Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Tuesday, June 27, 2006

Hitler mi amigo de juventud XI


LA VISIÓN

¡Fue el instante más impresionante vivido al lado de mi amigo! Su recuerdo ha quedado grabado en mí de manera tan indeleble que incluso los detalles secundarios, como el traje que llevaba Adolf en aquella tarde, el tiempo que hacía entonces, se me aparecen tan vivamente como si aquella vivencia estuviera fuera de todo tiempo. Que esta escena quedara grabada en mí de forma tan imborrable, se debe quizá también a la circunstancia de que nunca hasta entonces había vivido yo de manera tan inmediata como entonces el cielo estrellado a la medianoche. La ciudad misma, con sus propias aun cuando escasas luces, hace invisibles las estrellas del cielo durante la noche. Tan sólo en medio de la soledad, en las alturas del Freinberg, se apareció bruscamente sobre mí como creada por vez primera, toda la maravilla del firmamento y el hálito de lo eterno me conmovió tan intensamente como jamás lo hiciera. Es cierto que yo había tenido ocasión de contemplar a menudo el cielo estrellado. Pero, como suele suceder entre las personas jóvenes y sensibles, un instante de peculiar intensidad, la coincidencia de extraordinarias circunstancias nos parece convertir esta imagen, indiferente hasta entonces, en una señal, con la que Dios se dirige directamente a nosotros.
Lo que más fuertemente ha quedado grabado en mi memoria al recordar mi juvenil amistad con Adolf Hitler, no son sus discursos, ni tampoco sus ideas políticas, sino aquella escena nocturna en el Freinberg. Con ello se había decidido, de manera definitiva, su destino. Es cierto que exteriormente se mantenía en su proyectada carrera artística, sin duda por consideración a su madre; pues para éste se aparecía ciertamente como un objetivo mucho más concreto cuando decía que sería pintor artístico que si hubiera dicho: seré político. Sin embargo, la decisión de seguir por este camino tuvo lugar en esta hora solitaria en las alturas que rodean la ciudad de Linz. Tal vez no sea la palabra “decisión” la más adecuada; pues no fue una decisión voluntaria, tomada por sí mismo, sino más bien una visión del camino a seguir, que estaba completamente fuera del alcance de su voluntad.
Abajo estaba Adolf, con su abrigo negro, el sombrero oscuro hundido sobre la frente. ¡Un atardecer frío, poco acogedor de Noviembre, en el que anochecía temprano!
Adolf me hizo una seña, con impaciencia, desde la calle. Yo estaba en aquellos momentos despojándome del polvo y suciedad del taller, para cambiarme para ir al teatro. Esta noche se representaba “Rienzi”. No habíamos visto todavía esta ópera de Richard Wagner, lo que nos tenía en una gran tensión. Para asegurarnos las columnas de las localidades de paseo debíamos estar muy temprano en el teatro. El silbido de Adolf, repitiéndose enérgicamente, me incitaba a apresurarme.
Adolf había hablado ya varias veces de esta ópera. Richard Wagner empezó su composición en 1838, en Dresden, y la prosiguió durante su estancia en las provincias bálticas. Es interesante el hecho de que justamente entonces, cuando acababa de conocer el Norte, le ocupara un tema de la Roma medieval. Acabó el “Rienzi” en París, y dos años más tarde fue representado en Dresden por primera vez, lo que cimentó la fama de Richard Wagner como compositor de óperas, aun cuando en esta obra no encontró todavía su forma de expresión peculiar. “Rienzi” se halla en un momento de transición. Después de esta ópera, Wagner regresó al Norte, y encontró su verdadera expresión artística en el mundo de la mitología germánica. “Rienzi”, aun cuando se desarrolla en el año 1847, está impregnada del aliento y ritmo de aquella revolución que seis años más tarde habría de abatirse sobre suelo alemán, y que afectó también intensamente el destino personal de Wagner. “Rienzi” es la gran confrontación con las ideas del año 1848.
La música de la ópera “Rienzi”, estudiada por mí a la vista de una selección para piano, es aún muy melódica y accesible en comparación con las posteriores obras de Wagner. La numerosa orquesta con la totalidad de los instrumentos de metal y de percusión da a la ópera un aire pomposo, tal y como corresponde a la concentrada acción. La juvenil alegría compositora del maestro celebra verdaderos triunfos en la genial ascensión del conjunto, en la revolucionaria impetuosidad y en la brillante intervención de la orquesta. A ello se une la arrebatadora acción, que desde un principio nos fascinó.
Ahí estábamos nosotros en el teatro y presenciábamos cómo el pueblo de Roma era subyugado por la altiva y cínica nobleza; los hombres son obligados por ésta a la servidumbre, las mujeres y doncellas son deshonradas y ultrajadas por los altivos nobles. Entonces surge en Cola Rienzi, un hombre sencillo y desconocido, el liberador del torturado pueblo. Claramente suena su voz:

“Pero si oís la llamada de la trompeta
resonando en su prolongado sonido,
despertad entonces, acudid todos aquí:
¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!”

En un audaz golpe de mano libera Rienzi a Roma de la tiranía de los nobles y hace jurar sus leyes al pueblo. Adriano, aunque procedente del más noble linaje de los Colonna, que guía a los nobles, se une a Rienzi. Sin embargo, quiere saber la verdad, por lo que pregunta al nuevo dictador:

“¡Rienzi, escucha! ¿Qué te propones?
Te veo poderoso. Dinos:
¿Para qué utilizas la fuerza?”

Temblando de excitación esperábamos la respuesta de Rienzi a esta pregunta trascendental:

“Sea, pues: ¡A Roma haré yo grande y libre!
Sólo las leyes pretendo yo crear,
¡para el pueblo lo mismo que para el noble!”

¡Qué palabras: como pronunciadas para nosotros!
Incluso los nobles prestan reverencia a Rienzi. Su victoria es total. Roma se encuentra en sus manos. Proyectos trascendentales ocupan su mente. Las masas liberales le expresan su júbilo. Uno de entre ellos anuncia al pueblo, y anuncia también a los conmovidos espectadores:

“Él nos ha convertido en un pueblo,
por ello, escuchadme, asentid conmigo.
¡Sea éste su pueblo y él su Rey!”

Rienzi rechaza la designación “Rey”. Cuando los hombres del pueblo le preguntan cómo deben nombrarle en su cargo, alude él a los grandes modelos del pasado. También sus palabras parecían apelar directamente a nuestro corazón:

“...pero si me elelgís a mí para vuestro protector
el justo, que comprende al pueblo,
volved la mirada a vuestros antepasados:
¡Y llamadme vuestro tribuno popular!”

Las masas contestan entusiasmadas:

“¡Salve, Rienzi! ¡Salve tú, tribuno popular!”

“¡Tribuno popular!” Esta palabra se grabó en nosotros de manera inolvidable. Una conjuración está en ciernes. Stefano Colonna, el padre de Adriano, va a la cabeza de los que quieren eliminar al tribuno. Colonna no se deja influir por el júbilo de las masas. Temblando de indignación escuchamos sus acusaciones:

“¡es el ídolo de este pueblo,
al que ha hechizado con sus engaños!”

Adriano, situado entre su padre y Rienzi, a cuya hermana Irene ama ardientemente, descubre la conjura. Los nobles son arrestados. Sin embargo, Rienzi hace prevalecer la misericordia antes que la justicia. Abusando de su bondad, tratan los nobles de incitar a las masas contra Rienzi. Los mismos hombres que otrora aclamaron al tribuno, no tardan en gritar:
“¡Ahí está el traidor, a quien servimos,
que ofrendó a su soberbia nuestra sangre,
y nos precipita a la perdición!
¡Ay, venguémonos en él!”


Con un escalofrío vemos cómo los fieles abandonan a Rienzi. La Iglesia promulga la excomunión contra su persona.

“...me abandona también el pueblo,
a quien yo hice digno de este nombre,
me abandonan todos los amigos, que la suerte
me hizo conocer...”

En medio de una conjura instigada por los nobles debe ser asesinado Rienzi. Una vez caído Rienzi, las masas se hundirán de nuevo en la servidumbre:

“¿El populacho? ¡Bah!
Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,
¡quitadle a Rienzi, y será lo mismo que era antes!”

Pero la caída del tribuno popular debe venir de las mismas filas de sus partidarios. Rienzi se siente perdido cuando ve que sus fieles le abandonan. El Capitolio y la casa de Rienzi son incendiados por sus mismos leales. Oímos el grito:

“¡Venid! ¡Venid! ¡Venid a nosotros!
¡Traed piedras y antorchas!
¡Está maldito, está excomulgado!”

Desde el balcón de su casa pretende Rienzi hablar una vez más a las masas excitadas, que intentan lapidarle. ¡Cómo nos conmueven sus palabras!:

“—¡Pensad! ¿Quién os hizo grandes y libres?
¿No os acordáis ya del júbilo,
con el que entonces me acogisteis,
cuando os di la paz y la libertad?”
¿Y la respuesta? Nadie le escucha ya. Adriano, que a pesar de su amor por Irene se ha convertido en el jefe del indignado populacho, se lanza contra la casa en llamas. Aterrado, ve Rienzi cómo la traición de entre sus mismas filas sella su caída, y antes de que las llamas hagan presa en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió.

¿Cómo? ¿Es ésta Roma?
¡Miserables! ¡Indignos de este hombre,
el último romano os maldice!
¡Maldita, destruida sea esta ciudad!
¡Cae y púdrete, Roma!
¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!”

Conmovidos presenciamos la caída de Rienzi. En silencio abandonamos los dos el teatro. Era ya medianoche. Pero mi amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad.
Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente y juzgar agudamente la representación para liberarse a sí mismo de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le pregunté su parecer sobre la obra. Adolf me miró extrañado, casi con hostilidad.
—¡Calla! — me gritó hoscamente.
Era una sombría y desapacible noche de Noviembre. La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolf tomó un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante de mí. Todo esto me parecía casi inquietante. Adolf estaba más pálido que de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta impresión.
El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y pequeños prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa pesada y hosca gravitaba sobre la ciudad y sustraía las casas de los hombres a nuestras miradas.
—¿Adónde quieres ir? — quise preguntar a mi amigo. Pero su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve la pregunta.
No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla.
Como impulsado por un poder invisible, Adolf ascendió hasta la cumbre del Freinberg. Y ahora pude ver que no estábamos en la soledad y la oscuridad; pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas.
Adolf estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas. En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia.
Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyeron más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo.
Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo en esta hora.
En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mí. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro, con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía de su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que había vivido en “Rienzi”, sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del “Rienzi”. Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contie nen salían ahora las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez tal vez también maestro de obras o arquitecto. Pero en esta hora no se habló ya más de ello. Se trataba de algo mucho más elevado para él, pero que yo no podía acabar de comprender. Por ello fue mucho mayor mi asombro, porque pensaba que la carrera del artista era para él la meta más alta y anhelada. Ahora, sin embargo, hablaba de una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la libertad.
Un joven completamente desconocido todavía para los hombres habló para mí en aquella hora extraordinaria, Habló de una especial misión que algún día le sería confiada. Yo, el único que le escuchaba en esta hora, no entendía apenas lo que quería decir con todo ello. Habrían de pasar muchos años antes de comprender lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había significado para mi amigo.
El silencio siguió a sus palabras.
Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó hasta nosotros la hora tercera de la mañana.
Nos separamos delante de nuestra casa. Adolf me estrechó la mano en señal de despedida. Vi, asombrado, que no se dirigía en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.
—¿Adónde quieres ir? — le pregunté, asombrado.
Brevemente replicó:
—¡Quiero estar solo!
Le seguí aún largo tiempo con la mirada, mientras él, envuelto en su oscuro abrigo, descendía solo las calles nocturnas y desiertas.
Durante los días que siguieron y también en las próximas semanas Adolf no volvió jamás a hablarme de esta hora vivida en el Freinberg. En un principio me sentí asombrado por ello y no podía realmente explicarme esta extraña conducta; me era imposible creer que hubiera podido olvidar esta extraordinaria visión. Como pude comprobar treinta y tres años más tarde, no la olvidó jamás en su vida. Pero guardó silencio, pues quería conservar esta hora para sí solo. Comprendí y respeté su pensamiento. Después de todo, ésta había sido su hora, no la mía. Yo no había jugado en ella más que el modesto papel de un amigo adicto y fiel.
Cuando en el año 1939, poco antes de que estallara la guerra, visité por vez primera Bayreuth como invitado del canciller del Reich, creí dar una alegría a mi amigo, si le recordaba lo sucedido en aquella hora en el silencio de la noche en lo alto del Freinberg. Así, pues, referí a Adolf Hitler lo que de ello había quedado grabado en mi recuerdo, porque suponía que la ingente plenitud de impresiones y recuerdos que en el curso de estos decenios se habrían concentrado sobre él habrían desplazado por entero aquella del muchacho de diecisiete años. Pero ya a las primeras palabras pude comprender que se acordaba todavía exactamente de aquella hora, y que sus detalles se habían conservado fielmente en su recuerdo. No cabía la menor duda de que le causó una especial alegría ver confirmados sus propios recuerdos por mi relato. Yo estaba también presente, cuando Adolf Hitler refirió a la señora Wagner, en cuya casa habíamos sido invitados, la escena que había tenido lugar después de la representación del “Rienzi” en Linz. Así, pues, yo vi confirmados mis propios recuerdos de manera inequívoca. De manera inolvidable han quedado también grabadas en mí las palabras con que Hitler concluyó su relato a la señora Wagner. Dijo, gravemente:
—En aquella hora empezó.

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