Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Sunday, May 28, 2006

Hitler mi amigo de juventud VIII


ENTUSIASMO POR RICHARD WAGNER

Es con expresa intención que hago seguir la descripción de las relaciones amorosas de Adolf Hitler y Stefanie con el capítulo de su apasionado entusiasmo por Richard Wagner; pues estas dos vivencias deben considerarse conjuntamente. De la misma manera que Stefanie se le aparecía como el símbolo y representación de todo lo femenino, que influyó de manera decisiva su vida durante muchos años, Richard Wagner, tanto el hombre como su obra, se convirtieron para él en el símbolo de lo que significa el arte alemán. Stefanie no hubiera podido llenar de manera tan completa todo su pensamiento y su obra si no hubiera correspondido en su figura, en su presencia y porte al ideal femenino por Richard Wagner en sus grandes dramas musicales. Adolf veía a su amada como Elsa, como Brünhild, como la Eva de los “Maestros Cantores”. Su amor convierte a Stefanie en una creación del genial maestro, que por una feliz disposición del destino descendió a la realidad desde el mundo de ensueños de Richard Wagner. Y también las relaciones personales entre Adolf y Stefanie están por entero dentro del hechizo de su veneración por Richard Wagner. Esta influencia puede comprobarse también de manera inversa: desde el instante de su encuentro con Stefanie, su inclinación por Richard Wagner se convierte en una verdadera pasión. Es el amor a esta muchacha lo que aumenta también su sensibilidad artística hasta la total entrega. Que este amor fuera unilateral y ni siquiera correspondido en serio, y que debiera quedar, por consiguiente, incompleto, le impulsó con tanta más fuerza hacia el gran maestro para encontrar en el arte el consuelo que no podía hallar en el amor feliz-desgraciado.
La relación de Adolf Hitler con la personalidad y la obra de Richard Wagner está henchida de aquella peculiar consecuencia que determina toda su naturaleza. Desde su primera juventud hasta su muerte se mantiene fiel al genio de Bayreuth. Así como Stefanie, en el transcurso de esta extraña relación amorosa, que no lo fue siquiera de acuerdo con las usuales concepciones, se convierte finalmente en una criatura de su propia fantasía, es posible que Adolf Hitler aportara también buena parte de su personalidad a la figura de Richard Wagner. Al modificar todo lo que le rodeaba con el poder de su fantasía y la fuerza de su devoción, “creó”, también, “su” propio Wagner. Esta relación atravesó todas las fases imaginables: primera emoción infantil, creciente inclinación del muchacho, ardiente entusiasmo del adolescente, que llega hasta el éxtasis visionario; al aumentar la comprensión y el conocimiento, aumenta también el placer artístico del hombre, estímulo externo de la obra, consuelo, refugio y esclarecimiento.
La educación musical de Hitler era muy modesta. Además de la madre hay que citar, también en primer lugar, al sacerdote Leonhard Grüner, del coro de la abadía de benedictinos de Lambach, que por dos años fue profesor de canto de Adolf. Cuando Adolf ingresó en la escuela de canto del monasterio, contaba ocho años de edad, es decir, una edad sumamente sensible. Quien conozca el cuidado culto al canto de los viejos monasterios austríacos sabe que apenas si existe una mejor educación musical preliminar que ésta, en la primera juventud, en un coro bien dirigido. Por desgracia, este prometedor comienzo no tuvo su adecuada continuación, aun cuando la clara y firme voz del muchacho encantaba a cuantos tenían ocasión de escucharla. Es probable que el padre no tuviera demasiado interés por ello. Entre las calificaciones de la escuela municipal destaca siempre un “excelente” en canto. En la escuela real, sin embargo, no tenía lugar ninguna clase de enseñanza musical. Quien se sintiera atraído por ella, debía acudir a la enseñanza privada, es decir, al ingreso en el conservatorio. Dado el largo camino que Adolf debía recorrer para ir a la escuela, de Leonding hasta el centro de la ciudad, no le hubiera quedado tampoco tiempo para ello, en el supuesto de que el padre estuviera de acuerdo en una tal enseñanza musical.
Adolf mostraba un vivo interés por mi educación musical. Ya el simple hecho de que yo tuviera más comprensión que él en este terreno, no le dejaba tranquilo. En nuestras continuas conversaciones sobre cuestiones musicales se apropiaba él, de manera asombrosamente rápida, de todas las usuales expresiones y giros especiales. Por así decirlo, recorría el camino inverso que yo había seguido: ¡Hablaba de todo, sin haberlo estudiado jamás de manera sistemática! Pero, al hablar de ello, despertaba en él también la comprensión. Puedo decir tan sólo que tenía siempre una cierta idea, aun de los puntos más recónditos de la música, idea que raras veces le engañaba. ¡Cuán a menudo me sentía yo asombrado por sus juicios en tales difíciles cuestiones, pues bien sabía que, en realidad, no tenía la menor idea de ello!
Esta manera algo peregrina de educación musical tenía un límite natural: en cuanto se trataba del dominio de un instrumento musical, era inútil aun la más bella intuición. Aquí valía tan sólo un estudio sistemático, un continuo ejercicio, resistencia y aplicación, cualidades todas ellas, para las que mi amigo tenía poca vocación. Pero él se negaba a reconocer que esto fuera así. Su gran capacidad de intuición, su fértil fantasía, pero, sobre todo, la ilimitada confianza en sí mismo, le permitían compensar, en su opinión, aquellas intrascendentales cualidades de las que de las que le había hablado. En verdad, tan pronto como apoyaba mi viola en su barbilla y tomaba el arco en su mano, se acababa su seguridad de victoria. Recuerdo perfectamente cuán asombrado se sintió el mismo por este fracaso. Cuando yo le quitaba luego el instrumento de las manos para hacerle una demostración, se negaba incluso a escucharme. Le enojaba que hubiera algo que se resistiese a su voluntad. Naturalmente, Adolf era ya demasiado mayor para una enseñanza elemental. Un día me dijo rudamente: “¡Quisiera ver si esto de la música es, realmente, cosa de brujas, como me quieres hacer creer siempre!” Y después de estas palabras me manifestó su decisión de aprender a tocar el piano, con la seguridad de dominar perfectamente este instrumento en poco tiempo. Tomó clases con el profesor de piano Josef Prewratzky. Pero Adolf no tardó en comprender que era imposible continuar adelante sin paciencia y aplicación. Con Prewratzky le sucedió lo mismo que a mí con mi buen y viejo sargento Kopetzky. Prewratzky no concedía la menor importancia a la comprensión intuitiva ni a la genial improvisación. Exigía un limpio juego de dedos y una rígida disciplina. Adolf se encontró ante un difícil dilema. De un lado, era demasiado orgulloso para abandonar con un fracaso el intento en el que había depositado tantas esperanzas, y de otro, este estúpido “ejercicio de los dedos”, como él lo calificaba, le llenaba de indignación. Yo no tardé en presentir este conflicto, pues en cuestiones musicales no era fácil que Hitler me ocultase algo. Sus iracundos arrebatos sobre la “estúpida gimnasia musical” de Prewratzky se hicieron cada vez más raros. Al subir las escaleras de la calle Humboldt podía darme cuenta de que no eran muchos sus progresos en el piano. Él evitaba siempre sentarse en mi presencia ante el valioso instrumento de Heitzmann. Cada vez más raramente sonaba en nuestras conversaciones el nombre de Prewratzky, y un buen día cesó, sin pena ni gloria, la clase de piano. No puedo decir con exactitud cuánto tiempo resistió Adolf esta torturante enseñanza, pero con toda seguridad no más de un año. De todas formas, un plazo de tiempo asombrosamente largo, durante el cual un cierto señor Prewratzky vejó a un joven Hitler. A pesar de ello, cuando más tarde, en nuestro cuarto de estudiantes de Viena, compusimos una ópera —por desgracia no fue jamás terminada— Hitler tomó a su cargo no solamente la parte poética, sino también la musical, dándome en el piano los diversos temas. No obstante todos sus fracasos, Adolf quería demostrarme que también en la música lo importante es la idea genial y no la correcta colocación de los dedos.
A pesar de ello, Adolf reconoció sin envidia mis éxitos en el terreno musical, y compartió conmigo de manera tan intensa las alegrías, decepciones y fracasos unidos de un modo tan inseparable a estos éxitos, como si fueran suyos propios. Una y otra vez me animaba en mis intenciones y propósitos. Yo sabía que él confiaba en mi capacidad musical. El saber esto era para mí el mayor estímulo, y contribuía a hacer más íntima nuestra amistad. Si durante el día no era yo más que el vulgar oficial de tapicero, que reparaba, entre nubes de polvo y humo, los sillones comidos por las polillas; por la noche, cuando iba a casa de Adolf, desaparecía la última mota de polvo y con ella también el último recuerdo del sombrío taller, y a su lado me encontraba de nuevo en la pura y elevada atmósfera del arte.
En aquel entonces, con motivo de la representación del maravilloso oratorio de Franz Liszt “Santa Isabel”, ¡cómo compartió conmigo el dolor y la alegría! Mi profesor de trompeta era Viertelmeister, músico de la orquesta del teatro. Un día, durante la clase, me preguntó de manera inesperada si quería colaborar con el gran Oratorio. Sentí que el suelo vacilaba bajo mis pies. “¡Empecemos ahora mismo!”, añadió, seguidamente, el buen Viertelmeister, y sin muchos preámbulos estudió conmigo el papel del trompeta en la orquesta. Siguieron después los ensayos en la sala de conciertos. Por primera vez tuve ocasión de conocer de manera directa a August Göllerich como director. Y llegó, finalmente, la representación. Aun hoy me late fuertemente el corazón cuando pienso en ello. Yo contaba apenas diecisiete años, y era de mucho el miembro más joven de la orquesta. No hay ningún instrumento más sensible que la trompeta frente a la menor torpeza en su manejo. Abajo, entre las compactas filas de butacas de la platea vi sentada a mi madre, y a su lado Adolf, que me alentaba con una sonrisa. Todo fue muy bien, y buena parte del clamoroso éxito me correspondió a mí. De todas formas, Adolf me aplaudió solamente a mí. Mi madre tenía lágrimas en sus ojos.
Después de este afortunado debut, en uno de nuestros solitarios paseos al anochecer trató Adolf de persuadirme de que debía hacer yo cuanto estuviera en mi mano para dedicarme por completo a la música. Me parece oír todavía sus insistentes palabras:
—No debes seguir siendo por más tiempo tapicero. Este oficio te llevará a la tumba. (Poco antes había estado yo gravemente enfermo.) No está, tampoco, de acuerdo contigo y tu modo de ser. Tú tienes unas condiciones bien determinadas, no solamente como solista, esto es natural, sino también como dirigente, tanto si se trata de director de orquesta o de la escena. Yo te observé continuamente en el teatro, tú conoces la partitura entera, aun antes de representada. La música es la misión de tu vida. En ella te encuentras en tu elemento. Tú perteneces a ella.
Adolf no había hecho más que decir lo que hacía ya tiempo latía en mi interior. Ser director de orquesta; éste era el objetivo más bello e ideal que pudiera jamás imaginarme.
El que Hitler compartiera mi deseo me llenó de una alegría sin fin. Nuestras conversaciones giraban cada vez más con mayor intensidad sobre estos proyectos para el futuro, por implacables que fuesen las duras y prosaicas razones que se oponían a su realización: mi padre estaba delicado. Yo era su único hijo y había aprendido el oficio para hacerme cargo un día del taller, levantado desde sus míseros y pequeños comienzos. Toda su esperanza, toda su energía vital se concentraban en poderme traspasar el negocio en buenas condiciones. Aun cuando, contrariamente al padre de Adolf no trataba de influir por la fuerza a esta decisión, esto hacía aún más difícil cualquier negativa. Apenas si hablaba de sus preocupaciones por mi futuro; pero yo comprendía perfectamente hasta qué punto estaba ligado él a la obra de su vida.
En este difícil conflicto interno se demostró Adolf como un verdadero amigo. Aun cuando apoyaba sin reservas mi inclinación a elegir la música como profesión para mi vida, procuraba hacerlo con el mayor tacto. Por primera y única vez descubrí en él una cualidad que me había pasado desapercibida hasta entonces, y que tampoco pude descubrir en él más tarde: tenía paciencia. Se dio perfecta cuenta de que una decisión tan trascendental para mi padre no podía imponerse sencillamente por un asalto violento. Vio dónde estaba el punto flaco, dónde debía tener lugar el ataque: mi madre, con su disposición natural para con la música era, en su opinión, muy sensible, aun cuando sabía apreciar en su verdadero alcance el coste de una carrera de músico. El camino hacia el padre pasaba por la madre. En este caso, no se precisaría más que una hábil maniobra, estimaba Hitler, para conseguir una decisión favorable para mis anhelos.
En estas difíciles situaciones por las que debíamos pasar Adolf y yo, el teatro se convirtió, cada vez más, en el lugar de nuestro consuelo. Hay que tener en cuenta que en aquel entonces no existía el cine ni la radio, por lo que la posibilidad de percibir impresiones artísticas quedaba limitada al teatro, que hoy en día ocupa un plano secundario para muchas personas. Para nosotros, sin embargo, el teatro estaba en el punto central de nuestros afectos. Todo lo que nos conmovía y ocupaba giraba de una u otra manera en torno al teatro. En tanto que yo dirigía, en mi fantasía, las mayores orquestas teatrales, Adolf, con mucha más fantasía todavía, construía teatros de dimensiones realmente grandiosas.
A ello venía a unirse el hecho de que nuestra amistad se había iniciado en el digno recinto del teatro. Nuestra amistad surgió de un encuentro en el teatro. Entre las dos columnas de las localidades de paseo sellábamos siempre de nuevo nuestra amistad. Yo consideraba mi relación con Adolf como un deber, que iba más allá de una vulgar amistad entre muchachos, por haber recibido un sello particular por el lugar en que nos conocimos por primera vez. Esto no es tan solo una frase: pues la amistad iniciada en este humilde teatro de provincias tuvo su continuación en la Ópera de Viena y en el “Burg”, y encontró su coronación en los Festivales de Bayreuth, donde tuve ocasión de asistir como invitado del canciller del Reich.
Hitler poseía una natural alegría y pasión por el teatro. Tengo la certeza de que este afecto estaba relacionado con las primeras impresiones de su infancia, con sus vivencias en los años pasados en Lambach. Es cierto que no puedo acordarme ya exactamente de si llegó a hablarme del bello escenario del monasterio. Mi memoria falla, por desgracia, en este punto. Pero creo que si se investigara sobre este particular se obtendrían interesantes conclusiones; el entusiasta muchacho asistía, sin duda, a todas las representaciones en el lugar; como miembro del coro tenía entrada libre en todas partes. Tal vez participara, incluso, en alguna representación. Este encantador escenario estilo barroco es una joya en su estilo. No es posible imaginarse un más bello comienzo para una pasión teatral que una escena cantada por frescas voces de muchachos en este escenario en miniatura.
El muchacho de doce años procedente de Leonding acudió por primera vez al teatro municipal de Linz. De ello nos habla el mismo Hitler.
“La capital provincial del Austria septentrional poseía en aquel entonces un teatro no malo relativamente, en él se representaba, prácticamente, todo. A los doce años vi allí, por primera vez, el “Guillermo Tell”, y algunos meses después la primera ópera de mi vida, “Lohengrin”. De un solo golpe me sentí yo encadenado. La juvenil pasión por el maestro de Bayreuth no conocía ya límites. Me sentía atraído hacia sus obras sin cesar, y hoy día considero como una suerte especial el que la modestia de la representación provincial me ofreciera la posibilidad de un ulterior aumento en el placer.”
¡Bellamente expresado, incluso muy bellamente! En mi juicio acerca del teatro de Linz no hubiera podido yo encontrar palabras tan bellas. Tal vez sea esto debido, a que yo me sentía ya como futuro director de orquesta, y lo consideraba todo de manera mucho más crítica que él, particularmente la orquesta. Probablemente me faltaba, sin embargo, algo de aquella intensa capacidad de intuición que a pesar de su evidente insuficiencia le permitía entregarse por entero a la ilusión de una obra. Cuando estábamos en el teatro, tenía yo, a menudo, la impresión como si Adolf pasando por encima de la deficiente representación, pudiera alcanzar de manera directa el fundamento artístico de la obra. Incluso en una representación de Lohengrin, que por la torpeza de un tramoyista cayó de su canoa y tuvo que trepar de nuevo a su cisne, bastante cubierto de polvo, desde el “mar” al que había caído —¡no solamente el público reía, también Elsa reía! — no pudo destruir en él esta ilusión. ¿Qué tenían que ver estos detalles ridículos con la elevada idea que había tenido ante sus ojos el gran maestro al escribir su “Lohengrin”? A pesar de esta extraordinaria capacidad de entregarse a una ilusión, Adolf, también en lo que se refiere al teatro, era un duro y severo crítico.
El Teatro Municipal, o, como se le llamaba todavía por aquel entonces, el “Teatro Campesino de Linz”, era una vieja y noble construcción. El escenario, demasiado pequeño para representar los dramas musicales de Richard Wagner, en insuficiente en todos los sentidos. Faltaban aquí las instalaciones técnicas para la digna representación de estas obras. Se añadía a ello, todavía, la notoria escasez de vestuario apropiado, en particular de inventario. La orquesta era demasiado poco numerosa, y no podía hacer sentir todo el valor de los efectos musicales. Para no citar más que un ejemplo, en una representación de “Los Maestros Cantores”, faltaban, incluso, muchos instrumentos. Faltaban —esto pude comprobarlo yo de manera competente— el clarinete bajo, el cuerno inglés, el contrafagot en el grupo de los instrumentos de viento de madera, así como la llamada tuba de Wagner entre los de metal. También los instrumentos de cuerda eran demasiado escasos y algunos de ellos no habían podido siquiera ser encontrados. Pero aun cuando se hubiera dispuesto de los instrumentos necesarios, no había tampoco lugar suficiente para alojarlos en el reducido foso de la orquesta. ¡Una situación verdaderamente digna de lástima para un director responsable! Pretender representar una obra de Wagner con una orquesta de veinte músicos, no deja de ser, en el mejor de los casos, una empresa arriesgada. El coro era, asimismo, en extremo reducido, y ofrecía además un lamentable aspecto. No es solamente que el vestuario fuese por lo general poco adecuado, sino que no tenía en demasiada estima al público, por ejemplo, cuando en “Los Maestros Cantores” los componentes masculinos del coro llevaban bigotes cortados a la inglesa, lo que en una ocasión llenó de ira también a Adolf. Los solistas eran pasaderos para un teatro de provincias. Entre ellos, sin embargo, se encontraban sólo unos pocos auténticos cantores de Wagner. Los decorados provocaron una protesta continua por parte del público. Los telones pintados vacilaban a cada paso, aun cuando representaran un paisaje rocoso. Cuando pienso en el “Incendio en el Capitolio”, con el que finaliza “Rienzi”, siento todavía un escalofrío por todo mi cuerpo. En medio de la escena se alzaba el Palazzo con sus salientes balcones. Rienzi e Irene se adelantaron para calmar a la multitud enardecida. A derecha e izquierda de ambos podían observarse dos modestas llamitas de colofonia, que debían representar el incendio incipiente. En este punto uno de los tramoyistas debía dejar caer un decorado, en el que estaba representado el Palazzo en medio de claras llamaradas. Este decorado quedó suspendido por uno de sus lados con la barra del contrapeso en el telar. Al intentar desprender la barra, todo el decorado se precipitó hacia el suelo. Con éstos y parecidos incidentes había siempre que contar. Es muy bonito cuando Hitler dice que estas “modestas” representaciones nos ofrecían la posibilidad de un nuevo y renovado goce, tal como pudimos luego vivir en la Ópera Imperial de Viena. Pero, a pesar de ello, me asombro aún hoy de que estas representaciones, tan incompletas, permitieran siquiera una ilusión, y que pudieran entusiasmarnos y arrebatarnos entonces. El idealismo, la sensibilidad de los jóvenes corazones se mofaban de todas las tretas.
En las representaciones de Wagner se agotaban siempre las localidades en el teatro. Era preciso aguardar de pie una o dos horas si se quería conseguir una “columna” en las localidades de paseo. Los descansos nos parecían interminables. Cuando nosotros, ardiendo de entusiasmo, precisábamos con urgencia de algún refresco, un viejo empleado del teatro, de barba blanca, nos vendía un vaso de agua, para lo cual Adolf y yo nos guardábamos alternativamente los lugares conquistados. Luego depositábamos una moneda en el vaso vacío y lo devolvíamos al acomodador. La representación concluía, a menudo, a medianoche. En este caso, yo acompañaba todavía a Adolf a su casa. El camino, sin embargo, era demasiado corto para permitirnos descargar las ingentes impresiones de la velada. Adolf me acompañaba de nuevo hasta la Klammstraße. Pero era ahora cuando Adolf sentía despertar verdaderamente en sí el entusiasmo. Así, pues, retrocedíamos de nuevo los dos juntos a la Humboldtstraße. Recuerdo todavía que Hitler no se hubiera cansado jamás. La noche ejercía siempre un influjo incitante sobre él. Por el contrario, ya entonces no significaba mucho para él una hermosa mañana. Podía suceder que después de una de tales representaciones fuésemos una y otra vez de Humboldtstraße a la Klammstraße y viceversa, hasta que yo empezaba a bostezar y los ojos se me cerraban sin poder evitarlo.
Ya desde su temprana juventud se había sentido atraído Adolf por las narraciones de las viejas leyendas alemanas. De muchacho no se cansaba nunca de escucharlas. Una y otra vez tomaba en sus manos la conocida obra de Gustav Schwab, que representa el legendario mundo de la antigua historia alemana en una forma popular. Este libro era su lectura predilecta. En la Humboldtstraße esta obra ocupaba un lugar destacado en su habitación, de modo que la tuviera siempre a mano. Cuando estaba enfermo, se sumía con verdadera devoción en el mundo mítico y misterioso que esta obra le había permitido descubrir. Recuerdo todavía que aun en nuestra habitación de estudiantes en Viena poseía Adolf una edición especialmente bella de las viejas leyendas alemanas, que leía a menudo y con pasión, aun cuando en aquel entonces otros problemas muy actuales ocupasen ya su atención. Su pasión por el mundo de las leyendas germanas no era, como suele suceder, un capricho juvenil. Era ésta la materia que más le absorbía también en sus consideraciones históricas y políticas, y que no le abandonó ya jamás, un mundo al que se creía pertenecer. No podía imaginarse su propia vida de manera más bella de lo que encontraba representada en las fulgurantes figuras de héroes de los primitivos tiempos germánicos. Una y otra vez se personificaron a sí mismo con las grandes figuras de aquel mundo desaparecido. Nada le parecía más digno de imitar que, después de una vida de osadas y trascendentales hazañas, de una vida lo más heroica posible, entrar en el Walhalla y convertirse para todos los tiempos en una figura mítica, lo mismo que aquellos a quienes tan íntimamente veneraba. No hay que olvidar esta perspectiva peculiar y romántica en la vida de Adolf Hitler, aun cuando el duro sentido de la realidad que determinaba su política, hubiera de arrojar estos esclarecidos sueños juveniles al reino de la fantasía. La realidad nos dice, sin embargo, que durante toda su vida Adolf Hitler no encontró otro suelo en que pudiera posarse con una fe casi piadosa que en aquel cuya puerta la había abierto las viejas leyendas germanas.
En su oposición con el mundo burgués, que no tenía nada que ofrecerle con su mentira y su falsa devoción, Hitler buscaba instintivamente su propio mundo y lo encontró en el origen y los primeros tiempos del propio pueblo. Esta época largo tiempo ha desaparecida, y cuyo conocimiento histórico es siempre incompleto, se convirtió, en su interior apasionado, en un presente lleno de sangre y vitalidad. Los sueños se convirtieron en realidades. Con su innata fantasía, que todo lo transformaba, se abrió paso hasta los albores del pueblo alemán, que consideraba como la más bella época. Se sumió con tal intensidad en esta época, de más de mil quinientos años de antigüedad, que yo mismo, que procedía de una vulgar existencia cotidiana, debía llevarme a veces las manos a la cabeza. ¿Vivía él, realmente, entre los héroes de aquellos obscuros tiempos primitivos, de los que hablaba con tanta objetividad, como si vivieran todavía en los bosques, por los que vagábamos nosotros al anochecer? ¿Era este incipiente siglo veinte, en el que vivíamos nosotros, en realidad, un extraño e ingrato sueño para él? Su manera de mezclar el sueño y la realidad y confundir sin reparos los milenios, me hacían temer a veces que mi amigo no podría encontrar un buen día el camino verdadero entre la confusión creada por él mismo.
Esta continua e intensa relación con las viejas leyendas germanas creó en él una extraordinaria sensibilidad para comprender la obra de Richard Wagner. Ya cuando el muchacho de doce años oyó por primera vez el “Lohengrin”, esta obra debió aparecérsele como una realización de su infantil deseo del sublime mundo del pasado alemán. ¿Quién era el hombre que creaba obras tan geniales y que convertía en poesía y música sus sueños infantiles?
A partir del instante en que Richard Wagner entró en su vida, el genio de este hombre no habría ya de abandonarle. En la vida y la obra de Richard Wagner vio él no solamente la confirmación del camino elegido con su “emigración” espiritual a los primitivos tiempos germanos, sino que la obra de Wagner le confirmó en su idea de que esta época largo tiempo ya desaparecida podría ser aprovechada para el presente, y que, de la misma manera como Richard Wagner la habían convertido en el hogar de su arte, para él podría ser también algún día el hogar de su elección.
En los años de mi amistad con Adolf Hitler he tenido ocasión de vivir yo la primera fase de este desarrollo, que llenó su existencia. Con increíble tenacidad y consecuencia se dispuso a apropiarse la obra y la vida de este hombre. Yo no había conocido, hasta entonces, nunca nada parecido. Como músico de corazón tenía yo también mis grandes modelos, a los que trataba de imitar celosamente. Pero lo que mi amigo buscaba en Wagner era mucho más que un modelo y ejemplo. No puedo decir más que esto: Adolf se apropió de la personalidad de Richard Wagner, la tomó de manera tan completa dentro de sí, que éste hubiera podido ser una parte de su propio ser.
Leía con febril interés todo lo que caía en sus manos acerca de este maestro, tanto lo bueno como lo malo, lo positivo o negativo. Donde le era posible se procuraba en especial toda suerte de literatura biográfica sobre Richard Wagner, leía sus memorias, cartas, diarios, su autorretrato, sus confesiones. Cada vez iba profundizando más en la vida de este hombre. Conocía, incluso, los episodios más triviales e intrascendentes de su vida. Podía suceder que durante nuestros paseos se detuviera Adolf de repente, interrumpiera sin más el tema que le ocupaba en aquel momento —como la dotación de los teatros provincianos de menor capacidad con el material necesario para poder tener lugar buenas representaciones de un fondo estatal, a prestar según los casos— para citarme, de memoria, el texto de una carta o una anotación de Richard Wagner, o para leerme una de sus obras, por ejemplo, “La obra artística y el futuro” o “El arte y la revolución”. Aun cuando no me era siempre fácil seguir estas disquisiciones, le escuchaba yo con atención; pues me gustaba la conclusión, que era siempre la misma: “Lo ves, tú —me decía entonces—, también a Richard Wagner le ocurrió lo que a mí. Durante toda su vida hubo de luchar contra la incomprensión de su mundo.”
Estas comparaciones me parecían a mí muy exageradas. A fin de cuentas, Richard Wagner había alcanzado los setenta años. En una existencia tan prolongada habían, naturalmente, altos y bajos, éxitos y desengaños. Pero mi amigo, que quería establecer un paralelo entre su propia vida y la de Richard Wagner, no tenía más que diecisiete años, no había creado más que un par de dibujos, acuarelas y proyectos, y no había tenido más vivencia que la muerte de su padre y el fracaso en la escuela. Y, en cambio, se expresaba como si hubiera sufrido ya la persecución, las luchas agotadoras y el destierro.
Con verdadera devoción se representaba mi amigo una y otra vez episodios decisivos de la vida del gran maestro, que con el tiempo llegó también a hacérseme familiar. Describía el viaje de Richard Wagner con su joven esposa en medio de la tormenta a través del Skagerrak, donde nació la idea del “Holandés errante”. Vi desarrollarse ante mis ojos la aventuresca fuga del joven revolucionario, los años del destierro, de proscripción. Me entusiasmé, con mi amigo, del mecenazgo real de Luis II, y acompañé al solitario maestro en su último viaje a Venecia. Adolf no olvidaba las debilidades humanas de Richard Wagner, su afán de derrochar, pero se las perdonaba en aras a la inmortal magnitud de su obra.
En aquel entonces hacía ya más de veinte años que Wagner había muerto. Pero la lucha por la pervivencia de su obra estaba aún en pleno curso. Hoy día no es posible imaginarse con cuánta pasión participaba en aquel entonces la juventud entusiasta del arte en estas disputas. Para nosotros, los hombres se dividían sólo en dos categorías: amigos y enemigos de Richard Wagner. Cuando actualmente observo las disputas en torno a ciertas manifestaciones de la música moderna y veo el moderado celo de los participantes, no puedo por menos que sonreír compasivamente. Todo esto no son más ingenuas controversias comparadas con las rudas luchas libradas por nosotros en favor de Richard Wagner, aun cuando hoy día la radio y la cinta magnetofónica permiten arrastrar a capas mucho más amplias de la población en las discusiones en el campo de la música.
Todos nosotros estábamos en medio de la encarnizada lucha. Cuando se anunciaba una representación de Wagner, nuestro espíritu se enardecía como el de sus héroes en el escenario. Buscábamos de continuo nuevos medios para poner de manifiesto nuestro ilimitado entusiasmo, nuestra aprobación y nuestro ardor. En August Göllerich, que había trabajado ya bajo el mismo Richard Wagner, encontramos no solamente un digno intérprete del arte del gran maestro, sino también un competente tutor de su legado. A nuestros ojos, era el guardián del Santo Grial.
Estábamos convencidos de que en esta lucha por la obra de Richard Wagner vivíamos el albor de un nuevo arte alemán. El drama musical, tal como lo había creado el genio de este hombre, era algo enteramente nuevo, apenas sospechado siquiera anteriormente. Sin un modelo visible, sin ningún ejemplo había convertido Richard Wagner, por primera vez, en realidad, la unión de poesía y música. Únicamente los nuevos medios de expresión le permitían situar sus obras en un mundo mítico, que desde hacía ya tiempo se había convertido en el nuestro propio.
Adolf no tenía mayor anhelo que llegar un día a Bayreuth, el lugar de peregrinaje nacional de los alemanes, ver la casa Wahnfried, detenerse unos instantes junto a la tumba del maestro y presenciar la representación de sus obras en el teatro creado por él. Aun cuando muchos sueños y deseos de su vida han quedado incumplidos, éste se ha realizado con una perfección sin igual.
¡Felices recuerdos estos, que conmueven a un hombre ya viejo de sesenta y cuatro años como yo! Pero el recuerdo rejuvenece y alegra de nuevo el corazón. A fin de cuentas, es todavía el mismo corazón que en aquellos tiempos latía con tanto ardor por el maestro de Bayreuth. Me siento feliz por haber compartido esta primera fase del extasiado entusiasmo de Adolf Hitler por Richard Wagner. No quisiera haberme perdido estas viviencias de mi juventud. Mientras que en las relaciones de Adolf con Stefanie no era yo más que un buen amigo, que debía participarle sus observaciones y recoger informaciones para él, en sus relaciones con Richard Wagner intervine yo de manera mucho más activa; pues, como el mejor preparado musicalmente de los dos, mi palabra pesaba grandemente en este caso. El secreto de su amor por Stefanie me acercó mucho más a Adolf; no hay nada que una tan fuertemente una amistad como un secreto compartido. Pero su suprema consagración la recibió nuestra juvenil amistad por nuestra común veneración por Richard Wagner.

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