Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, May 08, 2006

Hitler mi amigo de juventud III


LA IMAGEN DEL JOVEN HITLER

Lamento tener que comenzar este capítulo con una constatación negativa: no poseo ninguna fotografía que nos pudiera mostrar a Adolf Hitler durante los años de nuestra amistad. Tampoco recuerdo haberla poseído jamás. Lo más probable es que no exista ningún retrato fotográfico de Hitler de aquella época.
La no existencia de retratos fotográficos de aquellos años es por demás comprensible. Durante los primeros años de nuestro siglo no existían todavía aparatos fotográficos que uno pudiera llevar cómodamente consigo. Y en el caso de que éstos hubiesen existido, ninguno de nosotros dos hubiese poseído un tal aparato; éramos unos pobres diablos que gastaban sus últimos dineros para asistir a una representación de ópera o un concierto sinfónico. Cuando uno se quería hacer retratar, iba al fotógrafo. Y esto era un asunto tan complicado y costoso que antes había que meditarlo cuidadosamente. En realidad, la gente sólo se retrataba con motivo de acontecimientos festivos, los bautizos, las comuniones y las bodas. Mi amigo jamás sintió, por lo que yo recuerde, la necesidad de hacerse retratar. Era todo menos presuntuoso. A pesar de que se preocupaba mucho de su persona, no era presumido en el sentido corriente de esta palabra. Incluso me atrevo a decir que ser presumido era demasiado poco para él. Era demasiado inteligente para ello y, además, tan convencido de sí mismo que no dejaba lugar para la presunción, ni tampoco cuando Stephanie apareció en su vida. Tal vez se deba a esta falta de presunción que no poseamos hoy en día ningún retrato fotográfico juvenil de Hitler. Por el contrario, poseo varios de mí mismo.
Los retratos realmente auténticos de la infancia y la juventud de Adolf Hitler se pueden contar con los dedos de una mano.
En primer lugar, la conocida fotografía que hicieron en el año 1889 del pequeño Adolf pocos meses después de su nacimiento. Esta imagen, pequeña y delicada, del niño, nos ofrece ya todo aquello que posteriormente es típico de la fisonomía de Hitler. Las proporciones características de la nariz, mejillas y boca, los ojos claros y penetrantes, los oscuros cabellos que le caen sobre la frente... todo esto con la peculiar ingenuidad de la niñez. Hay otro detalle que llama especialmente la atención en este primer retrato fotográfico de Hitler: el gran parecido de Adolf con su madre. Tuve ocasión de cerciorarme de este parecido cuando vi por vez primera a la señora Hitler. Pero todos aquellos que comparen el retrato de Adolf con el de su madre, se darán igualmente cuenta de este parecido. El retrato de su madre es realmente la obra maestra de un fotógrafo. El parecido es realmente sorprendente. Casi como copiado. Paula, la hermana de Adolf, por el contrario, se parecía en todo a su padre. No conocí al padre de Adolf y he de referirme en este sentido a los informes que poseo de la madre.
Siguen a continuación los retratos de la época escolar de Hitler, retratos de los alumnos de toda una clase. No se conocen retratos individuales de aquella época. Las fotografías publicadas son ampliaciones de aquellos retratos colectivos. Todos recordamos cómo se hacían estas fotografías. Un buen día se presentaba el fotógrafo en la escuela. Los alumnos se reunían en el patio. La fila inferior se sentaba en el suelo y los que estaban en el extremo izquierdo, o derecho, se tumbaban apoyándose con los codos en el suelo para de esta forma crear un cuadro simétrico; la segunda fila se sentaba en unos bancos y los demás de pie. Relato todo esto porque la excitación que dominaba en tales ocasiones a los escolares se adivinaba perfectamente en la expresión de sus rostros e impedía que éstos se revelaran libres y sin inhibiciones de ninguna clase. Con rostros graves, tan ajenos a los que mostraban durante el resto del día, miraban fijos hacia el objetivo.
El escolar Hitler es difícil de diferenciar de aquellos cuarenta o más rostros que, sobre todo, en las escuelas populares campesinas se parecen como un huevo al otro. La mayoría de las veces se hace necesaria una flecha o una cruz para llamar la atención sobre el rostro que se quiere hacer resaltar. La única expresión que se puede leer en la misma es la de una curiosidad reservada de cómo aquel fotógrafo que se toma tanto tiempo para hacer la fotografía llevará a feliz término su propósito. No podemos adscribir a estos rostros de escolares expresiones que en realidad no existen. Sólo quiero llamar la atención sobre un hecho: la expresión de Hitler en estas fotografías es siempre la misma. A pesar de que existe un plazo de tiempo considerable entre ellas, es siempre el mismo rostro, como si nada hubiese cambiado en él. Creo que en ello se expresa, aun cuando de un modo todavía inconsciente, aquella peculiar consecuencia de expresión, aquel “no poder cambiar”, que se me antoja es la característica más esencial de Hitler. Se ha dicho también que Hitler en dichas fotografías trataba de aparecer en un lugar privilegiado. En el retrato de su clase del año 1899, de la cuarta clase en Leonding, aparece Hitler en el centro de la fila superior; en la fotografía del año 1901, en la primera clase del Instituto de Linz, aparece de nuevo en la fila superior, esta vez en el extremo derecho.
Con esto queda dicho todo lo que se puede decir sobre las fotografías del joven Hitler, si la casualidad no nos hubiese conservado el dibujo de un compañero de clase del cuarto curso del Instituto de Steyr, la última clase a la que asistió Hitler. El dibujo procede del año 1905.
Este compañero de clase llamado Sturmlechner que hizo un retrato del joven Hitler y que en el ángulo superior escribió orgulloso: “Al natural”, era, desde luego, un aficionado. Esto se adivina ya desde un principio en el dibujo, que es todo menos una obra artística. Lo más seguro es que Sturmlechner sólo supiera dibujar de perfil, ya que siempre hacía esta clase de dibujos. Lo que se apartaba del perfil, le proporcionaba inauditas dificultades. La nariz aparece mal perfilada y, en cuanto a los pelos, fracasa por completo su arte, aún cuando los cabellos por aquella época casualmente se correspondían “al natural”. A pesar de todo, el dibujo posee un cierto atractivo, y esto debido a que la expresión es natural y sin añadidos de ninguna clase. Si sólo me fijo en el perfil de este bosquejo de Sturmlechner, veo ante mí la imagen que se corresponde con el recuerdo que tengo de mi amigo de juventud.
El dibujo de Sturmlechner ha tenido un destino muy curioso. Se han cometido muchas absurdidades con el mismo. Por ejemplo, un autor que ha escrito sobre los años de miseria de Hitler en Viena ha colocado sobre la cabeza de éste un sombrero hongo y metido en la corbata una aguja con una esvástica, y publicaba el retrato en cuestión como una expresión característica de Hitler durante los últimos años que pasó en Viena. La autenticidad del perfil no admitía discusión posible teniendo en cuenta cuán poco había cambiado la fisonomía de Hitler. Pero aquel autor no sabía que Hitler jamás había usado un sombrero hongo. A Adolf sólo le gustaban los sombreros oscuros y flexibles, nada más. ¡Cómo se burlaba él de aquellos “melones”!
Con ello ha llegado al fin de todo lo que hace referencia a las fotografías del joven Hitler. Voy ahora a intentar completar algo sobre la imagen de mi amigo de juventud, aun cuando me percato plenamente de que mi estudio siempre será incompleto.
Hitler era de estatura mediana y esbelto, por aquel entonces ya algo más alto que su madre. Su constitución no era en modo alguno la de un hombre fuerte, sino más bien delgado y frágil. Su salud era de lo que hubiese sido de desear y él se lamentaba con frecuencia de ello. Tenía que protegerse ante el clima nebuloso y húmedo de Linz durante los meses de invierno. En efecto, durante estos meses se encontraba con frecuencia enfermo y tosía mucho. En resumen, era débil de pulmones.
La nariz, muy regular y bien proporcionada. La frente, despejada y libre, ligeramente inclinada hacia atrás. Me sabía mal, ya por aquel entonces, que tuviera la costumbre de peinar su cabello muy hacia la frente. Por lo demás, esta descripción usual frente-nariz-boca me resulta ridícula, puesto que en aquel rostro eran los ojos tan sobresalientes que no se observaba nada más. Jamás he vuelto a ver en mi vida un rostro de hombre en el cual... ¿cómo expresarme...? los ojos dominaran de tal forma la expresión del rostro como era el caso en mi amigo. Eran los ojos claros de su madre. Pero aquella mirada fija, penetrante, era todavía más acusada en el hijo; en cierto modo, había sido superada y poseía más fuerza y capacidad de expresión. Resultaba sorprendente cómo podían cambiar la expresión de aquellos ojos, sobre todo, cuando Adolf hablaba. Para mí tenía mucho menos importancia el sonido grave y sonoro de su voz que la expresión de sus ojos. Adolf hablaba efectivamente con los ojos. Aun cuando mantenía los labios firmemente apretados, los ojos revelaban lo que quería decir. Cuando vino por primera vez a nuestra casa y yo lo presenté a mi madre, me dijo ella, antes de acostarse: “¡Qué ojos tiene tu amigo!” Y recuerdo perfectamente que en el tono de su voz se adivinaba más el temor que la admiración. Cuando en ocasiones me han preguntado en qué característica resaltaba aquel hombre durante su juventud, sólo puedo responder: ¡Por sus ojos!
Claro está que también llamaba la atención su fácil oratoria. Pero era yo demasiado inexperto en este sentido para sacar las debidas consecuencias. Yo estaba convencido de que Hitler llegaría algún día a ser un gran artista, un poeta, pensé en un principio, luego un célebre pintor, hasta que luego, en Viena, me convenció de que sus dotes se encaminaban hacia el campo de la arquitectura. Pero para tales fines artísticos sus dotes oratorias no eran necesarias, al contrario, casi representaban un obstáculo en la consecución de sus fines. A pesar de todo, lo escuchaba gustosamente cuando él hablaba. Su lenguaje era muy escogido. Rehusaba el dialecto, sobre todo el vienés, que le era adverso por su tono suave, melodioso. En realidad, Hitler no hablaba como un austríaco. Se podía decir incluso que en la rítmica de su lenguaje, en su modo de expresarse, se asemejaba más a los bávaros. Decisivo en este caso puede ser que desde los tres a los seis años vivió de Passau, donde su padre era funcionario de aduanas.
No cabe la menor duda de que mi amigo Adolf fue, ya desde su primera juventud, un hombre dotado de una fácil oratoria. Y él lo sabía. Hablaba a gusto y sin interrupción. En ciertas ocasiones, cuando se perdía en sus fantasías, despertaba en mí la sospecha de que todo lo que decía era sólo un ejercicio de oratoria. Pero rápidamente alejaba de mí esta sospecha. ¿Acaso no había creído yo a pies juntillas todo lo que él había dicho? Adolf gustaba de probar su fuerza de persuasión en mí y en otras personas. Recuerdo un ejemplo que jamás se borrará de mi memoria, y es que cuando aún no había cumplido los dieciocho años de edad, convenció a mi padre de que debía mandarme al conservatorio de Viena. No cabe la menor duda de que era éste un éxito sorprendente teniendo en cuenta la naturaleza tan pesada y cerrada de mi padre. Desde aquella demostración tan decisiva para mí de su capacidad, no consideraba ya nada imposible que Hitler no pudiera conseguir gracias a su fuerza de persuasión. La mayoría de las veces solía recalcar sus palabras con gestos comedidos y estudiados de antemano. De vez en cuando, al referirse a uno de sus temas predilectos, el puente sobre el Danubio, la ampliación del museo e incluso sobre la estación subterránea que él había previsto para Linz, le interrumpía yo y le preguntaba cómo se imaginaba la realización práctica de aquel proyecto, ¡nosotros no éramos más que unos pobres diablos! En aquellas ocasiones me miraba extrañado y casi con una expresión enemistosa, como si no hubiese comprendido mi pregunta. La mayoría de las veces no respondía a lo que yo le había preguntado y se limitaba a interrumpirme con un gesto muy significativo de su mano. Más tarde me fui acostumbrando a ello y ya no encontraba ridículo que aquel muchacho de dieciséis o diecisiete años desarrollara proyectos gigantescos y me los expusiera en todo su detalle. Si sólo hubiese hecho caso de sus palabras, todo aquello se me hubiese antojado un juego o una locura. Pero la expresión de sus ojos me convencía, cada vez de nuevo, de que hablaba en serio.
Adolf prestaba mucha atención a un comportamiento correcto y exacto. Con una exactitud fuera de dudas observaba las leyes de los tratos sociales, aun cuando para él la sociedad representase tan poco. Recalcaba continuamente la posición de su padre que en su calidad de funcionario de aduanas se podía equiparar a un capitán. Cuando hablaba de su “padre” no se podía sospechar cuán profundamente negaba para sí mismo aquella posición de empleado estatal. Siempre había algo en torno de él que hablaba de seguridad en sí mismo. Jamás se olvidó de darme recuerdos para mis padres y en ninguna de las tarjetas postales que me envió faltó jamás la fórmula “saludos a tus queridos padres”.
En Viena, donde convivíamos en casa de la misma patrona, observé que por las noches colocaba siempre los pantalones bajo el colchón para tenerlos “planchados” a la mañana siguiente. Adolf sabía apreciar un aspecto externo cuidado. Aun cuando no era presumido, poseía un sentido muy acusado para la presentación de sí mismo. No cabe la menor duda de que tenía grandes dotes de artista que, junto con sus dotes oratorias, sabía emplear en el momento oportuno. En ocasiones, me preguntaba yo a qué se debía que Hitler, que poseía cualidades indudables, no hubiese llegado más lejos en Viena. Fue sólo más tarde que comprendí que él no tenía ningún interés en un ascenso profesional. No poseía la menor ambición para conquistarse una posición que le permitiera ganarse su sustento. La gente que le conocía en Viena no podía comprender en modo alguno la contradicción que existía entre su aspecto externo tan cuidado, su lenguaje culto y su presencia segura y, por otro lado, aquella vida tan mísera que llevaba; y le consideraban orgulloso o presumido. Pero Hitler no era nada de ambas cosas. No encajaba en un sistema burgués.
Hitler era un verdadero artista en pasar hambre, a pesar de que, cuando se le presentaba la ocasión, gustaba de comer bien. Es cierto que durante su época en Viena casi siempre le faltaba el dinero necesario para ello. Y cuando tenía dinero estaba siempre dispuesto a renunciar a la comida para adquirir una localidad en el teatro. No comprendía los placeres materiales. No fumaba, no bebía y vivía durante días alimentándose sólo de pan y leche.
En su menosprecio por todo aquello que hacía referencia al cuerpo, el deporte, que por aquel entonces se hallaba en franco ascenso, significaba para él muy poco. En cierta ocasión leí no sé dónde que el joven Hitler había cruzado a nado el Danubio. No recuerdo este hecho. Lo único que hacíamos era irnos a bañar de vez en cuando al Rodel. Pero esto era todo. El Byzicle-Club, en el cual se reunían los emprendedores ciclistas, sólo le interesaba porque en el invierno disponía de una cancha de patinaje. Pero, incluso esta pista de patinaje, le interesaba menos por el ejercicio físico, que por su amada muchacha que allí practicaba este arte.
El único deporte que practicaba Hitler con gran afán era el caminar. Iba a pie a todas partes y siempre. En mi memoria siempre le veo de un modo u otro en movimiento. Podía caminar durante horas y horas, sin cansarse. Juntos recorrimos los alrededores de Linz en todas direcciones. Apenas debe existir allí un camino que no hayamos recorrido los dos. Su amor a la Naturaleza era muy acusado. Desde luego, amaba la Naturaleza a su modo. No se trataba aquí de sentirse estimulado por intereses científicos. Su afán de saber casi siempre insaciable parecía haber llegado a unos límites claramente delimitados. Durante su época de escolar, tal como me contó, había sentido una gran pasión por la botánica, pero esta afición, así como también el coleccionar mariposas o minerales respondía más bien a afanes juveniles que a una determinada inclinación en este sentido. No le interesaban los detalles en la Naturaleza, asimilaba ésta en su conjunto. La llamaba él “afuera”. Esta palabra sonaba tan familiar en sus labios, como si hubiese dicho “dentro”, “en casa”. En efecto, en la Natura leza se encontraba como es su propia casa. Su predilección por las excursiones nocturnas o a permanecer de noche en algún lugar en el que no había estado anteriormente, fue ya muy acusada durante los primeros años de nuestra amistad.
La Naturaleza ejercía sobre él una influencia muy extraordinaria, tal como no he podido observar en ninguna otra persona. Cuando estaba “fuera” era una persona muy diferente de cuando estaba “dentro” en la ciudad. Había rasgos muy concretos de su personalidad que sólo se revelaban cuando estaba en la Naturaleza. Jamás se mostraba tan concentrado en sus pensamientos como cuando caminaba por los silenciosos senderos de los bosques del Mühlviertel o cuando, por las noches, recorríamos rápidamente el Freinberg. Mientras caminábamos, sus pensamientos y ocurrencias fluían mucho más tranquilas y seguras que en cualquier otra parte.
Había cierta contradicción en él que no supe explicarme durante mucho tiempo. Cuando el sol iluminaba los estrechos callejones y un viento fresco y vivificante traía el olor del bosque a la ciudad, se sentía irremediablemente impulsado a salir de aquellos callejones estrechos y sombríos y pasear por los prados y campos. Pero, apenas estábamos allí, me aseguraba que no podía resistir por más tiempo el estar al aire libre. Afirmaba que le sería imposible volver a residir, por ejemplo, en un pueblo como Leonding. A pesar de todo su amor a la Naturaleza, se alegraba cada vez que regresábamos a la ciudad.
Cuando en el correr del tiempo conocí más a fondo a Adolf, comprendí también esta contradicción en su carácter. Necesitaba la ciudad, la multiplicidad y riqueza de las impresiones, de las vivencias y acontecimientos; se sentía partícipe de todo, no había nada en la ciudad que no le preocupara personalmente. Necesitaba a las personas con sus intereses tan contradictorios, sus ambiciones, objetivos, planes y deseos. Sólo en esta atmósfera cargada de problemas se sentía a gusto. El pueblo, considerado desde este punto de vista, le resultaba demasiado uniforme, sin importancia, falto de interés y, por consiguiente, para sus intereses ilimitados que le llevaban a ocuparse de todo, poco exhaustivo. Además, una ciudad, con su aglomeración de casas y viviendas resultaba ya de por sí interesante. Es comprensible que por todo lo expuesto sólo se sintiera a gusto cuando podía vivir en la ciudad.
Por otro lado, necesitaba una compensación contra aquella ciudad que continuamente le cargaba y atraía todos sus intereses. Encontraba esta compensación en la Naturaleza, en la cual él nada podía mejorar o cambiar puesto que las siempre eternas leyes a que obedece la Naturaleza se hallan más allá de la voluntad humana. Aquí podía volverse a encontrar a sí mismo, puesto que no se veía incitado como era el caso en la ciudad, a adoptar una actitud determinada a cada paso que daba.
Mi amigo tenía un modo especial de poner la Naturaleza a su servicio. Buscaba cerca de la ciudad un lugar quieto, un lugar que apenas visitaban los demás, y en el que podía estar a solas. Siempre de nuevo le conducían sus pasos al mismo sitio. Cada arbusto, cada árbol le era conocido. No había nada en torno de él que hubiese podido alejarle de sus meditaciones. La Naturaleza le rodeaba como los muros de una silenciosa y familiar estancia. De esta forma convirtió el “afuera” en su “interior”, en el cual sin interrupciones de ninguna clase podía seguir el hilo de sus pensamientos y sus planes.
Durante largo tiempo instaló su estudio natural en un banco del Turmleitenweg. Allí leía sus libros, dibujaba y hacía sus acuarelas, allí escribió sus primeras poesías. Otro lugar que eligió posteriormente era todavía más escondido y silencioso. Del sendero que conducía desde media altura del Kalvarienberg al Zaubertal, era necesario desviarse hacia el Oeste y encaramarse por altas rocas y espesos arbustos para alcanzar dicho lugar, que era difícil nadie más pudiera encontrar. Nos sentábamos sobre la roca más alta, que avanzaba hacia el valle. En tanto que los arbustos y los árboles cerraban para nosotros el mundo tras nuestros cuerpos, veíamos libre ante nosotros el curso suave del Danubio. El tranquilo fluir del río impresionaba siempre de nuevo a Adolf. Inagotable, irrefrenable, procedente de la eternidad, fluyendo hacia la eternidad, se dirigían las poderosas aguas hacia el Este. ¡Cuántas veces me habló mi amigo, allá arriba, de sus planes! A veces se sentía dominado por sus sentimientos, y en estos casos daba libre curso a su fantasía. Recuerdo que una vez me relató en aquel lugar una escena del viaje de Krimhild al país de los hunos, con tanta emoción, que creí ver deslizarse desde allí arriba los poderosos barcos de los reyes de Burgundia.
En contraste con estos momentos de meditación y recogimiento estaban nuestras largas excursiones. No nos costaba mucho equiparnos para las mismas. Lo único que necesitábamos era un bastón fuerte. Adolf se ponía su traje de a diario, una camisa de colores y, en señal de que tenía la intención de hacer una larga caminata, en lugar de la corbata sólo un pañuelo de seda anudado al cuello. No nos llevábamos nada para comer. Cuando sentíamos hambre, encontrábamos siempre un lugar donde nos vendían un poco de pan y tomábamos un vaso de leche. ¡Qué tiempos tan felices aquellos!
Menospreciábamos los trenes y los coches e íbamos a todas partes a pie. Cuando combinábamos una de estas largas caminatas domingueras con una excursión de mis padres, lo que tenía para nosotros la ventaja de que luego mi padre nos invitaba a un opulento almuerzo en alguna posada, salíamos nosotros ya muy temprano para alcanzar mis padres que partían más tarde en el tren. Mi padre, que estaba más contento que yo mismo después de seis días de esforzado trabajo, bañado en sudor y cubierto de polvo, al poder respirar aire puro y fresco sentía una especial predilección por el pueblecito de Walding, situado en medio de grandes y hermosos huertos y que durante la primavera resplandecía en colores rosados y blancos. Para nosotros, también Walding tenía sus grandes atractivos puesto que el río Rodel fluye por allí cerca y donde los cálidos días de verano nos bañábamos. El río con su fondo dorado oscuro nos recuerda los tranquilos riachuelos de la patria de Adalbert Stifter. Pero el Rodel es traidor. Cuando menos se espera se forman remolinos y sólo los buenos nadadores logran zafarse de los mismos.
Recuerdo un pequeño episodio. Adolf y yo habíamos bajado de la posada al río para bañarnos. Yo era un nadador bastante bueno y también mi amigo. Pero mi madre siempre estaba intranquila. Nos vio y se sentó sobre un bloque de granito para contemplar desde allí nuestras artes acuáticas. El bloque de granito que se adentraba hacia el agua estaba cubierto de musgo. Mi madre mientras nos contemplaba con expresión angustiada, resbaló sobre el húmedo musgo y cayó al agua. Yo estaba demasiado alejado para acudir inmediatamente en su auxilio. Pero Adolf se tiró a su vez al agua y la sacó del río. Adolf siempre sintió un gran cariño por mis padres. Es característico en este sentido que aún en el año 1944, con motivo de cumplir mi madre sus ochenta años, le mandara un paquete de comestibles, sin que yo lograra jamás informarme cómo se había enterado él de este hecho.
A Adolf le gustaba en especial el Mühlviertel. Las amplias alturas que de colina en colina hacían la vista más espaciosa y, finalmente, se abría el paisaje por completo. Allí abajo, junto a la cin ta plateada del río, se alzaba la ciudad. Desde el monte Pöstling, que no es una montaña en el sentido exacto de la palabra, sino sólo el límite de la altiplanicie que se extiende hacia el Danubio, caminábamos a través del Holspoldl y el Elendsimmerl hasta Gramastetten o a través de los bosques en dirección a las ruinas de Lichtenhag. Adolf medía los restos de las ruinas conservadas y los anotaba luego en su libro de apuntes que siempre llevaba consigo. Luego, hacía un rápido bosquejo de las ruinas, añadía el puente levadizo y el foso y recubría, según el dictado de su fantasía, los muros de helecho. En cierta ocasión me sorprendió al exclamar: “¡Este es el lugar ideal para mi soneto!” Pero, cuando le pregunté a qué se refería, se limitó a contestarme: “¡Primero tengo que ver lo que resultará de todo esto!” Por el camino de regreso me confesó que tenía la intención de convertir un tema, que le obsesionaba, en una obra teatral.
Fuimos también a St. Georgen an der Gusen ya que él quería examinar los posibles recuerdos que existían allí sobre la célebre batalla de la Guerra de los Labradores. Después de haber recorrido todo el Riedmark sin haber encontrado ningún punto de apoyo, se le ocurrió a Adolf una idea por demás extraordinaria. Estaba convencido de que la gente que allí vivía tenía que tener un lejano recuerdo de aquella batalla tan importante. Al día siguiente se encaminó solo a aquella región después de haber intentado en vano que mi padre me permitiera acompañarle. Permaneció fuera durante dos días y dos noches. No recuerdo si logró averiguar algo.
Sólo porque Adolf quería ver a su amada ciudad de Linz desde el Este, tuve que acompañarle al desagradable Pfenningberg, una montaña por la cual los habitantes de Linz mostraban muy poco interés. También a mí me gustó más la visión de la ciudad desde aquel lado que desde éste. Pero Hitler se pasó allí horas y horas tomando apuntes. La subida al Steyregg que emprendimos aquel mismo día no me compensó las fatigas de la anterior ascensión.
Por el contrario, St. Florian comenzó a convertirse también para mí en un lugar de peregrinaje del arte. Creíamos tropezarnos aquí en esta región, bendecida por Anton Bruckner, con el “músico de Dios” y escuchar en la hermosa iglesia sus geniales improvisaciones en el gran órgano. Pero debimos contentarnos con detenernos ante la sencilla losa donde habían enterrado hacía diez años al gran maestro.
Para mí, tales visitas eran muy interesantes, puesto que Adolf era en realidad un hombre muy encerrado en sí mismo. Siempre había un campo de acción en su interior, en el que no permitía la entrada a nadie. Existían para él secretos insondables y en muchos aspectos mi amigo era para mí un verdadero enigma. Pero había una clave que permitía descubrir cosas y hechos que en caso contrario quedaban ocultos: su entusiasmo por todo lo bello. Cuando hablábamos de una obra de arte tan maravillosa por el claustro de St. Florian, se derrumbaban todos los obstáculos. En tales momentos Adolf, impulsado por su entusiasmo, salía por completo de su reserva y yo me sentía doblemente feliz por aquella amistad.
En muchas ocasiones me han preguntado, creo incluso que el propio Rudolf Hess cuando durante una de sus visitas a Linz me rogó le fuera a ver, si Hitler, tal como yo le recordaba, había tenido sentido del humor. Las gentes que le rodeaban encontraban a faltar esta faceta en su carácter. A fin de cuentas era austríaco, de modo que no cabe la menor duda de que también él había heredado algo del célebre humor austríaco.
Es cierto que la impresión que se obtenía de Hitler, sobre todo después de un encuentro corto y fugaz, era la de un hombre muy serio. Esta profunda seriedad parecía ensombrecer todo lo demás. En sus años jóvenes también era así. Con una seriedad muy grande, que no correspondía en absoluto con aquel muchacho de dieciséis o diecisiete años de edad, examinaba todas las cuestiones que le conmovían y afectaban. Y el mundo tenía miles y miles de preguntas que dirigirle. Podía amar y admirar, odiar y despreciar, pero siempre con la máxima seriedad. Pero no era capaz de echar un problema a un lado con una ligera sonrisa. Aun cuando no se interesara personalmente por el deporte, por ejemplo, era el deporte, como manifestación de una época, tan importante para él como cualquier otro problema. Jamás llegaba a una conclusión final cuando comenzaba la discusión de todos los puntos de vista en pro y en contra. Con su seriedad característica planteaba continuamente nuevos aspectos del problema, y si el presente no le ofrecía un tema, hurgaba en el pasado durante horas y horas y en toda clase de libros. Esta seriedad desacostumbrada era su característica externa más destacada. Por el contrario, se encontraban a faltar muchos aspectos que caracterizan a la juventud: una indolencia despreocupada, vivir al día, contentarse con el “que venga lo que sea”. No, esto no valía para él. En este caso —¡extraña contradicción! — se hubiese él sentido muy poco joven. El humor quedaba con ello relegado a la esfera más íntima. Sólo irradiaba de vez en cuando, como si se tratara de algo despreciable. Con frecuencia se dirigía este humor a las personas que le rodeaban, o sea a aquel campo de acción en el que no existían para él problemas ni preguntas. Por este motivo, el agudo y algo amargado humor se mezclaba con frecuencia a la burla, desde luego, siempre una burla amistosa. En cierta ocasión asistió a un concierto en el que yo tocaba la trompeta. Le divertía lo indecible imitarme y me confesó que con mis mejillas hinchadas le había parecido yo un ángel de Rubens.
No voy a terminar este capítulo sin destacar una característica del joven Hitler que, lo reconozco de antemano, puede resultar hoy día un tanto paradójica. Hitler poseía una gran capacidad de penetración en las almas de las personas. De una forma realmente conmovedora se hizo cargo de mi persona. No tenía necesidad de contarle cuál era mi situación. Comprendía y asimilaba todo lo que me conmovía a mí de un modo tan directo como si hubiese sido yo mismo. ¡Cuántas veces me ayudó en una situación apurada! Siempre sabía lo que era más conveniente para mí, lo que yo podía necesitar. Aun cuando se ocupase intensivamente de todo lo concerniente a su persona, también con la misma intensidad se ocupaba de los asuntos de aquellas personas que le interesaban. No fue en modo alguno debido a la casualidad que fuera él quien diera el curso decisivo a mi vida persuadiendo a mi padre que me permitiera estudiar música. Y esto se debía a su posición básica que le llevaba a tomar parte, de un modo que no admitía dudas, de todo aquello que hacía referencia a mi persona. En ocasiones no podía desprenderme de la impresión de que junto a su vida vivía él también la mía.
He reflejado aquí la imagen del joven Hitler, tal como la conservo en mi memoria. La pregunta, empero, que por aquel entonces se cernía inconsciente y sin ser formulada en palabra sobre aquella amistad de juventud, ha quedado sin respuesta hasta el día de hoy: ¿A qué fin destinaba Dios aquel ser humano?


Indice
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