según el criterio de von Schirach, tal acuerdo hubiera podido constituir un punto de referencia para una inteligencia futura con las asociaciones de la juventud católica.

El 1. de Diciembre de 1936, el gobierno del Reich promulgó la ley sobre la “Juventud Hitleriana”, según la cual toda la juventud alemana, dentro de los confines del Reich, queda comprendida en la HJ. Los jóvenes, además de la educación que reciben en casa de los padres y en la escuela, serían educados en la HJ tanto física, como intelectual y moralmente, conforme a los preceptos del espíritu nacionalsocialista, para servir así mejor al pueblo y a la comunidad nacional. La misión de la educación pasaría a manos del Jefe Nacional de la Juventud del Partido Alemán Nacionalsocialista. De esta forma, el jefe de la juventud del Reich alemán asume las funciones de una autoridad superior del Reich con residencia en Berlín, y está subordinado directamente al Führer y Canciller.
Aun cuando esta ley constituye algo único y sin precedentes, no ha sido, sin embargo, más que el reconocimiento legal de una fase de desarrollo ya consumada. La juventud que de ahora en adelante había prestar servicio en la HJ, se encontraba ya reunida, en su mayoría, voluntariamente bajo sus banderas. En una declaración sobre la citada ley, von Schirach hizo alusión a las circunstancias, bajo las cuales la juventud ingresaba en otros tiempos en la organización, exponiendo luego sus proyectos para la realización de la labor a él encomendada.
“La juventud debe ser dirigida por la juventud”; este lema, —así decía el Jefe Nacional de la Juventud—, que en los días de la lucha más difíciles me dio el Führer como divisa al confiarme el sector de la Juventud del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista, continuará siendo en lo sucesivo la norma directiva de nuestra actuación. No pienso yo tampoco presentarme ante la juventud a mí encomendada con luengas barbas larga y paso vacilante. La dirección de la Juventud debe regirse por un espíritu juvenil No serán los incapacitados, sino jóvenes activos, educados en la disciplina rigurosa de nuestras escuelas especiales y en nuestras academias, quienes en lo futuro se colocarán al frente de la juventud.
No procederemos, sin embargo, de manera dogmática, y nos guardaremos muy bien, ahora que hemos llegado a ser una autoridad superior, de encerrarnos en artículos y párrafos legales, ahogando así el sano instinto en el polvo de los expedientes. Durante todo el tiempo de nuestra lucha he tenido a mi lado una cantidad de colaboradores que si bien mayores en años, podrían servir de ejemplo, a pesar de sus canas, por su espíritu juvenil y su elasticidad, a cualquiera de los “pibes” (Pibes, en alemán “Pimpfe”, son los miembros de 10 a 14 años de edad que forman la organización preparatoria de la HJ propiamente dicha. Anot. del A.). Además de esto considero mi misión mantener para la juventud, en una forma ya completamente ideada y concebida en mi imaginación, el principio de la libre voluntad, inherente a las circunstancias actuales, después de la publicación de la ley.”

En realidad hasta después del 1 de Diciembre de 1936, no se ejerció presión alguna sobre la juventud perteneciente a las asociaciones confesionales para inducir a sus adeptos a ingresar en la organización nacionalsocialista.

“Mi actividad en lo futuro —continuó diciendo von Schirach— estará dedicada enteramente a las funciones de dirección y organización de los millones de afiliados de la HJ. Las divergencias relativas a la unidad de la juventud han pasado, así como en su tiempo pude conquistar la juventud de las asociaciones marxistas para convertir a sus afiliados en fieles camaradas y colaboradores, así también espero reconciliar y ganar espiritualmente a todos aquellos que, por la voluntad del Reich, lleguen en lo sucesivo a nuestra comunidad.
No es, por cierto, mi intención erigir en los bosques de Germania templos para sacrificios paganos o llevar a la juventud a un culto de Wotan, ni someterla a las artes mágicas de algún barbudo apóstol vegetariano. ¡Todo lo contrario! Que profese cada cual la convicción religiosa que le dictara su conciencia ¡La Juventud Hitleriana no es Iglesia, como tampoco la Iglesia puede ser Juventud Hitleriana!
La comunidad por mí dirigida y de la que soy responsable, será guiada conforme al espíritu del Führer, hacia el nacionalsocialismo, y será regida exclusivamente por mí y mis subjefes.”

Creemos ahora conveniente tratar de la posición fundamental de la jefatura de la HJ frente a la cuestión de las asociaciones religiosas.
En un discurso que Baldur von Schirach pronunció en Berlín ante el cuerpo diplomático y representantes de la prensa extranjera, declaró que la educación de la juventud es un derecho soberano inalienable del Estado. La finalidad de la educación oficial de la Juventud constituye la educación sistemática del joven inexperto en ciudadano consciente y portador de la idea del Estado El medio de educación más importante para alcanzar esta meta es la Juventud del Estado, es decir, la comunidad de los jóvenes alemanes de todas las esferas, y clases sociales, patrocinada por el Estado. Tal es la juventud hitleriana, que constituye la escuela ideológica de la joven Alemania.
La asociación religiosa en su forma antigua era, según criterio de la jefatura de la juventud, una agrupación situada fuera del Estado que negaba la idea del mismo. Resultaba ser una continuidad de aquellos tiempos en que imperaba la diferencia de clases. Ahora bien, el principio socialista del Tercer Reich se funda en el postulado de la subordinación incondicional del ser individual bajo el ideal socialista de su pueblo. Este ideal socialista dentro de la juventud tiene solamente una forma de manifestación admisible: la Juventud Hitleriana. Toda asociación juvenil fuera de la Juventud Hitleriana, contraviene como tal el espíritu de la comunidad, que es el espíritu del Estado.
Sin embargo, hay un campo en el cual la unión religiosa debe conservar su derecho intrínseco de existencia. Este derecho ha sido reconocido y respetado por la HJ, pero no debe servir, sin embargo, de pretexto para la realización de intenciones políticas determinadas, sino que debe mantenerse dentro de los límites fundamentales de la asociación, pues de otro modo resultaría en menoscabo de intereses esenciales, que deben permanecer intactos. En primer lugar vendría a lesionar los intereses del Estado, cuya primacía en asuntos de educación debe quedar intangible, y en segundo los de la religión, de la que la asociación religiosa se aleja en la misma medida que tiende a la actividad política.
Por lo tanto, el nacionalsocialismo exige que la asociación religiosa se limite exclusivamente al cuidado espiritual de sus fieles, y al mismo tiempo no deja de abogar por la continuidad de la religión. No se hace objeción alguna a que la juventud religiosa de Alemania, compuesta de muchos o de pocos miembros, se organice en grupos, siempre que la dirección y actuación de los mismos sean íntimamente compenetrados de su finalidad puramente religiosa. Con esta restricción de las actividades de la juventud, concentrándola en el campo de su labor educativa, religiosa y espiritual, la jefatura de la HJ estaría dispuesta hasta a levantar la prohibición de doble asociación desapareciendo así el peligro de que las agrupaciones religiosas se dediquen a ejercer funciones cuya actitud y resolución deben ser de incumbencia exclusiva del Estado.
¡La instrucción religiosa para la Iglesia, y la educación política para el Estado! Esta es la fórmula que, según von Schirach, puede establecer la base de una colaboración fecunda.
Algunos días después de la promulgación de la Ley sobre la HJ, Baldur von Schirach, en un discurso irradiado por las difusoras del país, dirigiéndose a los padres alemanes y a la juventud, trató de nuevo sobre este tema:

“Algunos eclesiásticos mal orientados —dijo el Jefe Nacional de la Juventud— han tratado de caracterizarme como enemigo de la educación religiosa. Si sus palabras no han encontrado ningún eco en la Juventud, ello es debido a que la Juventud me conoce mejor. Jamás he tolerado la presencia de un ateo en la Juventud Hitleriana. Quien jura la bandera de la HJ, se liga no sólo a esta bandera, sino también se consagra a un poder superior. Ya mucho antes del l de Diciembre la juventud que ingresaba en nuestra comunidad, solía avalorar su juramento de fidelidad con la apóstrofe adicional: ¡Así Dios me valga!
En lo que concierne a las profesiones de fe en particular, no me es dado, en mi calidad de Jefe de la Juventud del Reich, desde que en nuestras filas contamos con varias religiones, proclamar ninguna, de ellas con carácter de primacía, así como, por otra parte, es mi deber evitar todo aquello que fuera susceptible de promover la discordia o desunión dentro de la Juventud.
Por ello, dejo en manos de las iglesias la misión de educar a la juventud en la religión, conforme a sus credos religiosos, cuidándome muy bien de no inmiscuirme jamás en este asunto. Mi misión me ha sido confiada por el Reich Alemán, —soy responsable ante el Reich de que toda la juventud sea educada física, intelectual y moralmente de acuerdo con el ideal del Estado nacionalsocialista. Para la realización de este fin educativo, se creará un servicio determinado. No tengo inconveniente alguno en que fuera de este servicio cada joven se instruya en la religión allí donde sus padres y él mismo quieran. Los domingos, durante las horas en que se oficien los actos religiosos, no se fijará servicio alguno para la HJ, para proporcionar a todos la ocasión de poder concurrir a las iglesias.
Una vez terminada la divergencia entre la HJ y las asociaciones religiosas de la juventud por medio de la Ley del 1 de Diciembre, resulta para mí una consecuencia natural ordenar que en el cuadro de la gran organización nacional que acaba de constituirse, estén obligados todos sus jefes a abstenerse de toda clase de manifestaciones al estilo de las antiguas controversias, debiendo ellos, por otra parte, velar porque los oficios divinos de los domingos, así como los demás actos puramente religiosos no sufran por las obligaciones de los jóvenes en el servicio en la HJ.”
En cumplimiento de esta promesa, el 26 de Junio de 1937 fue delimitada y reglamentada la relación de la HJ con las confesiones religiosas por medio de disposiciones dictadas por el Jefe Nacional de la Juventud. Una vez hecho constar en el plan de servicio de la HJ que esta había de quedar libre el tiempo fijado para el culto religioso, se estableció que, en consideración a las funciones espirituales de las iglesias y las asociaciones religiosas, se concediera permiso a requerimiento de los interesados, para concurrir a los oficios de culto extraordinarios, a saber: Ejercicios durante varios días, peregrinaciones, cursos misionarios, preparación para el examen religioso, instrucción de los catecúmenos, etc. Sin embargo, la asistencia a estos actos sin la debida licencia sería castigada de acuerdo con las disposiciones disciplinarias de la HJ. Durante el tiempo de permanencia en un campamento no se concederían licencias, como tampoco cuando con el otorgamiento de las mismas quede obstaculizado el desenvolvimiento regular del servicio en la HJ, ni cuando las peticiones se hicieran en número excesivo.
Por otra disposición se regula la cuestión de la doble pertenencia de afiliados inscritos simultáneamente en la HJ y en alguna de las asociaciones religiosas, y se admiten excepciones en casos justificados para la conservación de la doble pertenencia a pesar de la prohibición fundamental.


Organización de la Juventud Nacionalsocialista

La Juventud se divide en tres grandes pilares: El “Jungvolk”, Juventud Hitleriana (HJ) y la Asociación Femenina Alemana (BDM). Los Pibes comprenden, como ya se ha dicho, los muchachos de 10 a 14 años, la Juventud Hitleriana los de 14 a 18 años de edad, y la Asociación Femenina, con una diferencia equivalente, comprende las muchachas de 10 a 14 y las jóvenes hasta los 21 años de edad. El movimiento se divide territorialmente en cinco regiones: Este, Norte, Sur, Centro y Oeste. Las regiones se subdividen en 4 a 5 comarcas; una comarca (100.000 jóvenes por término medio), se divide a su vez en 2 a 5 banderas superiores, las cuales se componen de subbanderas, y estas a su vez de secciones. Las secciones, por último, se dividen en bandas y escuadras. La escuadra representa la unidad más pequeña de la Juventud (unos 15 afiliados).
Al frente de cada unidad se halla un jefe. La HJ cuenta con unos siete millones de asociados, siendo así la organización más grande del movimiento nacionalsocialista. Por esta razón, no es de extrañar que la HJ tenga necesidad de un gran número de jefes de ambos sexos. En las unidades inferiores existen todavía sin cubrir unas 290.000 plazas, y en las unidades medias unas 30.000. 1.250 plazas superiores carecen de jefes. Por la incorporación obligatoria al servicio militar o al servicio del Trabajo se produce todos los años un cambio sensible (un 20% aproximadamente) en el personal directivo de la Juventud.
La instrucción de este cuerpo de jefes se lleva a cabo en las escuelas regionales especiales, y en las tres escuelas nacionales creadas a este fin. Las muchachas se instruyen igualmente en escuelas provinciales propias, y en tres escuelas nacionales para jefes femeninos. La Juventud Hitleriana posee actualmente en total 79 institutos de esta clase, los que trabajan de acuerdo con un plan de enseñanza único, y están dirigidos por un cuerpo de maestros directamente inspeccionados por la dirección nacional de la Juventud, por mediación del Departamento de Educación e Instrucción Física. Las escuelas para jefes del Movimiento de la Juventud Nacionalsocialista están situadas casi sin excepción en comarcas de un paisaje extraordinariamente bello. La instalación de las mismas es homogénea en un principio. Son equipadas con el mismo excelente material de deporte, medios de enseñanza etc. Cada escuela dispone además de su correspondiente campo de deportes; la cultura física que se realiza sistemáticamente en las escuelas regionales para jefes, ha avanzado a un puesto preeminente en el plan de enseñanza. Las escuelas nacionales para jefes están orientadas con preferencia en el sentido de una educación teórica e ideológica. Los cursos en las escuelas duran generalmente tres semanas; sin embargo, a partir de un cierto grado, por ejemplo, del de jefe de bandera para arriba sólo se nombra jefe al que haya pasado un curso preparatorio que consta de tres años, de los cuales es necesario haber cumplido los servicios prácticos durante dos años y durante un año la asistencia a distintas escuelas para jefes. Los miembros del cuerpo de jefes de la HJ deberán haber cumplido el servicio militar. Por medio de esta escala de selección se consigue la máxima garantía de la calidad tanto práctica como moral del jefe de la HJ.
Cualquiera que sea la situación y el rango que el jefe ocupe dentro de la organización, dispone del mando absoluto dentro de su esfera de responsabilidad, El principio nacionalsocialista de la responsabilidad absoluta del jefe frente a sus superiores y de su completa autoridad frente a sus subordinados, ha sido realizado en la juventud hitleriana. El jefe de la HJ dispone el plan de servicio de sus subordinados, dirige sus excursiones y campamentos, organiza las veladas que corresponden a un joven alemán de nuestros tiempos.
En contraste con los usos en muchos otros países, Alemania ha desistido de instruir a su juventud en e1 manejo de las armas militares. La enseñanza del tiro al blanco que en proporciones adecuadas se lleva a cabo con fusiles de aire en las escuelas para jefes, sólo tiene importancia deportiva. En cambio, la cultura física de los jóvenes hitlerianos representa una excelente y completa educación deportiva, cuya dirección se halla en manos del Jefe Nacional del Deporte, von Tschammer und Osten.

Domicilio social, Campamento y Excursión —merecen una explicación especial en el presente tema relativo al Movimiento de la Juventud Hitleriana.
El Domicilio social es el punto de congregación de las unidades inferiores de la organización nacionalsocialista. Debido a él la juventud se aleja de las tabernas y cafés, y con ello del peligro que representa el alcohol y la nicotina para su salud. Un “Heim” puede ser lo más modesto posible. Dos viejos vagones de ferrocarril, uno junto a otro, con instalación interior dispuesta por los mismos jóvenes, son tan buen domicilio como pudiera serlo un chalet o quinta desocupada, que amigos benévolos hubieran puesto a disposición de los jóvenes. No obstante, Baldur von Schirach en su acostumbrada proclamación de día de año nuevo en 1937 hizo destacar la necesidad de crear centros amplios y adecuados, como digna expresión de la importancia de nuestro tiempo. Por su parte, los ministros de la Propaganda, del Interior, de Ciencias, Educación e Instrucción Pública, hicieron un llamamiento en el que ponían de manifiesto que tales “Heime” significaban la alegría y felicidad de la generación joven alemana y constituían la base previa del compañerismo incondicional que se exige de la juventud. Los ministros requirieron a todas las organizaciones del Partido, del Reich, de los distritos y municipios de aportar una colaboración activa en la campaña para la creación de “Heime” para la Juventud Hitleriana (Fig. 172).
En estos “Heime” tienen costumbre de reunirse todos los jóvenes, y cada uno de ellos puede estar seguro de que encontrará allí alguno que otro de sus amigos. El domicilio de reunión es destinado además con preferencia a la educación ideológica de la juventud. Todos los miércoles por la noche tienen lugar veladas instructivas. Los jóvenes y las muchachas se reúnen en sus respectivos Heime regionales. El jefe de servicio toma en sus manos la carpeta destinada para esas sesiones y preparada por la dirección nacional de la Juventud. En la carpeta en cuestión están registradas las canciones que han de ser cantadas en común y se encuentran fotografías que, pasando de mano en mano, sirven como ilustración al tema tratado, y que es idéntico en todo el Reich para cada conferencia.
Enseguida se conectan los altavoces, y todos los jóvenes escuchan la emisión de la “Hora de la Nación Joven”, que tiene lugar todos los miércoles a las 20.15 en punto y se transmite por todas las estaciones difusoras de Alemania simultáneamente El tema elegido es tratado por medio de una escena, un diálogo o una conferencia. De este modo son educados en común millones de jóvenes Aparte de esta transmisión general, tienen lugar otras de carácter complementario, por medio de los distintos grupos de emisoras, que se componen principalmente de lecciones de canto, trabajos manuales para los niños, informes de viaje, etc.
Los campamentos son formados por tiendas de campaña. La permanencia y modo de vida en los mismos contribuye a restablecer el equilibrio de la salud en la juventud de las grandes ciudades, particularmente en la juventud obrera, que trabaja en la industria. El tiempo de permanencia en un campamento es de distinta duración, —en general de 4 a 6 semanas. El día en el campamento transcurre en medio de juegos y deportes. Los jóvenes, tienen allí la oportunidad de nadar, montar a caballo, etc. Por la noche se organizan en un pequeño espacio libre situado en medio del campamento, grandes veladas amenizadas con corales. Muchos de los pequeñuelos vierten amargas lagrimas la víspera de la clausura del campamento: un año entero ha de transcurrir, hasta que puedan volver a disfrutar otra vez de tan hermosos momentos y ratos tan divertidos (Figs. 168 a 170, 174 y 176).
Mientras en el campamento el joven permanece durante varias semanas en el mismo sitio, puede naturalmente, cuando va de viaje, estar hoy aquí y mañana en otro lugar muy lejano. En grupos pequeños o grandes, llevando la tienda de campaña y los utensilios de cocina a la espalda, marchan los jóvenes a través de su país, permaneciendo un par de días en el lugar que más les agrada. Estos grupos han hecho viajes hasta los más lejanos puntos del extranjero, y son muchos los jóvenes hitlerianos que han conocido de esta manera muchos países.
Una organización especial de la Juventud ofrece al excursionista individual y sobre todo a la Juventud Hitleriana, durante las estaciones desapacibles del año la posibilidad de obtener alojamiento y reposo. Nos referimos a la Asociación Nacional de Albergues para la Juventud, que ha servido de modelo a 19 Estados extranjeros para la organización de sus propias asociaciones de albergues para la juventud. La Asociación de Albergues es, si se quiere, el sindicato hotelero más grande del mundo, con la sola diferencia de que no actúa para el interés de un hotelero o de una compañía de accionistas, sino que persigue una finalidad de interés común a favor de la juventud.
Una red de unos 2.000 albergues con 25.000 camas está distribuida por toda Alemania. En estos albergues el joven puede pernoctar por unos pocos centavos en un alojamiento aseado y disfrutar de una comida sencilla y buena. Muy a menudo estos albergues se encuentran en los más hermosos castillos medievales, en antiguos torreones de las ciudades, etc.; pero casi tan grande como las antiguas es el número de las nuevas construcciones, edificadas especialmente para este objeto con los medios propios de que dispone la Asociación General de Albergues Alemanes. Por su estilo arquitectónico y disposición interior y sobre todo por su instalación higiénica, pueden considerarse como modelo. Al frente de cada uno de los albergues está un matrimonio, comúnmente llamado padres del albergue, y ellos son los responsables del mantenimiento del orden dentro del mismo. Los inspectores de la Asociación vigilan el buen estado de los albergues y sus necesidades, con el objeto de ampliar la instalación allí donde ello se haga necesario (Fig. 171).
Mediante un acuerdo con los demás países que disponen de una organización de albergues semejante, se creó la tarjeta de identidad internacional, que concede a su titular el derecho de alojarse en todos los albergues de los países extranjeros respectivos, en las mismas condiciones que en su patria. Las asociaciones de albergues se han fusionado en una asociación internacional, cuya sede se halla en Holanda. Su presidente es un alemán.
La organización de albergues para la juventud ha proporcionado alojamiento el año pasado a 7,5 millones de jóvenes excursionistas (frente a 4,3 millones en el año 1932). Como ya hemos dicho antes, la Asociación alemana, de albergues para la juventud es, tomando en consideración estas cifras, el hotelero más grande del mundo. En el año 1936 fueron hospedados 200.000 jóvenes extranjeros en los albergues alemanes.

La acción social de la HJ tiene como finalidad aumentar la prestación y el aporte de los futuros ciudadanos. Esta colaboración encuentra su expresión más genuina en los concursos profesionales que la jefatura de la HJ conjuntamente con el Frente alemán del Trabajo organizan todos los años. El concurso se clausura con el acto de presentación al Führer y Canciller del Reich de los jóvenes vencedores.
La idea de organizar concursos profesionales no es completamente nueva. Desde la edad media se han venido celebrando, en muchos países y en las épocas más distintas, pequeños concursos gremiales. Sin embargo, hasta ahora nunca habían asumido tan vastas proporciones, ni han sido organizados y llevados a cabo en una escala tan amplia. Si se toma en cuenta que de entre unos 2 millones de jóvenes obreros, admitidos a los concursos profesionales, han de seleccionarse las 20 mejores labores, ejecutadas técnicamente con el máximo de exactitud, y que en la realización de esta selección se ocupan miles de comisiones técnicas, podrá formarse una idea del enorme aparato que se necesita para dar término a una obra de esta envergadura.
La importancia de los concursos profesionales, la educación de la juventud en el sentido de la máxima potencialidad técnica, y con ello del trabajo de calidad, está demostrada de manera patente. Estas ventajas, sin embargo, quedan en segundo plan ante el enorme impulso moral y la fe de toda una juventud en el socialismo verdadero, es decir, en el sistema que actualmente prevalece en Alemania. El valor de los concursos profesionales es, por lo tanto, no sólo de índole técnica, sino también política. Lo mismo se puede decir respecto a la educación y al régimen de instrucción de la HJ. Lo que pretende la Jefatura de la HJ es, amonestar a los jóvenes y muchachos, inculcándoles los principios fundamentales de la ideología nacionalsocialista, la noción de la raza y de la tierra, como bases vitales del pueblo. Esto se efectúa de la manera adaptada lo mejor posible a las diferentes edades de los jóvenes. A los más pequeños se les explican los deberes que se exigen de ellos, por medios intuitivos y a menudo con descripciones históricas de personajes de otros tiempos; el joven hitleriano observa la evolución histórica del pueblo alemán y de este modo aprende a deducir las consecuencias para el presente. Del cúmulo de pequeños detalles obtiene así la historia de su pueblo (Figs. 173, 175).
Un cometido especial en esta tarea lo llena la reciente creación de las Escuelas Nacionalsocialistas Adolf Hitler, las cuales servirán de preparatorias para las escuelas políticas superiores. En estas escuelas son admitidos los jóvenes de 12 años de edad que hayan demostrado en la HJ cualidades sobresalientes.
Es de importancia señalar que una vez pasado el examen final (la escuela comprende 6 clases y dura hasta el enrolamiento en el servicio militar) al alumno ingresado de las escuelas Adolf Hitler se le ofrece la oportunidad de entrar al servicio del Estado o del Partido. De estas nuevas escuelas, dirigidas enteramente por el Partido, habrán de salir los jefes futuros del Reich. Allí se forma la voluntad política del pueblo de mañana.
Un importante campo de actividad de la HJ lo constituye la obra del Servicio de ayuda agrícola. Su finalidad es la de despertar el amor por el campo en la juventud de las ciudades, y de forzar al mismo tiempo el aumento de la producción. En el año 1936 fueron distribuidos en el campo 6.608 jóvenes obreros en 642 grupos rurales. Actualmente está en vías de realizarse un desarrollo de mucha mayor trascendencia a este respecto. La denominación de “grupo rural” se aplica a un equipo del servicio que es destinado a un pueblo agrícola. Sus miembros son distribuidos entre los labradores, pero el alojamiento se efectúa en una sola casa común.
En el Servicio de Ayuda Agrícola crece una juventud sana de cuerpo y de alma; el espíritu de compañerismo se une con el severo deber del trabajo y constituye desde luego una de las más significativas comunidades de la juventud alemana. Como ya hemos dicho, es la única forma —y la más adecuada— para estimular el retorno de los elementos jóvenes de las ciudades al campo.

El problema de la educación de la juventud debe ocupar con preferencia la atención de todas las naciones civilizadas. Es evidente que cada país ha de proceder a la solución de este cometido de una manera distinta, de acuerdo con las características nacionales de su pueblo, pero no se debe olvidar que precisamente este medio es, como ningún otro, el más apropiado para fomentar un intercambio pacífico de ideas entre los pueblos. Cuanto más fácil sea a los educadores de la juventud de las naciones civilizadas, llegar a una inteligencia sobre ciertos principios fundamentales de la educación, tanto mayor será la probabilidad de que los jóvenes de todas las naciones no se eduquen en un espíritu de mutuo recelo, sino por el contrario, se sientan animados del mismo sentimiento de comprensión mutua y puedan, de este modo, colaborar a favor de la paz.
Convencido de ello, Baldur von Schirach ha establecido como 'base de conducta para los jefes de la HJ, que se abstengan de toda actividad política en el extranjero, consagrando, en cambio, todos sus esfuerzos a la colaboración internacional por medio de una aproximación entre la juventud alemana y la de los otros países. Con este objeto, la juventud alemana va todos los años de viaje al extranjero, para tener ocasión de conocer a otros países y pueblos extraños, sus costumbres y sus tradiciones etc. Simultáneamente, la juventud de las otras naciones es invitada en escala cada vez mayor, a visitar Alemania y la Juventud Hitleriana. En los últimos años más de 50.000 muchachos extranjeros han tenido ocasión de visitar la HJ y apreciar su labor. Además, se introducen en las formaciones hitlerianas cursos para la enseñanza de idiomas extranjeros y ciencias topógrafo-etnológicas.
La nueva Alemania aporta especial cuidado en lograr que de las filas de la Juventud surja una nueva generación física y espiritualmente más vigorosa que la juventud de la época de posguerra. Adolf Hitler se interesa personalmente en este problema. El hecho de que el Jefe Nacional de la Juventud se halla directamente subordinado a su persona y, por otra parte, el movimiento juvenil quede liberado de toda sujeción a la burocracia del Estado, lo demuestran bien elocuentemente. El Führer ve en la Juventud el porvenir de la Nación y la continuación de su obra.
“Vendrá un día en que el pueblo alemán pondrá su mirada radiante de alegría y orgullo en su juventud; y todos nosotros podremos, con la máxima tranquilidad y la más absoluta confianza, llegar a nuestra vejez con el íntimo y feliz convencimiento, de que nuestra lucha no ha sido estéril. La juventud marcha tras de nosotros, su espíritu es el nuestro, es nuestra su energía, nuestro su temple, es la representación de la nueva vida de nuestra raza” (Hitler, en la Asamblea del Partido, 1935).
Las comparaciones, como es sabido, resultan casi siempre defectuosas, y muy a menudo están fuera de lugar. Sin embargo, no dejaremos de aducir dos ejemplos, confrontando el movimiento de' la Juventud alemana con los boy-scouts ingleses y los balilla italianos; estas últimas organizaciones con sus formaciones complementarias, resultan, tanto en la idea como en la forma, la solución más feliz de la cuestión juvenil en los indicados países. La HJ, aún cuando en su estructura difiere en puntos esenciales de las dos instituciones mencionadas, representa para Alemania sin duda la forma más conveniente de asociación juvenil. Al igual que los boy-scouts y los balillas, la Juventud hitleriana encarna también el modo de ser nacional de su país.

“¡Al avanzar nuestra bandera ondea,
y símbolo ella es de nueva era!”

así suena el himno de la juventud hitleriana.