Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, October 30, 2006

Hitler mi amigo de juventud XV


STUMPERGASSE 29

La primera impresión que recibí a mi llegada a Viena fue el de una excitada y ruidosa confusión. Allí estaba yo con mi pesada maleta en la mano, tan desconcertado que, en el primer momento, no sabía adonde debía dirigirme. ¡Todas estas personas y este alboroto! Ya veríamos qué resultaría de todo ello. Por mi gusto me hubiera vuelto stante pede y regresado a casa. Pero los que venían detrás de mí me empujaban y me forzaron a pasar por la barrera, vigilada por los empleados de la estación y los policías. Me encontré, casi sin darme cuenta, en el vestíbulo, mientras buscaba con la mirada a mi amigo. Este primer contacto con el suelo de Viena ha quedado grabado de manera imborrable en mi memoria. En tanto que yo, aturdido todavía por todo este griterío y confusión, estaba allí en pie, sin saber qué hacer, fácil de reconocer desde lejos como uno que llega del campo, Adolf demostraba una actitud desenvuelta, como habituado ya a la gran ciudad. Con su elegante abrigo oscuro, el sombrero negro, el bastón de paseo con su puño de marfil, aparecía casi distinguido. Se alegró de manera evidente de mi llegada, me saludó cordialmente y, según las costumbres de aquel entonces, me besó también ligeramente en la mejilla.
El primer problema que se me planteó fue el del transporte de mi cofre, que gracias a los cuidados de mis padres tenía un peso muy considerable. Yo buscaba con la mirada a un mozo, cuando Adolf asió una de las dos asas y yo la otra. Cruzamos la Mariahilfer Straße; de nuevo gente en todas partes, un angustioso ir y venir y un ruido, tan espantoso, que era imposible percibir las propias palabras, en tanto que los faroles eléctricos iluminaban casi como en pleno día la plaza frente a la estación. Recuerdo aún cuán feliz me sentí, cuando Adolf, poco después, torció en una calle lateral, la Stumpergasse. Todo era aquí tranquilo y oscuro, Adolf se detuvo frente a una casa bastante nueva en el lado derecho, en el número 29. En tanto pude ver, era una casa muy bonita, casi majestuosa y distinguida; tal vez algo demasiado elegante para jóvenes como nosotros, pensé yo. Pero Adolf cruzó el vestíbulo y atravesó un pequeño patio. La parte posterior de la casa parecía considerablemente más modesta. Por una oscura escalera llegamos al segundo piso. Varias puertas daban al rellano. El número 17 era la nuestra. Adolf abrió la puerta. Un fuerte olor a petróleo salió a mi encuentro, el cual debía quedar desde entonces unido a mí al recordar esta vivienda. Al parecer, nos encontrábamos en una cocina. La dueña de la casa no estaba presente. Adolf abrió una segunda puerta. En el estudio donde él habitaba ardía una débil lámpara de petróleo. Miré a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fueron los dibujos, esparcidos por todas partes, sobre la mesa, sobre la cama. Todo parecía mísero y abandonado. Adolf quitó todo lo de encima de la mesa, extendió sobre ella papel de periódico y trajo de la ventana una botella de leche. A su lado puso pan y embutido. Pero me parece ver todavía su pálido rostro ante mí, cuando eché a un lado todas estas cosas y abrí el cofre delante de sus ojos. ¡Asado de cerdo en frío, bollos rellenos y otras golosinas! Dijo, simplemente:
—¡Sí, cuando uno tiene todavía madre!
Después comimos como reyes. Todo tenía un maravilloso sabor “a casa”. Después de todo el ajetreo pasado empezaba yo, en cierto modo, a recuperarme.
Después de una breve pausa, vino la esperada pregunta por Stefanie. Cuando hube de confesar, que desde hacía tiempo había dejado yo de ir al paseo, opinó Adolf que yo no hubiera debido hacerlo por nuestra amistad. Antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta. Una mujeruca vieja y encogida, de aspecto algo cómico, se deslizó por la puerta. Adolf se incorporó y me presentó con todo el formulismo:
—Mi amigo Gustav Kubizek, estudiante de música de Linz.
—¡Mucho gusto, mucho gusto! —repitió la vieja mujer varias veces y citó asimismo su nombre: Maria Zakreys. Por su cantarina voz y su peculiar y extraña pronunciación me di cuenta al instante de que la señora Zakreys no era vienesa. Mejor dicho, tal vez sí vienesa, tal vez incluso muy típica, pero su cuna no debió haber estado en Hernals o Lerchenfeld, sino en Stanislau o en Neutitschein. No le pregunté por ello, ni lo supe tampoco jamás; después de todo, la cosa era indiferente. La señora Zakreys era para Adolf y para mí la única persona, en esta ciudad de millones de habitantes, con la que teníamos alguna relación. Recuerdo cómo Adolf me llevó a dar una vuelta por la ciudad en la misma noche, a pesar de que yo me sentía tan fatigado. ¿Cómo podía venir alguien a Viena e irse a dormir sin haber visto el edificio de la Ópera? Así, pues, fui arrastrado hasta la Ópera. La representación no había finalizado todavía. Admiré el majestuoso vestíbulo, las maravillosas escalinatas, la balaustrada de mármol, las alfombras de terciopelo, los dorados adornos de estuco en el techo. Recordé, en este instante, la mísera vivienda en la Stumpergasse, como si hubiera sido trasladado a otro planeta, tan enorme fue la impresión causada en mí. Quise ver también la torre de Sankt Stefan, por lo que entramos en la Kärntnerstraße. Pero la niebla de la noche era tan espesa, que la torre desaparecía envuelta en ella. No pude ver más que la ingente y oscura masa de la nave principal, que se levantaba, infinita y casi inquietante, como no creada por la mano del hombre, en medio del gris monótono de la niebla. Con el fin de mostrarme algo especial, Adolf me llevó a la iglesia de María de la Ribera, que, comparada con la impresionante mole de la iglesia de Sankt Stefan me pareció una graciosa capilla gótica.
Cuando regresamos a casa tuvimos que pagar cada uno una moneda al gruñón portero, a quien habíamos despertado de su sueño, para que nos abriera la puerta. La señora Zakreys me había preparado un primitivo lecho en el suelo del gabinete. Aun cuando hacía tiempo que había pasado la medianoche, Adolf seguía hablando con pasión. Pero yo no le escuchaba ya. Todo esto era demasiado para mí. La emocionante despedida de los míos, el atormentado rostro de mi madre, el viaje, la llegada, el ruido, el bullicio, la Viena en la casa posterior de la Stumpergasse, la Viena de la Ópera Imperial; agotado, me dormí.
Como es natural, yo no podía quedarme en casa de la señora Zakreys. Era también imposible instalar un piano de cola en el pequeño gabinete. Así, pues, a la mañana siguiente, una vez que Adolf se hubo levantado, nos lanzamos a la busca de una habitación. Como quería vivir lo más cerca posible de mi amigo, recorrimos minuciosamente las calles y callejuelas próximas del distrito sexto y séptimo. Una vez más pude ver, desde el “reverso”, esta Viena tan atractiva. Oscuros patios posteriores, estrechas y oscuras casas de viviendas, y escaleras, siempre escaleras. Adolf pagaba diez coronas por la pensión en casa de la señora Zakreys, y lo mismo me proponía yo pagar por la mía. Pero todo lo que nos fue enseñado era tan pequeño y mísero, por lo general, que era imposible instalar allí un piano, y cuando, finalmente, pudimos encontrar una habitación lo bastante grande para ello, no estaban dispuestos a acoger a un huésped que tocara el piano. Yo me sentí muy deprimido y abatido. La nostalgia me atormentaba dolorosamente. ¡Qué gran ciudad era esta Viena! Sólo vivían aquí personas extrañas, indiferentes, ¿no sería terrible vivir aquí? Caminaba tímido e intimidado al lado de Adolf por la Zollergasse. Entonces vimos de nuevo en una casa un rótulo: “Se alquila habitación.” Cuando llamamos a la puerta, nos abrió una doncella vestida muy correctamente que nos llevó hasta una habitación instalada de manera muy elegante, en la que se veía un magnífico lecho doble.
—La señora vendrá enseguida— nos dijo la muchacha, hizo una reverencia y desapareció.
Los dos comprendimos al instante que esto era demasiado elegante para nosotros. Pero en aquel momento aparecía ya la señora en la puerta, una verdadera dama, no muy joven, pero sí muy elegante. Vestía una bata de seda, y calzaba unas pantuflas muy graciosas, forradas de piel. Nos saludó sonriente, examinó a Adolf y luego a mí, y nos ofreció asiento. Mi amigo preguntó qué habitación era la que se alquilaba.
—¡Esta! — exclamó la mujer, y señaló las dos camas.
Adolf sacudió la cabeza.
—En este caso habría que quitar de aquí una cama, pues mi amigo tiene que acomodar un piano— dijo concisamente.
La mujer pareció desconcertada que no fuera Adolf, sino yo quien deseara alquilar una habitación, y preguntó si él, Adolf, tenía ya habitación. Cuando le contestó afirmativamente, le propuso trasladarme a mí, juntamente con el piano, a su habitación, y alquilar en cambio para él esta habitación.
Mientras exponía esta proposición con vivas palabras a Adolf, soltó, con un movimiento demasiado vivo, el lazo que sostenía su bata.
—¡Oh, perdonen ustedes! — exclamó la mujer al instante y sujetó de nuevo la bata. Pero este instante había sido suficiente para mostrarnos que debajo de la bata de seda no llevaba más que unos pantaloncillos. Adolf enrojeció como la púrpura, se levantó, me tomó del brazo y dijo:
—¡Ven conmigo, Gustl!
No sé siquiera cómo salimos de la casa. Sólo recuerdo las palabras pronunciadas por Adolf, lleno de indignación, cuando estuvimos por fin en la calle:
—¡Una Putifar así!
Pero, al parecer, tales experiencias pertenecían también a Viena. Una vez más me encontraba yo ante uno de aquellos contrastes tan inconcebibles y, sin embargo, tan típicos para la Viena de aquel entonces:
¡Durante cuatro horas sólo una negativa fría e indiferente, y luego, de manera totalmente inesperada, una tan inequívoca invitación!
Adolf hubo de darse cuenta de cuán difícil me era orientarme en esta laberíntica capital, pues en el camino de regreso me propuso alquilar una habitación entre los dos. Él hablaría con la señora Zakreys. Tal vez pudiera encontrarse una solución en su propia casa.
Y, en efecto, consiguió persuadir a la señora Zakreys para que ella se trasladara a su pequeña habitación, y nos dejara a nosotros la algo más amplia estancia en que ella vivía hasta ahora. Para ello se convino un alquiler de veinte coronas. No tenía nada que objetar a que yo tocara el piano. Era, pues, una magnífica solución que me satisfizo grandemente.
A la mañana siguiente —Adolf dormía todavía— me dirigí al Conservatorio para inscribirme en él. Mostré los certificados de la Asociación Musical de Linz y fui examinado al instante. Primero tuvo lugar un examen general auditivo, después tuve que cantar con la partitura y, finalmente, me pusieron un tema de teoría de la armonía. Todo ello pasó con suma facilidad. Solamente en la Historia de la Música —esta asignatura la había estudiado tan sólo particularmente— me ocasionó algunas dificultades el tema planteado en el examen “La época de la ópera barroca”. Los estudios de Bülow-Cramer en el piano concluyeron en examen de ingreso. Fui citado en la secretaría. El director Kaiser —para mí era verdaderamente el Kaiser— me felicitó por mi éxito y me orientó sobre las asignaturas a estudiar. Me aconsejó inscribirme como oyente en la universidad, y asistir a las clases de Historia de la Música. Además, me presentó al catedrático Gustav Gutheil, quien debía darme lecciones prácticas de lectura y de ejecución de partituras. Por otra parte, fui aceptado en la orquesta del instituto como viola.
Todo esto tenía ya un sentido, y así, a pesar de la inicial confusión me encontré pronto en un terreno más firme. Como tan a menudo en mi vida, encontraba consuelo y ayuda en la música, más aún, se convirtió ahora para mí en el contenido de mi vida. Finalmente había podido huir del polvoriento taller de tapicero y vivía dedicado por entero a mi arte.
En la cercana Liniengasse descubrí un salón de pianos, cuyo propietario se apellidaba Feigl. Allí examiné los pianos de alquiler. Naturalmente, no eran pianos extraordinariamente buenos, pero por fin encontré un piano de cola bastante pasable y que contraté por un alquiler mensual de diez coronas. Cuando Adolf —cuya distribución del día no había yo acabado de entender todavía— regresó por la noche, se sintió asombrado de ver el piano en nuestro cuarto. Para esta habitación, no demasiado grande, hubiera sido indicado un pianino. Pero ¡cómo podría yo llegar a ser director de orquesta sin un piano de cola! Desde luego, la cosa no era tan sencilla como me había parecido en el primer instante. Adolf se puso inmediatamente manos a la obra para descubrir la mejor colocación. Para tener bastante luz, el piano debía encontrarse junto a la ventana. Esto lo comprendió claramente. Después de muchas probaturas se colocó de la manera más ventajosa posible todo el inventario de la habitación: dos camas, una mesita de noche, un ropero, un lavabo, una mesa y dos sillas. A pesar de ello, el instrumento ocupaba toda la ventana de la derecha. La mesa hubo de desplazarse al hueco izquierdo de la ventana. El paso entre las camas y el piano, así como entre las camas y la mesa no era apenas de más de treinta centímetros de ancho. Y para Adolf el caminar de arriba abajo era tan importante como para mí tocar el piano. ¡Primera prueba! De la puerta hasta el piano, ¡tres pasos! Esto era suficiente, pues tres pasos adelante y tres hacia atrás hacían seis pasos, aun cuando Adolf, en su incesante pasear, debía volverse tan a menudo que apenas si era ya un paseo, sino más bien un movimiento en torno a su propio eje.
Desde nuestra casa casi no podíamos ver más allá que la enhollinada pared de la casa delantera, todo nuestro mundo exterior. Solamente si nos acercábamos mucho a la ventana libre, y levantábamos la vista hacia lo alto, podíamos descubrir un estrecho jirón del cielo, pero también este modesto pedazo de horizonte estaba, casi siempre, oculto por el humo, el polvo o la niebla. En los días más favorecidos llegábamos incluso a percibir el sol. Es cierto que éste apenas si lucía en la parte trasera de la casa, y nada en absoluto en nuestra habitación. Pero en la fachada de la casa fronteriza podía verse, durante un par de horas, una franja claramente iluminada por el sol, y que debía sustituir para nosotros la luz que tanto encontrábamos a faltar.
Yo expliqué a Adolf que había pasado con éxito el examen de ingreso en el Conservatorio y me alegraba de que ahora, lo mismo que él, pudiera seguir unos estudios concretos. Adolf se limitó a decir:
—No sabía en verdad que tuviera un amigo tan listo.
Estas palabras no parecían muy lisonjeras, pero yo me había acostumbrado ya a ellas. Al parecer, atravesaba unos días de crisis, se mostraba fácilmente irritable y hacía un gesto contrariado cuando yo empezaba a hablar de mis estudios. Poco después se había acostumbrado ya a mi piano. En su opinión, con él podría refrescar también de nuevo sus conocimientos. Yo me ofrecí a darle lecciones. Pero, una vez más, había cometido yo un error. Enojado me increpó:
—¡Guárdate para ti tus estudios y tus escalas! Yo me las arreglaré por mí mismo.
Sin embargo, después se tranquilizó nuevamente y añadió, con entonación conciliadora:
—¡De qué me serviría ser yo músico, Gustl! ¡Si ya te tengo a ti!
Nuestro tren de vida era extraordinariamente modesto. Yo no podía hacer tampoco grandes dispendios con el dinero que me mandaba mi padre como mensualidad. Adolf recibía regularmente, a principios de mes, una suma determinada que le remitía su tutor. Ignoro a cuánto ascendía esta renta, quizá fuera solamente la renta como huérfano, es decir, 25 coronas, de las cuales pagaba inmediatamente diez a la señora Zakreys, o quizá fuera esta suma algo más elevada, caso de que el tutor dispusiera también de la herencia paterna, distribuyéndola adecuadamente. Ignoro también si sus parientes ayudaban a Adolf, tal vez la jorobada tía Johanna. Sé solamente que Adolf pasaba en aquel entonces mucho hambre, aun cuando no le gustaba reconocerlo. ¿Cuál era la dieta diaria de Adolf por lo general? Una botella de leche, un pan, algo de mantequilla. Al mediodía compraba a menudo un trozo de pastel de adormidera o nuez. Con ello se daba por satisfecho. Cada quince días llegaba un paquete de mi madre con comida, y entonces tenía lugar una fiesta en nuestra habitación. Pero en asuntos de dinero era Adolf muy meticuloso. Yo no sabía nunca cuánto, o mejor dicho, cuán poco dinero poseía mi amigo. No cabe duda de que se sentía avergonzado en su interior. Sólo de vez en cuando estallaba de nuevo su cólera. En este caso vociferaba:
—¿No es una vida de perros la que llevamos?
Pero en otras ocasiones se mostraba feliz y contento; cuando volvíamos de la Ópera, escuchábamos un concierto o estaba ocupado en la lectura de un libro interesante.
Durante largo tiempo no me fue posible averiguar dónde comía al mediodía. Mis preguntas a este respecto eran rechazadas groseramente. No le gustaba comentar este tema. Como por las tardes tenía, por lo general, algo más de tiempo, regresaba yo pronto a casa después de la comida del mediodía. Pero a esta hora no encontré jamás a Adolf en la habitación. Quizá comiera en el comedor popular en la Liniengasse, donde yo también a veces iba a comer. Pero, no, tampoco estaba. Fui al “Ojo de Dios”. Tampoco allí le pude encontrar. Cuando por la noche le pregunté por qué no venía nunca al comedor popular, me espetó una conferencia sobre la mísera instalación de estos restaurantes populares, en los que la separación de clases sociales era demostrada con ayuda de la fuente de verdura. Como oyente en la universidad tenía yo la posibilidad de comer en el restaurante universitario gratuito; era todavía la vieja Mensa, pues en aquel entonces no existía la Mensa alemana, organizada más tarde por la Asociación Alemana de Estudiantes. Y podía conseguir también cupones baratos para la comida de Adolf. Finalmente, se decidió éste a acompañarme. A mi entender, la comida debió gustarle de manera excelente, pues en su rostro podía leerse claramente cuán hambriento estaba. Pero él tragaba, con amargura, cada bocado.
—¡No entiendo cómo puede gustarte comer al lado de toda esta gente! — me susurraba, indignado.
Naturalmente, en este comedor universitario frecuentaban miembros de todas las religiones de la monarquía, entre ellos muchos estudiantes judíos. Esto fue para él razón suficiente para no ir más allí. Mejor dicho: a pesar de todo lo consecuente de que era capaz, a veces podía más el hambre. Entonces se sentaba a mi lado en un ángulo del comedor, volvía la espalda a los restantes comensales y engullía con hambre feroz, el pan de nuez, que le gustaba por encima de todo. En mi indiferencia política pude observar a menudo, con silencioso placer, esta contrapuesta atracción entre el antisemitismo y su apetito por el pan de nuez.
Durante días enteros podía vivir Adolf solamente de leche, pan y algo de mantequilla. Yo no estaba por cierto muy mimado, pero hasta este extremo no era capaz de seguirle.
No hicimos ninguna nueva amistad. Adolf no había podido jamás tolerar que, además de él, tuviera yo tiempo para ningún otro. Más que nunca concebía ahora nuestra amistad como algo que excluía cualquier otra relación. Por una casualidad recibí de él una inequívoca confirmación en este sentido.
La teoría de la armonía era mi especial afición. Ya en Linz había destacado yo en esta asignatura. Sin la menor dificultad, como en un juego casi, seguía yo en el estudio. El profesor Boschetti me llamó un día a la secretaría y me preguntó si estaba dispuesto a dar clases de repaso de esta asignatura. En este caso me presentaría a mis futuras discípulas. Eran las dos hijas del propietario de una cervecería en Kolomea, la hija de un hacendado de Siebenburg de Radautz, así como la hija de un gran comerciante de Spalato. El brutal contraste entre las elegantes pensiones en que vivían estas distinguidas señoritas, y nuestra sombría habitación, oliendo siempre a petróleo, me deprimía en gran manera. Una vez terminada la clase recibía yo un refrigerio tan abundante que me hacía las veces de cena. Cuando a ellas se unieron más tarde la hija de un fabricante textil de Jägerndorf, en Silesia, y la hija del presidente del tribunal en Agram, había yo reunido, en mi media docena de alumnas, a muchachas de todas las regiones de la amplia monarquía danubiana. Y entonces sucedió lo imprevisible. Una de ellas, la silesiana, no se vio capaz de llevar a cabo un trabajo escrito, y vino a verme a la Stumpergasse para pedirme consejo. Cuando nuestra buena vieja patrona vio a la joven y bella muchacha, levantó, asombrada, las cejas. Bueno, esto le pareció demasiado. Mi único interés era mostrarle el ejemplo musical que no había comprendido. Le expliqué su dificultad. La muchacha se anotó brevemente el ejemplo. En este instante entró Adolf en la habitación. Yo le presenté a mi alumna.
—¡Mi amigo de Linz, Adolf Hitler!
Adolf guardó silencio. Pero apenas hubo salido la muchacha, Adolf, que desde su desventurada experiencia con Stefanie se mostraba hostil a las mujeres y a las muchachas, cayó, colérico, sobre mí. Me preguntó, lleno de indignación, si nuestra habitación, estropeada ya por este monstruo, el piano, debía servir ahora también para las citas con estas mujerzuelas musicales. Me costó gran esfuerzo convencerle de que la pobre muchacha no sentía el menor deseo amoroso, sino solamente preocupación por los exámenes. El resultado fue una larga conferencia sobre lo absurdo de los estudios femeninos. Una a una se abatían sobre mí sus palabras, como si yo fuera el fabricante textil o el propietario de la fábrica de cerveza, que hubiera mandado a mi hija al Conservatorio. Una y otra vez se lanzó Adolf a la crítica de las condiciones sociales y económicas. Yo permanecía sentado en silencio en el taburete del piano, en tanto que él recorría arriba y abajo los tres pasos, y descargaba su indignación en giros lo más bruscos posibles muy cerca de la puerta o del piano.
En estos primeros tiempos de mi estancia en Viena tuve la impresión de que Adolf había perdido por completo el equilibrio. El menor pretexto podía provocar en él espantosos accesos de cólera. Había días en que yo no hacía nada bien ante sus ojos y se me hacía imposible toda convivencia con él. Pero conocía a Adolf desde hacía más de tres años. Había sido testigo de sus difíciles crisis después del fracaso en el colegio y la muerte de la madre. Ignoraba, ciertamente, a qué debían atribuirse estas depresiones anímicas, pero este estado mejoraría sin duda, opinaba yo.
Estaba reñido con todo el mundo. Adonde dirigía la mirada no veía más que injusticia, odio, hostilidad. No había nada que pudiera escapar a su juicio crítico, no dejaba títere con cabeza. Sólo la música conseguía animarle algo, cuando los domingos asistíamos a las sesiones de música sacra en la capilla del Burg. Aquí era posible escuchar gratuitamente a los solistas de la Ópera de Viena y al coro de los muchachos de Viena. Adolf amaba con especial predilección a este famoso coro de muchachos, y me confesaba, una y otra vez, cuánto debía agradecer a la educación musical recibida por él en la abadía de Lambach. De otra parte, el recuerdo de su despreocupada e indiferente juventud le era justamente entonces muy penoso.
Adolf estaba continuamente ocupado. Yo no tenía una verdadera idea de lo que debía llevar a cabo un estudiante de la Academia de Artes Plásticas. De todas formas, estos estudios debían ser muy variados, pues Adolf permanecía en ocasiones horas enteras sentado ante sus libros, para escribir luego hasta altas horas de la noche; y otras veces, el piano, la mesa, su cama y la mía, incluso el suelo, estaban cubiertos de dibujos. Adolf contemplaba, lleno de tensión, sus obras, caminaba de puntillas entre las láminas dibujadas, mejoraba aquí, corregía allí y hablaba a media voz para sí mismo, subrayando con enérgicos gestos las rápidas palabras. ¡Dios me librara de interrumpirle en esta contemplación! Yo sentía un gran respeto por este difícil y complicado estudio, y me daba por satisfecho con lo que veía. Pero se me sentía impaciente, y abría el piano, se apresuraba él a recoger sus dibujos, los guardaba en su cajón, tomaba un libro y corría con él debajo del brazo hasta el palacio de Schönbrunn. Había descubierto allí un banco solitario, en medio del parque, en el que nadie le molestaba. En aquel banco llevaba a cabo la parte de sus estudios que podían hacerse al aire libre. También a mí me atraía este solitario lugar, en el que podía olvidarse que vivíamos en medio de una ciudad de millones de habitantes. A menudo he vuelto a visitar yo este banco, en el lugar más apartado del parque, años más tarde, cuando venía de nuevo a Schönbrunn.
Pero, al parecer, un alumno de arquitectura podía trabajar mucho más al aire libre y con independencia de lo que podía hacer un alumno del Conservatorio. En cierta ocasión, después de haber estado Adolf escribiendo hasta altas horas de la noche —la pequeña y fea lámpara de escritorio, que despedía enormes cantidades de hollín, estaba casi consumida, y yo no podía dormir— me acerqué a él y le pregunté qué es lo que significaba este trabajo. En lugar de contestar me alargó un par de páginas escritas con rápidos trazos. Con asombro leí: “El monte sagrado en primer término, delante, la enorme piedra del sacrificio, a la sombra de gigantescas encinas. Dos robustos gigantes sostienen por los cuernos al negro animal, que debe ser sacrificado, y aplastan la formidable cabeza de la víctima contra la cavidad de la piedra. Detrás de ellos, erguido, se ve al sacerdote con su clara túnica. En sus manos sostiene la espada del sacrificio, con la que debe inmolar al animal. A su alrededor varios hombres barbudos, apoyados en sus escudos, las lanzas en alto, contemplan fijamente la solemne escena”.
Yo no podía descubrir la menor solución entre esta asombrosa descripción y sus estudios de arquitectura. Así, pues, le pregunté cuál era su significado.
—Una obra de teatro— contestó Adolf.
Después se refirió, con emotivas palabras, al argumento de la obra. Por desgracia, hace ya tiempo que lo he olvidado. Recuerdo solamente que la escena tenía lugar en los Alpes anteriores bávaros, en tiempos de la cristiandad. Los hombres que viven en torno al monte sagrado no están dispuestos a dejarse convertir a la nueva fe. ¡Por el contrario! Se han conjurado para matar a los emisarios cristianos. De ello se deriva el dramático conflicto de esta obra.
Por un instante estuve tentado de preguntarle a Adolf si sus estudios en la Academia de Artes Plásticas le dejaban tanto tiempo libre para poder escribir a ratos perdidos estos dramas. Pero sabía cuán sensible era Adolf en todo lo que hacía referencia con la profesión elegida. Podía hacerme cargo de ello, pues sabía cuán duramente había logrado Adolf el acceso a estos estudios. Esto le hacía particularmente sensible en este punto, opinaba yo. Pero, a pesar de esto, algo parecía no estar aquí del todo en orden.
Su estado de ánimo me ocasionaba de día más preocupaciones. Nunca anteriormente había descubierto yo en él este placer en torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo que hacía referencia a su altivez y la conciencia de su propio valer, en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero ahora parecía manifestarse justamente al revés. Cada vez eran más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero no se precisaba más que un ligero cambio —como se gira suavemente un conmutador y la oscuridad se convierte, de repente, en deslumbrante claridad— y la acusación dirigida contra sí se convertía en una acusación contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio descargaba su cólera contra el presente, contra la humanidad entera, que no era capaz de comprenderle, que no le dejaba manifestar su verdadero valor, por la que se sentía perseguido y engañado. Aún me parece verle ante mí recorriendo con largos pasos el reducido espacio, lleno de incontenible excitación, conmovido hasta lo más profundo. Yo estaba sentado ante el piano, los dedos silenciosos sobre el teclado, y le escuchaba, desconcertado por sus declaraciones de odio y, a pesar de ello, lleno de preocupación por él en lo más hondo de mi ser, pues lo que clamaba ante las desnudas paredes no lo oía nadie fuera de mí y, quizá, de la señora Zakreys, que trabajaba en la cocina, y que tal vez sentía también la preocupación de pensar si este indignado joven podría pagarle en el futuro su alquiler. Pero aquellos contra los que estaban dirigidas sus apasionadas palabras, todos aquellos a los que denostaba no podían oírle. ¿Para qué, pues, toda esta comedia?
De pronto, sin embargo, en medio de estas palabras henchidas de odio, con las que desafiaba a toda una época, se pronunciaron otras que revelaron el sombrío abismo junto a cuyo borde se movía Adolf en sus pensamientos.
—Renunciaré a Stefanie.
Eran éstas las palabras más espantosas que podían salir de sus labios, pues Stefanie era la única persona en este mundo alejada de esta enloquecida humanidad, un ser que, iluminado por su ardiente amor, había dado sentido y contenido a su torturada existencia. El padre muerto, la madre muerta, la única hermana, una chiquilla todavía, ¿qué le quedaba a él? Carecía de familia, de hogar. Sólo su amor, sólo Stefanie había permanecido fiel a su lado en medio de las graves crisis y catástrofes; naturalmente, sólo en su imaginación. Pero esta imaginación había sido, hasta ahora, lo bastante fuerte para ayudarle a sobreponerse a su propio destino. Pero, al parecer, en la conmoción anímica porque atravesaba en estas semanas, también esta fantasía, tenazmente creída realidad, habíase quebrado.
—Creí que pensabas escribirle— objeté, para ayudarle con mis palabras.
Con un gesto imperioso rechazó mis palabras (tan sólo cuarenta años más tarde supe yo que, en aquel entonces, había escrito efectivamente a Stefanie), y después pronunció lo que yo no había oído jamás de sus labios:
—Es inútil esperar a Stefanie. No cabe duda de que su madre habrá encontrado ya al hombre con el que deba casarse su hija. ¿Amor? Esto no se pide. Un buen partido, esto es lo que importa. Y yo soy un mal partido, por lo menos a los ojos de su señora madre.
Siguió una violenta diatriba con la señora “madre”, con los miembros de aquellos distinguidos círculos que se garantizan mutuamente inmerecidas ventajas mediante matrimonios astutamente comprometidos, ventajas que se ponen de manifiesto dentro de la sociedad humana.
Renuncié al intento de seguir practicando en el piano, y me acosté. Adolf se precipitó sobre sus libros. Recuerdo todavía cuán emocionado me sentí en aquel entonces. Si Adolf no se sentía ya ligado a Stefanie, ¿qué es lo que podría ser de él?
Me sentía dominado por encontrados sentimientos. De una parte, me alegraba que este amor sin esperanzas hacia Stefanie terminara de una vez, liberando su espíritu, pero de otra parte sabía yo que Stefanie era su único ideal, que le daba su inspiración y que ponía una meta a sus proyectos.
Al día siguiente hubo entre nosotros una violenta disputa. El pretexto carecía de toda importancia. Yo tenía que hacer mis ejercicios en el piano, y Adolf quería leer. Fuera caía la lluvia. Por consiguiente, no le era posible dirigirse a Schönbrunn.
—Esta continua musiquita— me increpó Adolf—. Uno no está nunca tranquilo aquí.
—Muy sencillo— contesté yo. Me levanté, saqué mi horario de clases de la cartera de música y lo clavé con chinchetas a la pared.
De este horario podía deducir Adolf claramente cuándo estaba yo ausente, cuándo no y cuáles eran las horas destinadas a mis ejercicios.
—Y ahora, cuelga tu horario debajo— añadí yo.
¿Horario? Él no tenía por qué anotarse una cosa semejante. Su horario lo llevaba en la cabeza. Esto le bastaba y tenía que bastarme también a mí.
Me encogí de hombros, vacilante. Su trabajo lo era todo menos ordenado y sistemático. Trabajaba casi sólo de noche, y dormía por las mañanas.
Yo me había acostumbrado muy rápidamente a la vida en el Conservatorio; en éste se hacía honor a mis conocimientos, era alabado, incluso distinguido, por mis maestros, tal como lo demostraba la invitación a hacer clases de repaso a otros alumnos. Como es lógico, esto me llenaba de orgullo, lo que seguramente me haría algo engreído. La música, por ser un arte accesible desde el punto de vista de la comprensión y de los conocimientos permitía, también, fácilmente, pasar por alto una deficiente instrucción escolar. Y es por ello que cada mañana me encaminaba yo hacia el Conservatorio, feliz y satisfecho, con el pecho henchido de nuevas esperanzas. Y era justamente esta claridad de propósitos, esta seguridad en el éxito que excitaba a Adolf, sin que hablara empero de ello, incitándole a amargas comparaciones.
Y así se llegó a la explosión, con el fútil pretexto del horario fijado a la pared, que debía causar en él la impresión de un certificado notarialmente legalizado de mi rosado y optimista futuro.
—¡Esta Academia! — gritó —. ¡Todos ellos no son más que viejos y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión, estúpidos funcionarios! ¡Toda la Academia debiera saltar por los aires!
Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero los ojos refulgían. ¡Qué inquietantes se me aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se concentraran en ellos.
Quise objetarle que aquellos hombres de la Academia, sobre los que él rompía el flagelo de su incontenible odio, eran también, a fin de cuentas, sus maestros y profesores, de los cuales podría sin duda sacar un gran beneficio. Pero él se adelantó a mis palabras.
—Me han suspendido a mí, me han rechazado, me han echado de sus clases...
Me sentí aterrado. Así, pues, de esto se trataba. Adolf no asistía a las clases de la Academia. Ahora podía explicarme muchas cosas que antes me habían extrañado en él.
En mi emocionado interés por su suerte le pregunté si había escrito a su madre, informándole de su fracaso en la Academia.
—¿Qué ocurrencias? — me replicó —, yo no podía darle este disgusto a mi madre moribunda.
Lo comprendí perfectamente.
Durante unos instantes reinó el silencio entre nosotros. Quizá pensara Adolf ahora en su madre.
Yo intenté llevar la conversación a una conclusión práctica.
—¿Y qué te propones hacer ahora? — le pregunté.
—¿Qué me propongo? ¿Qué me propongo? — repitió, lleno de indignación—; también tú empiezas con esto: ¿qué te propones ahora?
Él debía haberse planteado cien veces esta pregunta a sí mismo, y más a menudo aún, pues no había hablado con nadie de ello.
—¿Qué me propongo ahora? — remedó Adolf mi preocupada pregunta; pero, en lugar de contestar, se sentó ante la mesa y extendió los libros a su alrededor.
Después se acercó la lámpara, tomó uno de los libros, lo abrió y empezó a leer.
Yo hice ademán de quitar el horario de la pared. Adolf levantó la cabeza, adivinó mi intención y dijo tranquilamente:
—Déjalo estar.

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