Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Wednesday, May 24, 2006

Hitler mi amigo de juventud VII


STEFANIE

Hablando francamente, no me resulta agradable hablar aquí como el único testigo —aparte de la misma Stefanie— del amor juvenil de mi amigo, que desde comienzos de sus dieciséis años hubo de mantenerse durante más de cuatro años; me temo que con la descripción de la realidad de los hechos habré de decepcionar a todos aquellos que se prometen sensacionales revelaciones. Las relaciones de Adolf con esta muchacha, de una familia distinguida, se movían por entero en el marco de las costumbres vigentes, y eran absolutamente normales, a no ser que el concepto de la moral entre los sexos haya evolucionado de tal manera en la actual generación, que hubiera de considerarse como anormal el que en una relación entre jóvenes como a la que nos referimos —para decirlo en pocas palabras— “no sucediera nada”.
Hay que disculparme también que no cite aquí el apellido de esta muchacha, así como su nombre de casada. Lo he indicado en ocasiones a personas que se ocupaban de la investigación de la juventud de Hitler, y de cuya seriedad pude convencerme. Stefanie, que era uno o dos años mayor que Hitler, se casó más tarde con un oficial de alta graduación y vive hoy todavía, como su viuda, en Viena. Confío que ello habrá de hacer comprensible mi discreción.
En la primavera del año 1905, durante uno de nuestros paseos después de cenar, me asió Adolf fuertemente por el brazo y me preguntó excitado, qué me parecía aquella esbelta muchacha rubia que cruzaba la calle del brazo de su madre.
—¡La amo! — añadió, con decisión.
Stefanie era una muchacha garbosa, de esbelta figura. Su cabello era rubio y abundante, que casi siempre solía llevar en un moño. Sus ojos eran muy bellos, claros y expresivos. Iba vestida de manera verdaderamente elegante. Y también su porte demostraba que procedía de una casa acomodada y distinguida.
La fotografía del examen de reválida tomada por el fotógrafo Hans Zivny en Urfahr es algo anterior a este encuentro. En aquel entonces, Stefanie debía contar con diecisiete, a lo sumo dieciocho años. La fotografía nos muestra una muchacha de bellos y atractivos rasgos. La expresión de su proporcionado rostro es natural y franca. La abundante cabellera refuerza aún más esta expresión. Algo fresco y suave rodea este rostro como un delicado hálito.
El paseo al anochecer por la Landstraße era entonces una grata costumbre para los habitantes de la ciudad de Linz. Las damas contemplaban los escaparates, hacían sus compras. Se encontraban con conocidos, y los jóvenes se divertían de la manera más ingenua e inocente. Los jóvenes oficiales eran los más expertos en este arte. Al parecer, Stefanie vivía en Urfahr, pues venía siempre del lado del puente hacia la plaza principal, y se paseaba luego por la Landstraße del brazo de su madre. Con bastante puntualidad, a las cinco de la tarde, aparecían la madre y la hija. Nosotros aguardábamos junto a la esquina de la Schmiedtor. Dado que ni Adolf ni yo habíamos sido presentados a la joven muchacha, hubiera sido incorrecto por nuestra parte saludar a Stefanie. Una mirada debía sustituir la falta de saludo. Adolf no apartaba por un solo momento la mirada de Stefanie. Durante este tiempo, no era mucho lo que podía hacerse por él. En esta hora, parecía como transfigurado, muy distinto al de costumbre. En estos momentos era mucho más fácil entenderse con él.
Yo pude averiguar que la madre de Stefanie era viuda, y que vivía, aparentemente, en Urfahr, y que el joven que de vez en cuando aparecía al lado de Stefanie y que tanto irritaba a Adolf, era su hermano, que estudiaba Derecho en Viena, y que pertenecía a una asociación de estudiantes. Esta noticia tranquilizó grandemente a Adolf.
No obstante, alguna vez aparecían también algunos jóvenes oficiales, que hacían compañía a las dos mujeres. Al lado de estos jóvenes tenientes con sus gallardos uniformes, los muchachos tristes y pálidos como Adolf no podían llamar, ciertamente, la atención. Adolf se daba perfecta cuenta de ello y se desahogaba con elocuentes palabras. En última instancia su ira se manifestaba en una radical repulsión de todo el cuerpo de oficiales y todo lo militar. “Fatuas cabezas vacías”, como él los llamaba. Le molestaba enormemente que Stefanie se entretuviera con estos “ociosos”, que llevaban corsé y se perfumaban, según él afirmaba.
No cabe duda de que Stefanie no tenía la menor idea de cuán hondo era el afecto que Adolf sentía por ella. Ella le tenía por un enamorado algo tímido, pero chocantemente obstinado, de los llamados “apegados”. Cuando contestaba con una sonrisa a la mirada interrogante del hombre, se sentía éste feliz, y se sumía en un estado de ánimo como no pude observarlo jamás en él. Todo el mundo era entonces bueno y bonito y bien ordenado, y se sentía satisfecho. Pero si Stefanie, lo que sucedía con la misma frecuencia, desviaba fríamente su mirada, se mostraba abatido y hubiera deseado poner fin a sí mismo y al mundo entero.
Es cierto que son estos los síntomas típicos para el primer gran amor. Y se intentará probablemente también quitar importancia a estas relaciones entre Adolf y Stefanie calificándolas de “sueños de colegiales”. Este nombre está indicado quizá para el concepto que tenía Stefanie de estas relaciones. Pero para Adolf, esto era mucho más que un simple enamoramiento. El simple hecho de que esta relación durara más de cuatro años, y arrojara su luz aun sobre los subsiguientes años de miseria en Viena, demuestra que en Adolf este sentimiento era un auténtico y verdadero amor. Una prueba de lo profundo de este sentimiento es la exclusividad con que Adolf consideraba esta relación. En tanto que para los caprichos juveniles es típico un cambio continuo, para Adolf, durante estos años, no existió ningún otro ser femenino que Stefanie. No veía siquiera que al lado de ella existían también otras muchachas. Stefanie significaba para él todo lo femenino. No puedo recordar que ninguna otra muchacha le ocupara jamás. Cuando más tarde, en Viena, Lucie Weidt nos entusiasmaba como encarnación de Elsa en “Lohengrin”, expresó, como máxima alabanza, que mucho en ella le recordaba a Stefanie. Por su figura, Stefanie hubiera sido la intérprete ideal de la figura de Elsa y otras figuras femeninas de los dramas musicales de Richard Wagner. Sé todavía que durante mucho tiempo nos rompimos la cabeza sobre si Stefanie dispondría acaso de la capacidad musical necesaria para esta tarea, y una voz adecuada. Adolf lo admitía así, sin más. Justamente lo que de valquiria había en ella era lo que le atraía y despertaba en él el más cálido entusiasmo. Compuso innumerables poesías amorosas en honor de Stefanie. “Himno a la Amada” se llamaba una que me leyó de un cuaderno pequeño y negro de tapas flexibles. Stefanie cabalgaba como doncella del castillo tocada con un vestido de terciopelo azul oscuro y ondeante sobre un blanco palafrén por praderas cubiertas de flores. La abierta cabellera le caía como una cascada de oro sobre los hombros. Sobre ella resplandecía un claro cielo de primavera. Todo era una pura y radiante felicidad. Me parece ver todavía el rostro de Adolf extasiado de felicidad y encanto, y me parece oír su voz mientras me leía los versos. Stefanie llenaba tan por entero su ser, que todo lo que él decía, lo que hacía, lo que proyectaba para el futuro, se refería, directa o indirectamente, a ella. Al aumentar el alejamiento con su propio hogar, como típico de los jóvenes en estos años, Stefanie iba adquiriendo cada vez más influencia sobre mi amigo, y todo esto sin haber cruzado nunca una sola palabra con ella. Yo pensaba mucho más sobriamente sobre estas cosas, y recuerdo exactamente cómo discutíamos muy a menudo sobre este punto, de la misma manera que mi recuerdo de las relaciones de Adolf con Stefanie es mucho más claro que cualquier otro. Él solía afirmar que era del todo suficiente que se presentase algún día a Stefanie. Al momento se aclararía todo lo demás, sin haberse cruzado siquiera una palabra entre ellos. Entre unas personas tan extraordinarias como lo eran él y Stefanie no era preciso, en modo alguno, la comunicación oral, imprescindible entre las demás personas. Los seres fuera de lo normal se entendían entre sí con ayuda de la intuición, me explicaba mi amigo. Cuando se trataba de un tema aún tan distante, Adolf se manifestaba siempre persuadido que Stefanie no solamente conocería su plan con toda exactitud, sino que tendría el mismo inmenso interés que él. Si yo osaba objetar que todavía no le había contado nada de ello a Stefanie y que dudaba, incluso, de que se ocupara de tales cosas, se llenaba de indignación y me increpaba:
—Tú no puedes comprenderlo, porque no eres capaz de entender el sentido de un amor extraordinario.
Para tranquilizarlo le pregunté si podría infundir a Stefanie el conocimiento de estos complicados problemas simplemente con sus miradas. A ello se limitó a contestar:
—¡Es posible! No puedo explicarlo. En Stefanie está todo lo que está en mí.
Naturalmente, yo procuraba no profundizar demasiado en estas delicadas cuestiones. Pero me afectaba que Adolf me concediera tanta confianza. A ninguna otra persona, ni siquiera a su madre, le había hablado él de Stefanie.
La misma exclusividad, tan lógica para él, la exigía también de Stefanie. Durante mucho tiempo interpretó él el interés de la joven por otros jóvenes, especialmente por ciertos oficiales, como un a modo de maniobra de diversión, con la que Stefanie pretendía disimular sus apasionados sentimientos hacia él. Esta idea, empero, era seguida a menudo por accesos de furiosos celos. Adolf se sentía infinitamente desgraciado cuando Stefanie no concedía siquiera una mirada al pálido jovenzuelo que aguardaba junto a la esquina de la Schmiedtor, y dedicaba toda su atención a alguno de los jóvenes tenientes que solían acompañarla. ¿Cómo hubieran podido satisfacer a una muchacha joven y llena de la alegría de vivir las interrogantes miradas de este enigmático adorador, cuando había otros que sabían ofrecerle su adoración de manera mucho más desenvuelta? Pero nunca hubiera yo podido decirle algo semejante a mi amigo Adolf.
—¿Qué es lo que debo hacer? — me preguntó un día.
Pregunta ésta que yo no había oído pronunciar jamás de sus labios en otros problemas. Me sentí muy orgulloso de que recabara mi consejo. Por una vez podía yo sentirme superior a él.
—Muy sencillo— contesté —, saludas a las dos damas, te acercas a ellas, te presentas a la madre, pronunciando tu nombre a la par que te quitas el sombrero, y le pides luego permiso para hablar con la hija y poder acompañar a las dos.
Adolf me miró dudoso y consideró durante unos instantes mi proposición. Luego, sin embargo, la rechazó.
—¿Qué es lo que debo decir, si la madre me pregunta por mi trabajo? Al presentarme, debo decirle mi profesión. Lo mejor será decirla inmediatamente después del nombre. “Adolf Hitler, pintor académico”, o algo parecido. Pero yo no ha llegado todavía a esto. Primeramente tengo que llegar a serlo. Es fácil de imaginárselo. Para la madre la profesión es probablemente más importante que el nombre.
Durante mucho tiempo creí que Adolf era sencillamente demasiado tímido para presentarse ante Stefanie. Sin embargo, no era timidez lo que le retenía. Ya entonces poseía Hitler un concepto tan elevado de la relación del hombre con respecto a la mujer, que le parecía indigna la manera habitual de entrar en mutua amistad. Rechazaba rotundamente cualquier forma de flirteo. Estaba convencido de que Stefanie no tenía otro deseo que aguardar hasta que él llegara para rogarle fuera su esposa. Yo no estaba en modo alguno tan seguro. Pero Adolf, como en todos sus problemas y objetivos, se había trazado ya un plan concreto. Lo que no había conseguido el padre, y menos, todavía, la escuela; lo que incluso la madre había intentado en vano conseguir, lo consiguió esta muchacha extraña y desconocida, con la que no había cruzado siquiera una sola palabra: se trazó un minucioso plan para su futuro, gracias al cual habría de serle posible solicitar la mano de Stefanie dentro de cuatro años.
El resultado de las largas horas de conversación sobre esta difícil cuestión fue que recibí de Adolf el encargo de informarme en primer lugar con más detalle acerca de Stefanie.
Conocía yo a un violoncelista en la asociación musical, al que había visto en alguna ocasión conversando con el hermano de Stefanie. Gracias a este amigo averigüé que el padre de la muchacha, un alto funcionario del gobierno, había muerto hacía algunos años. La madre vivía de manera desahogada y recibía la correspondiente pensión de viuda, gracias a la cual podía ofrecer la mejor educación imaginable a sus dos hijos. Stefanie había estudiado en el liceo para señoritas y aprobado ya el examen de reválida. Cosa natural dada su belleza, tenía un gran número de admiradores. Le gustaba bailar y el invierno pasado había asistido, acompañada de su madre, a casi todos los bailes de importancia en la ciudad. Pero que él supiera —me dijo el violoncelista— no estaba todavía prometida.
Adolf se sintió muy complicado por el resultado de mis indagaciones, aun cuando le parecía sumamente lógico y natural que Stefanie no estuviera todavía prometida. Un aspecto de mis indagaciones, empero, le intranquilizó: Stefanie bailaba. Y, según me aseguró el violoncelista, le gustaba bailar y bailaba muy bien.
Esto no encajaba, ciertamente, en el cuadro que Adolf se había bosquejado de Stefanie. Una valquiria que se mueve sobre el parquet del brazo de alguna “cabeza hueca” de teniente, esto era para él difícil de concebir. ¿De dónde procedería este severo rasgo, casi ascético, que le impedía gozar de las naturales alegrías de la juventud? El padre de Adolf había sido un hombre lleno de la alegría de vivir, y de joven, como gallardo funcionario de las aduanas, había hecho perder sin duda la cabeza a más de una muchacha. ¿Por qué era Adolf tan distinto? Era un hombre ciertamente atractivo, bien desarrollado, y sus rasgos algo severos y demasiado graves estaban animados por la extraordinaria expresión de sus ojos, cuyo peculiar brillo podía hacer olvidar, incluso, la enfermiza palidez de su rostro. Bailar, sin embargo, estaba en tal contraste con su naturaleza, como el fumar o pasar las horas sentado en una taberna bebiendo cerveza. Esto no le era en modo alguno posible, aun cuando nadie, ni tampoco la madre, le alentara en esta rígida conducta.
Por fin había algo que me permitía burlarme de él, después de verme tantas veces escarnecido y burlado.
—¡Tienes que aprender a bailar, Adolf! — le manifesté con la mayor gravedad posible.
Esto hizo que el problema del baile pasara para él a un primer lugar. Recuerdo perfectamente cómo en aquel entonces, en nuestros solitarios paseos, no era ya el tema “Teatro” o “Reconstrucción del puente sobre el Danubio” el que ocupaba el punto central de nuestras conversaciones, sino el problema del baile. Como en todas aquellas cosas que no podía él resolver inmediatamente, lo había convertido en un asunto de interés general.
—Imagínate un salón lleno de gente —me dijo en cierta ocasión—, y trata de figurarte que eres sordo. No puedes oír la música que hace moverse a todas estas personas. Contempla luego este absurdo movimiento de las personas, que no ha de llevarlas a ninguna meta. ¿No te parecerán completamente locas estas personas?
—Es inútil pensar así, Adolf —le repliqué yo—, a Stefanie le gusta bailar. ¡Si quieres conquistarla, tienes que moverte tan loca y absurdamente como los demás!
No se precisaba más para provocar en él un arrebato de cólera.
—¡No, no, jamás! —me gritó en la cara —. No bailaré nunca, ¿me oyes? Stefanie baila solamente porque la obliga a ello la sociedad, de la que depende por desgracia. ¡Tan pronto se haya convertido en mi esposa, no sentirá ya la menor necesidad de bailar!
Cosa excepcional, esta vez no pudieron convencerle del todo sus propias palabras; pues una y otra vez surgía de nuevo ante sus ojos el problema del baile. Yo llegué incluso a sospechar que en su casa, bien cerradas las puertas, ensayaba incluso un par de cuidados pasos con su hermana pequeña. La señora Hitler, para complacer a Adolf, había comprado en otros tiempos un piano. Tal vez no tardaría en serme confiado el encargo de tocar algún vals para él. En este caso me proponía preguntarle yo si no se había vuelto sordo. A mi entender, se era sordo mientras bailaba. No necesitaba de ninguna música para poder moverse. También me proponía darle algunas explicaciones sobre la armonía entre la música y el movimiento corporal, que, al parecer, no había acabado todavía de comprender.
Pero no se llegó a ello. Adolf seguía meditando y buscaba una solución. Durante días, durante semanas enteras reflexionó sobre todo ello. En su desespero se le acudió una idea absurda. Llegó a considerar seriamente la posibilidad de raptar a Stefanie. A este fin trazó un plan con todos sus detalles. Mi papel a este respecto no era muy lucido, ciertamente. Yo debía iniciar una conversación con la madre, en tanto él se apoderaba de la hija.
—¿Y de qué pensáis vivir después los dos? —le pregunté yo, prosaicamente.
Esta pregunta le hizo recobrar, en parte, la serenidad. El osado proyecto fue abandonado.
Para mayor desgracia, Stefanie se mostraba en aquel entonces también de un desagradable humor. Pasaba de largo volviendo el rostro junto a la esquina de la Schmiedtor, como si Adolf no existiera siquiera. Esto llevó a mi amigo al borde mismo de la desesperación.
—No puedo resistirlo por más tiempo —exclamó—. ¡Voy a poner fin a todo ello!
Fue la primera vez y —en tanto yo puedo recordar— la única en que Adolf pensó con toda seriedad en el suicidio. Se proponía saltar por el parapeto del puente del Danubio, me dijo. Entonces, todo habría terminado ya para siempre. Pero Stefanie tenía que ir juntamente con él hacia la muerte. No quería renunciar a ella. De nuevo se trazó un plan con sus menores detalles. Me describió minuciosamente cada una de las distintas fases en que debía desarrollarse la espantosa tragedia, fijando, a la vez, mi intervención en ella, e incluso la manera cómo debía yo conducirme después, como único superviviente. La sombría escena me agitaba en medio de mis nocturnos sueños.
No obstante, no tardó de nuevo en aparecer el sol en el cielo, y así llegó aquel feliz día de Junio de 1906 para Adolf, que él no olvidaría nunca, lo mismo que yo. El verano estaba ya próximo y en Linz se celebraba un desfile acompañado de batalla de flores. Como de costumbre, Adolf me aguardaba frente a la iglesia de los carmelitas, a donde acudía yo cada domingo para asistir al servicio divino con mis padres. Después nos apostamos en la esquina de la Schmiedtor. Este sitio estaba ventajosamente situado, pues la calle es muy estrecha en este lugar y las carrozas que intervenían en el desfile debían cruzar muy junto a la acera. Desde la plaza principal llegaba hasta nosotros la airosa música de marchas militares. La banda del regimiento de Hessen desfilaba con sus resplandecientes instrumentos. Detrás de ella, adornados a más y mejor con flores, se alineaban las diversas carrozas, desde las que jóvenes muchachas y señoras de edad saludaban alegremente a los espectadores. Pero Adolf no veía ni oía nada de ello. Febrilmente aguardaba a Stefanie. Estaba próximo ya a abandonar toda esperanza de ver a la amada, cuando Adolf me asió de repente el brazo con tanta fuerza que me hizo daño. En un bello carruaje adornado con flores acababan de aparecer la madre y la hija en la Schmiedtorstraße. Me parece todavía ver la escena ante mis ojos. La madre iba ataviada con un vestido de seda gris claro, y sostenía en lo alto una graciosa sombrilla roja, a través de la cual los oblicuos rayos conjuraban un hálito rojizo sobre el rostro de Stefanie, que vestía un vaporoso vestido de seda. El vehículo no estaba adornado de rosas, como los demás, sino con sencillas florecillas silvestres. Todo el coche estaba cubierto de rojas amapolas, blancas margaritas y azules acianos. La joven sostenía en sus manos un ramo de las mismas flores. El coche se aproxima a nosotros. Adolf parece clavado en el suelo. Nunca había aparecido Stefanie tan encantadora como entonces. El coche llegó frente a nosotros, muy cerca de nosotros. El rayo de unos claros ojos se posa entonces en Adolf. Stefanie le sonríe con toda la despreocupación propia de la festividad del día, toma una flor de su ramo y se la arroja a mi amigo.
No he visto nunca en mi vida a Adolf tan feliz como en aquel momento. Cuando el coche hubo pasado, me arrastró hasta la tranquila Kloestergasse. Después nos apresuramos hasta el paseo desierto en este momento. Contemplaba conmovido la flor, esta visible prenda del amor de la muchacha. Me parece oír todavía su voz, temblorosa de excitación, junto a mi oído:
—¡Siente afecto por mí! Tú mismo lo has visto. ¡Siente afecto por mí!
En los meses que siguieron, cuando la decisión de abandonar definitivamente sus estudios en la escuela real le llevó a disgustos con su madre, y mientras yacía enfermo, el amor por Stefanie era su único consuelo, y la flor de Stefanie la llevaba siempre consigo en un medallón. Nunca como entonces me necesitó tanto Adolf como amigo; pues yo era la única persona a la que había confiado su secreto, y sólo por mi mediación podían llegar hasta él noticias sobre Stefanie. Día tras día debía yo apostarme, a la hora de costumbre, junto a la esquina de la Schmiedtor, para poder comunicarle luego todo lo que podía observar, en especial con quién habían hablado la madre y la hija. En opinión de Adolf, Stefanie debía sentirse muy triste de verme sólo a mí en el lugar de costumbre. Esto no era así, ciertamente, pero yo se lo silenciaba a mi amigo. Que Stefanie pudiera gustarme también a mí, a esta conclusión no llegó jamás, por suerte, Adolf en sus pensamientos; pues la menor sospecha en este sentido hubiera significado el fin de nuestra amistad.
Para ello no había, empero, la menor razón, y así pude informar yo a mi pobre amigo con la mayor franqueza el resultado de mis observaciones. La madre de Adolf había observado hacía tiempo el cambio experimentado en su hijo. Una noche, me acuerdo aún perfectamente de ello, pues la pregunta me sumió en una gran confusión, me preguntó la mujer, abiertamente:
—¿Qué es lo que le pasa a Adolf, señor Kubizek, por qué le espera él con tanta impaciencia?
Yo balbucí una excusa cualquiera y me dirigí, lo más rápidamente posible, a la habitación de Adolf.
Mi amigo se sentía feliz cuando yo podía traerle novedades de Stefanie:
—Tiene una bella voz de soprano— le dije en cierta ocasión.
A estas palabras exclamó, lleno de sorpresa:
—¿Cómo sabes tú esto?
—La he seguido durante un buen trecho y la he oído hablar. ¡Entiendo lo bastante de música para saber que esta clara y limpia voz podría dar una buena soprano!
Adolf se sintió complacido por esta noticia. Y yo me alegré también de verle tan feliz, postrado en el lecho.
Yo debía seguir siempre por el camino más corto, desde el paseo hacia la Humboldtstraße. A menudo encontraba a Adolf trabajando en un ambicioso proyecto.
—Ahora está decidido —me dijo en cierta ocasión con hosca gravedad, cuando le hube comunicado mi informe—, ¡construiré la casa para Stefanie en estilo Renacimiento!
Después me invitaba a darle mi opinión sobre el proyecto, especialmente sobre la situación y las dimensiones del salón de música. Había prestado una particular atención a que este lugar tuviera una buena acústica. Yo debía decirle cuál era el lugar más indicado para el piano. Y así por el estilo. Todo esto se comentaba en un tono, como si no cupiera ya la menor duda en la realización de estos planes. Una sobria pregunta acerca del dinero era rechazada con un rudo “¡Qué tontería, el dinero!”, frase que pude oír a menudo de sus labios. También discutíamos acerca del lugar en que debía construirse esta maravillosa villa; como músico abogaba yo por Italia, en tanto que Adolf afirmaba, con obstinación, que esta mansión no podía construirse más que en Alemania, en las cercanías de alguna gran ciudad que les permitiera a él y Stefanie asistir a la ópera y a los conciertos.
Apenas pudo abandonar Adolf el lecho de enfermo, cuando se dirigió inmediatamente a la ciudad y se apostó, una vez más, en la esquina de la Schmiedtor. Todavía estaba muy pálido y desmejorado. Puntual como siempre apareció Stefanie del brazo de su madre. Vio a Adolf, pálido, con las mejillas hundidas y le sonrió.
— ¿Te has dado cuenta? —se volvió aquél hacia mí, lleno de felicidad.
— Desde este instante empezó a mejorar de manera rápida su salud.
Cuando en la primavera del año 1906 se dirigió Adolf a Viena, recibí de él detalladas instrucciones acerca de la manera cómo debía comportarme frente a Stefanie, pues estaba convencido de que la joven no tardaría en dirigirse a mí y preguntarme si mi amigo estaba de nuevo enfermo, dado que yo estaba solo en la esquina. Yo debía contestarle de la siguiente manera:
“Mi amigo no está enfermo, sino que tuvo que partir para Viena, para empezar allí sus estudios en la Academia de Artes Plásticas. Una vez terminados sus estudios, pasará un año viajando por el extranjero, naturalmente.” (Yo insistí en poder decir “Italia”.) — ¡Está bien, pues, en Italia! — “Dentro de cuatro años estará de regreso y entonces pedirá su mano. Caso de aceptarle usted, tendrán lugar inmediatamente los preparativos para la ceremonia.”
Como era de suponer, tuve yo que informar continuamente a Adolf por escrito a Viena acerca de Stefanie. Como resultaba más económico mandar tarjetas que cartas, al despedirnos, Adolf me dio una clave para Stefanie: Benkieser. Era éste el nombre de un compañero de colegio de Adolf. Hasta qué punto se acordaba Adolf de este “Benkieser”, a pesar de las muchas y variadas impresiones en Viena, lo demuestra una sencilla tarjeta postal que me escribió mi amigo el 8 de Mayo de 1906. “Me siento todavía atraído hacia mis queridos Linz y Urfahr”, me dice en ella. La palabra Urfahr está subrayada. Quería indicar, naturalmente, a Stefanie, que vivía en Urfahr. “Yo quiero o debo ver de nuevo a Benkieser. ¿Qué es lo que está haciendo?...”
Pocas semanas más tarde regresó Adolf de nuevo de Viena. Yo fui a buscarle al tren. Recuerdo perfectamente cómo llevábamos alternativamente las maletas y cómo me rogó que le contara a toda prisa lo que sabía de Stefanie. Debíamos darnos prisa, pues dentro de una hora empezaba el paseo. Adolf no quería creer que Stefanie no hubiera preguntado siquiera por él. Estaba firmemente convencido de que ella sentiría el mismo anhelo por él que él por ella. En su interior, empero, se alegraba de que no se me hubiera presentado la ocasión de desarrollar ante Stefanie sus ambiciosos planes para el futuro, pues éstos le parecían ahora extraordinariamente míseros. Llegados a la Humboldtstraße, saludó a su madre. Después nos encaminamos directamente a la esquina de la Schmiedtor. Adolf aguardaba lleno de excitación. Transcurrieron unos minutos de ansiedad. Puntualmente apareció Stefanie del brazo de su madre. Una mirada sorprendida se fijó en Adolf. Esto era suficiente. No quería nada más.
Yo, por mi parte, me sentí lleno de impaciencia.
—¡Ya podrás darte cuenta de que ella desea que le dirijan la palabra! —le expliqué a mi amigo.
—¡Mañana! —contestó Adolf.
Pero este mañana se convirtió en un pasado mañana, y transcurrieron los días, semanas y meses y años sin que Adolf hubiera hecho nada para modificar esta situación, que tan intensa y profundamente le afectaba. Era natural que Stefanie no hiciera tampoco. Arrojarle una flor con una alegre sonrisa aprovechando la alegría propia del ambiente en una batalla de flores era lo máximo que Adolf podía esperar de ella. Todo paso, por parte de la muchacha, más allá de los estrictos límites de las convenciones sociales, hubiera destrozado además la imagen que Adolf llevaba de Stefanie en su corazón.
Tal vez fuera ésta la razón de su curiosa timidez: el temor a destrozar esta imagen ideal al conocerla mejor. Pero para él, Stefanie no era solamente el símbolo de todas las virtudes femeninas, sino también la mujer que participaba con el máximo interés en sus múltiples y variados planes. No había nadie, fuera de él mismo, a quien atribuyera tantos conocimientos e intereses como a Stefanie. La menor desviación de esta imagen hubiera provocado en él una espantosa decepción. Naturalmente, y de ello estoy yo plenamente convencido, a la primera conversación con Stefanie hubiera sentido él esta decepción; pues, bien considerado, ella no era más que una muchacha joven y llena de la alegría de vivir como muchas otras, y tenía seguramente los mismos deseos que aquéllas. Inútilmente hubiera buscado Adolf en ella aquellos geniales pensamientos e ideas atribuidos por él, de manera tan obstinada, a Stefanie, hasta convertirla, por decirlo así, en el complemento femenino de su propia personalidad. Sólo el más absoluto alejamiento podía conservar para él esta imagen.
Elocuente es también el hecho de que el joven Hitler, que con su sin igual desprecio rechazaba a la sociedad burguesa, se atuviera, en estas relaciones amorosas, a las leyes y normas sociales de este tan despreciado mundo de la burguesía que muchos de los mismos miembros de esta capa social. Las reglas de la decencia burguesa y de las buenas costumbres eran, para él, el muro protector tras el cual se levantó esta veneración por Stefanie. “¡No hemos sido presentados!” ¡Cuán a menudo oí yo estas palabras de sus labios! Aun cuando, por lo general, estaba acostumbrado a pasar con un encogimiento de hombros por encima de todo lo establecido. Sin embargo, esta rigurosa observación de las formas sociales correspondía a su entero modo de ser. Se ponía de manifiesto en su siempre correcta vestimenta, en su cuidadosa conducta, así como en su honestidad natural, que tanto gusta en él a mi madre. Jamás pude oír una palabra equívoca o un chiste de parecida especie de sus labios.
Esta extraña relación amorosa de Adolf con Stefanie, a pesar de sus aparentes contradicciones, está plenamente de acuerdo con el cuadro del carácter del joven Hitler. El amor era un terreno que no puede abarcarse de una sola mirada, y que podría ser peligroso para él. ¡Cuántos que habían partido con ambiciosos proyectos no habían sido desviados del camino propuesto por unas irregulares e imprevisibles relaciones amorosas! ¡Era necesario tomar aquí las máximas precauciones!
El joven Hitler encontró de manera instintiva, ya que no consciente, el camino adecuado para sus relaciones con Stefanie: había alguien a quien amaba, pero a quien no poseía. Toda su vida estaba orientada de tal manera hacia este ser amado, como si lo poseyese por entero. Pero, como él mismo evitaba todo encuentro, de hecho esta muchacha, aun cuando existía de manera visible para él sobre la tierra, era en realidad una criatura hija de sus sueños, hacia la que podía él proyectar sus deseos, proyectos e ideas. Esto le evitaba apartarse de su propio camino, más aún, esta peculiar relación aumentaba su propia voluntad con el poder del amor. Ve a Stefanie como su esposa, construye la casa en la que vivirá con él, la rodea de un parque maravilloso y se instala en ella con Stefanie, como más tarde, de todas formas sin Stefanie, en el Obersalzberg. Este encadenamiento de sueño y realidad es característica para el joven Hitler. Y si existe el peligro de que la criatura amada se deslice por entero al reino de la fantasía, se encamina presuroso a la esquina de la Schmiedtor, y se convence de que el ser a quien ama camina, realmente, por esta tierra. Hitler no fue apoyado en su camino por lo que Stefanie era en realidad, sino por lo que él hizo de Stefanie en su fantasía. Así, Stefanie tenía un doble aspecto para él: una parte de realidad, una parte de deseo y fantasía. Sea como sea, Stefanie fue el más bello, el más puro sueño de su vida.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home