Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Friday, May 19, 2006

Hitler mi amigo de juventud V


RECUERDOS DEL PADRE

Por desgracia, no le conocí personalmente. Sin embargo, el influjo de su personalidad podía percibirse aun en los menores detalles. A pesar de que, cuando conocí a Adolf, su padre había muerto hacía casi dos años, seguía estando “presente” todavía para sus familiares. La madre estaba dominada por entero por su personalidad. Con su modo de ser tranquilo y suave, había perdido casi por completo la suya; lo que ella pensaba, decía y hacía, seguía las pautas marcadas por su esposo muerto. Sin embargo, para poder imponer, en adelante, también, la voluntad del padre, le faltaban su energía y decisión. Para esta mujer, que todo sabía disculparlo, su ilimitado amor que llenaba su entera existencia, era un obstáculo que se interponía en la educación de su hijo. De estas experiencias podía deducir yo cuán perfecta y duradera tuvo que haber sido la influencia de este hombre sobre su familia. Un señor patriarca de la casa, cuya absoluta autoridad era considerada como natural y lógica. En el mejor lugar de la habitación pendía su retrato. En la estantería de la cocina —puedo acordarme todavía exactamente de ello— estaban, cuidadosamente alineadas, con sus multicolores cabezas, las largas pipas en las que había fumado el padre en vida, como si en el próximo instante pudiera abrirse la puerta y entrar el señor inspector de aduanas, regresando, algo refunfuñante, del servicio, para después de un breve saludo tomar una de las pipas de la estantería. En la familia, estas pipas eran el verdadero símbolo de la plena autoridad del padre. Recuerdo aún cómo la señora Clara, en cierta ocasión, al hablar de su esposo, para dar más énfasis a sus palabras, señaló hacia estas pipas, como si ellas pudieran confirmarle cuán leal y fielmente seguía defendiendo ella sus opiniones.
Adolf hablaba con un gran respeto de su padre. Por enérgicamente que se opusiera a su decisión de hacerse funcionario, jamás oí de sus labios una palabra inconveniente para con su padre. El respeto y adoración que le demostraba Adolf iba en aumento con los años. No se tomaba a mal que el padre hubiera decidido, por sí solo y de manera autoritaria, la futura existencia y carrera de su hijo, determinando hacer de él un funcionario; pues el padre tenía derecho, incluso el deber, para obrar así. Muy distinto era que Raubal, el esposo de su hermanastra, este hombre inculto que no era más que un pequeño funcionario de la oficina de recaudación de impuestos, se atribuyera también este derecho. Adolf se negaba a reconocerle el derecho a cualquier intromisión en sus asuntos personales. La autoridad del padre, lo mismo que en vida, seguía siendo aun después de su muerte el contrapeso de que Adolf se valía para desarrollar su propia fuerza. En continua controversia con este contrapeso se había ido haciendo mayor. La actitud del padre le había inducido a una rebeldía, primero pasiva y luego abierta. Habían tenido lugar violentas escenas, las cuales, según me contara Adolf, acababan a menudo con que el padre le pegaba. Sin embargo, Adolf oponía su juvenil obstinación a esta violencia. De esta manera, la oposición entre padre e hijo, peculiar y contradictoria, compuestas en partes iguales de adoración y rebeldía, afecto y resistencia, inseparable unión y tenaz deseo de liberación, siguió formando, aun después de la muerte de aquél, la orientación fundamental en la vida de Adolf.
El funcionario de Aduanas Alois Hitler poseyó durante toda su vida un marcado sentido para la representación. Esta es la razón de que dispongamos de excelentes fotografías de todas las épocas de su vida. Alois Hitler gustaba de fotografiarse, menos en ocasión de sus bodas —que siempre estaban bajo un astro desgraciado— en sus ascensos profesionales. La mayoría de estas fotografías nos lo muestran con su digno rostro de funcionario en uniforme de gala con pantalones blancos y chaqueta oscura, en la que resplandecía la doble hilera de los bien pulimentados botones. Su figura es corpulenta, de mediana estatura, tendiendo ligeramente a la obesidad. Es impresionante el rostro de este hombre. Una cabeza ancha, maciza, en la que destacan ante todo sus patillas, rasuradas en la barbilla, tal como las llevaba el supremo señor el emperador. Los ojos miran agudamente e insobornables. En esta mirada puede adivinarse que este hombre, como funcionario de aduanas, estaba obligado a acoger con desconfianza todo lo que le era sometido. Sin embargo, en la mayor parte de las fotografías, una dignidad profesional oculta lo “investi gador” de la mirada. También en las fotografías que nos muestran a Alois Hitler ya retirado, puede percibirse que este hombre, vital y enérgico, no conocía en realidad el descanso. Aun cuando había cruzado ya el umbral de los sesenta años, faltan en él los signos típicos de la vejez. En una de estas fotografías, probablemente la última, la que puede verse también en el sepulcro familiar en Leonding, Alois Hitler aparece todavía como un hombre al que el servicio y el cumplimiento del deber han dado el sello a su vida. De todas formas, existe también otra fotografía de la época de Leonding, en la que Alois Hitler, algo más joven, se nos muestra algo más desde su lado privado: es la imagen de un burgués corpulento y acomodado que sabe también vivir bien.
El ascenso de Alois Hitler de hijo natural de una pobre muchacha empleada en un establo hasta el de funcionario considerado y respetado, es el camino de la insignificancia de una situación social olvidada a la en aquel entonces máxima posición para él al servicio del Estado.
Oigamos primeramente lo que el mismo Hitler escribe en su libro acerca de la vida y carrera de su padre:
“Como hijo de un pobre e insignificante jornalero, no había podido resistir la vida en el hogar. No contaba todavía trece años cuando el muchacho recogió su morral y se alejó de su patria, del bosque en que había nacido. En contra de los consejos de los “experimentados” habitantes del lugar, habíase encaminado hacia Viena, para aprender allí un oficio. Esto ocurría en los años cincuenta del pasado siglo. Una amarga decisión, ponerse así en camino con tres guineas para todo sustento hacia lo desconocido. Pero cuando este muchacho de trece años hubo cumplido los diecisiete, había terminado ya su examen de oficial, sin que ello le reportara, empero, la satisfacción para consigo mismo. Estos largos años de miseria, de continua pobreza y dolor afirmaron en él la decisión de abandonar también este oficio, para llegar a ser algo “más alto”. Si en otros tiempos el señor párroco de la aldea se aparecía como el símbolo de todas las dignidades posibles de alcanzar al hombre a los ojos de este triste muchacho campesino, su círculo de conocimientos, enormemente ampliado en la gran ciudad, le hace creer ahora lo mismo de la dignidad de un funcionario del Estado. Con toda la tenacidad de un adulto hecho “maduro” ya en plena juventud por la miseria y el dolor, el muchacho de diecisiete años se aferró con todas sus fuerzas a esta nueva decisión, y llegó a ser funcionario del Estado. Después de casi veintitrés años, según creo, había alcanzado su propósito. Y entonces creyó llegado también el instante de ver cumplida su promesa, hecha a sí mismo muchos años antes, a saber: “No regresar a la querida aldea paterna hasta haberse convertido en algo.”
La carrera profesional de este Alois Schicklgruber, que más tarde hizo cambiar su nombre por el de Hitler, es la carrera normal de un funcionario celoso en el cumplimento de su deber.
En 1864, el auxiliar Alois Schicklgruber fue ascendido a asistente provisional para el servicio de aduanas. En 1892 tiene lugar el ascenso del oficial de aduanas Alois Hitler a inspector provisional de aduanas. En 1894, Alois Hitler es confirmado definitivamente en este cargo y destinado a la capital provincial de Linz. Poco después solicita Alois Hitler su retiro, el cual le es concedido por un decreto del 25 de Junio de 1895. Contaba entonces cincuenta y ocho años de edad y tenía tras de sí una hoja de servicios de casi cuarenta años sin interrupción.
Sus colegas le describen como un funcionario muy meticuloso y concienzudo, muy riguroso en el servicio y que tenía también “sus manías”. Como superior, Alois Hitler no era, ciertamente, apreciado. En las horas libres de servicio se le describe como un hombre muy liberal, que no ocultaba en modo alguno sus convicciones. Alois Hitler estaba muy orgulloso de su categoría de funcionario. Con puntualidad profesional se presentaba en Leonding para beberse su vaso diario por la mañana. Por las noches, en torno a la mesa de sus amigos, era un contertulio apreciado, pero podía excitarse fácilmente y mostrarse grosero, al sumarse en él su natural apasionamiento y la severidad adquirida en el ejercicio de su profesión.
Las relaciones externas del padre, por consiguiente, se nos muestran claras e inequívocas: una carrera de funcionario como mil otras. No hay en ella nada de extraordinario.
Sin embargo, esta vida, tan rígidamente regulada por el servicio, del inspector jefe de aduanas imperial Alois Hitler, muestra un aspecto enteramente distinto, si se le considera desde un lado privado. La descripción del padre hecha en el libro Mein Kampf debe ser completada a la vista de los documentos auténticos, para aparecer correcta e íntegra. No hay que olvidar que Adolf Hitler, según reza el subtítulo del primer tomo del su obra Mein Kampf, concibió esta obra como “un ajuste de cuentas”, naturalmente, desde un punto de vista político. Sus descripciones biográficas no tienen más objeto que ofrecer el marco adecuado para ello. Sin embargo, su intención no era, ni de mucho, escribir una autobiografía. No hablaba de él mismo más de lo que estimaba conveniente y útil en relación con la finalidad política del libro. Es lógico, por consiguiente, que silenciara el hecho de que él no provenía del primero, sino del tercer matrimonio de su padre; que su madre era una sobrina en segundo grado de su padre, es decir, que procedía de una boda entre parientes, así como que él no era el primero, sino el cuarto hijo de sus padres, y que de cinco hermanos cuatro habían muerto todavía en la niñez. La imagen del padre está representada también de manera incompleta. Un hecho indiscutible es pasado por alto: su padre, Alois Hitler, era un hijo natural.
La certeza del origen natural del padre se tiene por la inscripción en el registro eclesiástico de la comunidad de Strones. Según éste, la doncella Anna Maria Schicklgruber, de cuarenta y dos años, dio a luz un hijo el 7 de Julio de 1837, que en el bautizo recibió el nombre de “Alois”. El padrino fue el patrón de la muchacha, el campesino Johann Trummelschlager, de Strones. Según se sabe, este hijo fue el primero y también el último. La doncella no hizo ninguna indicación al párroco acerca del padre de su hijo.
En el año 1842, cuando el hijo natural contaba ya con cinco años de edad, Anna Maria Schicklgruber se casó con el mozo molinero Johann Georg Hiedler, de cincuenta años. En las proclamas matrimoniales en la parroquia de Döllersheim se añadió la siguiente nota:
“Que él, Georg Johann Hiedler, inscrito como padre, conocido de los testigos abajo firmantes, ha reconocido ser el padre del niño Alois de la madre Anna Maria Schicklgruber, y ha solicitado la inscripción de su nombre en el libro de bautismos de esta parroquia, lo cual es conformado por los testigos.” Siguen las firmas del párroco y de los cuatro testigos conocidos en el lugar.
Johann Georg Hiedler reconoció por segunda vez su paternidad con motivo de una herencia en el año 1876, en el notariado de Weitra. En aquel entonces contaba ya ochenta y cuatro años, y la madre de su hijo había muerto hacía casi treinta años; en aquel entonces Alois Schicklgruber era ya un respetado funcionario auxiliar de aduanas en Braunau. Los campesinos Rameder, Perutsch y Breiteneder firmaron este documento como testigos bien conocidos en el lugar.
Con ello queda aclarada suficientemente la pregunta relativa a la paternidad, tanto desde el punto de vista eclesiástico como legal. No hay más que decir a este respecto. Naturalmente, no es posible alcanzar una certeza absoluta, de forma que son posibles, también, otras combinaciones acerca del abuelo de Adolf Hitler por parte de padre. La literatura sensacionalista ha hecho un abundante empleo de esta circunstancia. Y, sin embargo, ¿quién se preocupó, en aquel entonces, del hijo natural de una pobre moza de establo en la retirada aldea de un distrito en medio del bosque?
Dado que el muchacho, aun después de casada su madre por la iglesia, no fue adoptado oficialmente, siguió llamándose en adelante Schicklgruber. Durante toda su vida hubiera conservado este nombre si Johann Nepomuk Hiedler, el hermano de Johann Georg, quince años más joven que éste, no hubiera hecho testamento y decidido legar una modesta suma al hijo natural de su hermano. Para ello, sin embargo, puso como condición que Alois tomara el nombre de Hiedler. Y, en efecto, el 4 de Junio de 1876 el nombre de Alois Schicklgruber fue cambiado por el de Alois Hiedler en el libro registro de la parroquia de Döllersheim. El 6 de Enero de 1877 este cambio de nombre fue confirmado por el juzgado del distrito de Mistelbach. Desde aquel momento, Alois Schicklgruber se llamó Alois Hitler, nombre que en sí no era mucho más significativo que el otro, pero que le aseguraba una parte de la herencia.
Más tarde, cuando en cierta ocasión la conversación pasó a referirse a sus familiares en el distrito forestal, Adolf me refirió el cambio de nombre llevado por su padre. Ninguna otra medida de su “viejo señor” le satisfacía tanto como esta; pues “Schicklgruber” le parecía rudo, demasiado campesino y, además, demasiado engorroso, poco práctico. “Hiedler” le parecía demasiado aburrido, demasiado blando. Pero “Hitler” se escuchaba con gusto y era fácil de recordar.
El que su padre no eligiera la forma usual de escribir “Hiedler” de sus parientes, sino que ideara, por su propia voluntad, la forma “Hitler”, que, en realidad debiera escribirse con dos t, lo mismo que Hüttler, muestra una peculiaridad típica de él: su anhelo de cambiarse continuamente. Sus superiores no tuvieron, ciertamente, la culpa de ello. En el curso de sus cuarenta años de servicio, Alois Hitler no fue trasladado más de cuatro veces. Los lugares en que hubo de prestar sus servicios, Saalfelden, Braunau, Passau y Linz, están situados tan favorablemente desde un punto de vista geográfico, que representan, por decirlo así, la carrera ideal para un funcionario de aduanas. Sin embargo, apenas se había instalado Alois Hitler en alguno de estos lugares, cuando sentía ya la necesidad de trasladarse. Durante los años pasados en Braunau se conocen doce traslados de domicilio, aunque probablemente fueron más. En Passau cambió dos veces de morada en el plazo de dos años. Inmediatamente después de su retiro se trasladó de Linz a Hafeld, de aquí a Lambach —primeramente a la pensión Leingartner, después a la posada junto al Schweigbach, es decir, dos cambios de vivienda en un año—, y después a Leonding. No puede decirse que este continuo cambio de hogar —cuando nos conocimos Adolf recordaba ya siete cambios de casa y había asistido a cinco escuelas distintas— fuera debido a las deficientes condiciones de habitabilidad de las diversas casas. La pensión de Pommer —Alois Hitler sentía una especial preferencia por habitar en pensiones— y en la que nació Adolf en el año 1889 era una de las construcciones más bellas y representativas de los alrededores de Braunau. A pesar de ello, poco después del nacimiento de Adolf, el padre no tardó en trasladarse de nuevo. Según puede constatarse, Alois Hitler cambiaba a veces una vivienda buena por otra peor. No era la casa, sino el trasladarse, lo que importaba. ¿Cómo podría explicarse esta verdadera manía?
Podría explicarse de la siguiente manera: Alois Hitler no podía resistir el permanecer en un mismo lugar. Si su profesión le forzaba a una cierta estabilidad externa, en su círculo de actividades más íntimo debía haber siempre movimiento. Apenas se había habituado a una determinada vecindad, se sentía ya hastiado de ella. Vivir significaba cambiar de ambiente, rasgo fundamental este que puede reconocerse también en el modo de ser de Adolf.
Alois Hitler cambió tres veces de esposa. Podría decirse que circunstancias externas eran las culpables de ello. De ser así, el destino se mostraba muy deferente con su temperamento. Pero sabemos cómo justamente su primera esposa, Anna, hubo de sufrir bajo esta inseguridad, circunstancia que la llevó a separarse de su esposo y que contribuyó también en parte a su inesperada muerte; pues Alois Hitler tuvo ya en vida de su primera esposa un hijo con la que después habría de ser su segunda esposa. Y cuando también la segunda mujer enfermó gravemente y murió, Clara, la tercera mujer esperaba ya un hijo de él. El plazo hasta la boda era justamente el necesario para que el hijo pudiera nacer de manera legítima. Alois Hitler no hacía fácil, ciertamente, la vida a sus mujeres. Más de lo que la señora Hitler ha insinuado de manera sumamente reservada, lo revelaba su consumido rostro. Es posible que contribuyera también a esta inestabilidad y desequilibrio interno del padre el hecho de que Alois Hitler no contrajera jamás un matrimonio armónico por la edad. Anna era catorce años más vieja que él, Franziska veinticuatro, y Clara, veintitrés años más joven.
La desusada y notable peculiaridad del padre de cambiar una y otra vez sus condiciones de vida, es tanto más asombrosa cuando que coincide con una época de tranquila y cómoda paz burguesa, en la que, visto desde fuera, no existe la menor justificación para tales cambios. Esta peculiaridad tan típica del padre me explica también la extraña conducta del hijo, que durante tanto tiempo fue un enigma para mí, porque no podía comprender su incesante inquietud. Cuando Adolf y yo recorríamos las familiares callejuelas de la vieja ciudad —todo a nuestro alrededor respiraba paz, tranquilidad y equilibrio— mi amigo empezaba a cambiar, en su imaginación, todo lo que veía, presa de un peculiar estado de ánimo. Esta casa se encontraba aquí fuera de lugar. Debía ser derribada. Por el contrario, podía cerrarse allí aquella brecha entre los edificios. Aquel trozo de calle precisaba de una implacable corrección, para que ofreciera una impresión cerrada. ¡Fuera estos feos y tristes caserones de viviendas! Era preciso una visión libre hasta el viejo palacio. De esta manera reconstruía Hitler, en su imaginación, continuamente la ciudad. Pero no se detenía tan sólo en las edificaciones. El mendigo que pedía limosna a la puerta de la iglesia le daba el pretexto para hablar de la necesidad de una asistencia social municipal para los ancianos que hiciera innecesario este mendigar por las calles. Se acercaba una campesina con su carro de leche, tirado por un jadeante e hirsuto perro de San Bernardo, pretexto para criticar la falta de iniciativa de la Sociedad Protectora de Animales. Dos jóvenes tenientes cruzan arrastrando el sable por la calle, razón suficiente para indignarse por la incapacidad del servicio militar, que permite estos ocios. Esta tendencia a mostrarse disconforme con todo lo existente, a modificarlo continuamente y perfeccionarlo, es innata en él. Pero no se trata aquí en verdad de una cualidad suya, adquirida desde fuera, ya por la educación en la casa paterna o en la escuela, sino de una predisposición innata, que, a mi modo de ver, se pone de manifiesto por el inquieto carácter del padre. Esta fuerza misteriosa palpita en él como un motor que impulsa a cien ruedas. A pesar de ello, en la manera de ponerse de manifiesto esta predisposición se muestra ya una considerable diferencia entre el padre y el hijo. El padre poseía un regulador, de exacto funcionamiento, para dominar su irrefrenable temperamento: su profesión. Su actividad profesional, severamente regulada, daba un orden y una orientación a la inquieta naturaleza de Alois Hitler. La dura obligación de su cargo le salva, una y otra vez, de intrincadas situaciones. El uniforme del inspector de aduanas oculta lo que tiene lugar en la esfera privada de su agitada existencia. Y, ante todo, lo siguiente: con su profesión, el padre admite sin reservas la autoridad sobre la que está asentado este servicio. Aun cuando Alois Hitler, cosa que podía observarse entonces con mucha frecuencia entre los funcionarios austríacos, tenía ideas liberales, la autoridad del Estado, representada en la persona del emperador, era para él algo absolutamente inmutable. Con esta subordinación sin condiciones a una autoridad reconocida por íntima convicción, Alois Hitler pudo superar todos los escollos y bajíos en el curso de su existencia en los que a veces amenazaba estrellarse como consecuencia de su impulsiva naturaleza.
Con ello se nos aparece bajo una luz distinta la tenaz insistencia del padre de hacer de Adolf un funcionario. El padre no aspiraba, simplemente, a la usual decisión sobre la futura profesión del hijo. Su intención era, más bien, asegurar al hijo una situación que estuviera unida al reconocimiento de esta autoridad. Es perfectamente posible que el padre no llegara a tener siquiera plena conciencia de las profundas razones de esta actitud. Sin embargo, la obstinación con que hizo valer su punto de vista frente al hijo demuestra que sospechaba perfectamente lo que estaba aquí en juego para Adolf. Hasta este punto conocía a su hijo.
Con la misma tenacidad, sin embargo, se resistía Adolf a aceptar la voluntad de su padre, a pesar de que no tenía más que una vaga idea de lo que habría de ser en el futuro. Pintor artístico era, quizá, lo peor que podía desearle a su padre; pues significaba, en cierto modo, un continuo vagar y una norma de vida inestable, es decir, justamente lo que el padre quería evitar a todo trance.
Al negarse a convertir en funcionario, la vida de Adolf Hitler se separa, de manera brusca, de la órbita de su padre. En este punto es donde se encuentra la gran decisión de su vida. Aquí puso el desvío al inseguro vehículo de su vida y le dio, de manera definitiva e irrevocable, otra dirección. Yo pasé al lado de Adolf los años que siguieron a esta decisión. Pude comprobar con qué gravedad buscaba él un camino hacia el futuro, no solamente trabajo y existencia, sino también una verdadera misión adecuada a sus capacidades.
Fue en vano que el padre, poco antes de su muerte, llevara al muchacho de trece años a la oficina central de aduanas en Linz, para mostrarle su futuro campo de actividades. En el fondo, detrás de la tenaz negativa a seguir la misma carrera del padre, se oculta la rebeldía ante la autoridad existente, aquella autoridad, por consiguiente, que a los ojos del padre tenía todavía una absoluta validez. Es por ello que el camino del hijo conducía en un principio a lo incierto y finalizó, de manera consecuente, incorporando Adolf Hitler en su persona, en la meta de su carrera política, aquella misma autoridad estatal que tanto había combatido en el suelo de su patria paterna.
A primera vista, parece como si las dos cualidades que tan decisivas son para la imagen característica de Adolf Hitler, es decir, la implacable consecuencia de su naturaleza, de una parte, y de otra el deseo y ansiedad por cambiar todo lo existente, se contradijeran entre sí. Yo he tenido ocasión de vivir este contraste, sin podérmelo explicar en aquel entonces de manera satisfactoria. Aun cuando Adolf tenía siempre en continuo movimiento a lo que le rodeaba, seguía siendo siempre el mismo. Su desorbitada avidez de cambio podía conseguir que, a pesar de lo consecuente de su carácter, no quedara rígido e inmóvil, aferrándose a una posición unilateral, sino que, por el contrario, la consecuencia de su carácter daba una meta inconmovible y firme, una clara orientación, a su violento deseo de cambio. Estas dos cualidades, alternativamente predominantes en él, se me aparecieron como condición ideal de un hombre revolucionario.
Alois Hitler tuvo una muerte repentina. El 3 de Enero de 1903 —contaba entonces sesenta y cinco años y era todavía extraordinariamente vigoroso y activo— se dirigió como cada día, puntualmente, a las diez, a la posada vecina para beber su vaso de vino matinal. De repente se desplomó sin una palabra en la silla. Antes de que pudiera acudir un médico o sacerdote estaba muerto.
Cuando el hijo de catorce años fue llevado al lecho de muerte del padre, rompió en incontenibles sollozos según informan los presentes. Una prueba de que las relaciones de Adolf con su padre eran mucho más profundas de lo que se admite generalmente.


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