Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Wednesday, May 03, 2006

Hitler mi amigo de Juventud I


AMIGOS DE JUVENTUD EN LINZ
PRIMER ENCUENTRO

Yo nací en Linz el 3 de Agosto de 1888.
Mi padre era de oficio tapicero, y mi abuelo carpintero. Mi abuela procedía del campo, y pertenecía a los Gillhofer de Peuerbach. Mi madre era hija de un herrero, emigrado a la ciudad en los años en que se trazó la línea de ferrocarril tirado por caballos Linz - Budweis. Estaba casado con una campesina de Rosenberg. A su través entraron a formar parte de nuestra familia gentes de la patria de Adalbert Stifter. Mi padre tenía muchos de los rasgos propios de los moradores de los bosques de Bohemia.
Antes de contraer matrimonio, mi padre trabajaba como oficial tapicero en la fábrica de muebles de Linz, Müller und Sohn, en la Bethelemstraße. Al mediodía solía comer en un pequeño figón en la Bischofsstraße, que existe todavía en la actualidad. Aquí conoció a mi madre, que trabajaba de camarera en este local, en el que no era obligatorio la consumición de bebidas. Los dos se agradaron mutuamente, y en Julio de 1887 contrajeron matrimonio.
En un principio, la joven pareja se instaló en casa de los padres de mi madre, en la Hafnerstraße 35. El jornal de mi padre era escaso, y mucho y fatigoso el trabajo. Mi madre se encontraba encinta, y había abandonado su trabajo. Es por ello que yo nací en tristes circunstancias. Un año más tarde nació mi hermana Maria, que murió todavía en la primera niñez. Al año siguiente vino Theresia al mundo. Ésta murió a la edad de cuatro años. Mi tercera hermana, Carolina, enfermó gravemente, vivió delicada algún tiempo y murió cuando contaba ocho años de edad. No es para describir el dolor de mi madre. Durante toda su vida sufrió bajo el temor de perderme también a mí. De sus cuatro hijos, yo era el único con vida. Así, todo el amor de mi madre se consagró hacia mí.
Hay aquí un notable paralelo en nuestros destinos. También la madre de Hitler había perdido a tres de sus hijos: Gustav, Ida y Otto. Durante mucho tiempo fue también Adolf el único hijo que seguía con vida. Edmund, nacido cinco años después de Adolf, murió a la edad de seis años. La única superviviente era Paula, la hermana de Adolf, siete años más joven. Mucho había de común en la naturaleza y modo de ser de las dos madres. Y también Adolf y yo, aun cuando en nuestra juvenil exuberancia no hacíamos ninguna especial mención de la muerte de nuestros hermanos, nos sentíamos, en cierto modo, señalados por el destino; por decirlo así, como los supervivientes de un linaje muy amenazado, a los que competían, en consecuencia, una especial responsabilidad. El hecho de que Adolf me llamara a mí, a veces, Gustav en lugar de August, con toda seguridad de manera inconsciente -también en una tarjeta a mí dirigida puede leerse este nombre en la dirección-, nombre llevado por su primer hermano muerto, guarda, quizá, una relación con la usual forma familiar de Gustl, pero es posible también que quisiera dar con ello una alegría a su madre, al transmitirme este nombre a mí, acogido como un hijo en la familia Hitler. No puedo acordarme con más detalle sobre esta particularidad.
Entre tanto, mi padre se había hecho independiente abriendo un taller de tapicería en el número 9 de la Klammstraße. La vieja casona, fea y pesada, que ha resistido sin la menor transformación el paso de los años, se convirtió desde entonces en el escenario de mi niñez y mi juventud. Quiero describir con todo detalle los sucesos y vivencias de aquella época, aun cuando carezcan en el fondo de toda trascendencia, para conjurar la atmósfera en que se desarrolló mi amistad con Adolf Hitler. La estrecha y umbría calle, en la que durante un tiempo vivió también el poeta Adam Müller-Guttenbrunn, aparecía miserable al lado de la amplia y luminosa avenida, adornada con superficies de césped y árboles, que formaban su prolongación.
No cabe duda de que las insanas condiciones de la vivienda tenían su parte de culpa en la temprana muerte de mis hermanas. Todo esto cambió en la nueva casa. El taller estaba situado en la planta baja, y la vivienda en el primer piso, formado por dos habitaciones y una cocina. A pesar de ello, mi padre apenas si podía verse libre de sus dificultades pecuniarias. El negocio iba mal. Más de una vez estuvo a punto de cerrar el taller y entrar de nuevo, como obrero, en la fábrica de muebles. Sin embargo, en el último instante podía siempre hacer frente a todas las dificultades.
Llegó el tiempo de ingresar en la escuela, un acontecimiento bastante desagradable para mí. Mi buena madre lloraba por las malas notas que yo llevaba a casa. Su dolor era lo único que podía incitarme a un mayor celo en mis estudios. En tanto que mi padre daba por supuesto que yo ocuparía algún día su sitio -¡por qué, sino, se atormentaba él desde que amanecía hasta la noche!- mi madre, a pesar de mis malas calificaciones, quería que yo siguiera estudiando. Primeramente debía seguir cuatro años en el instituto, y luego, en todo caso, ingresar en la escuela de aprendices. Sin embargo, yo no quería saber nada de ello. Me consideré feliz cuando mi padre, al cumplir yo los diez años, me mandó a la escuela secundaria municipal. En opinión de mi padre, con ello quedaba decidido de una vez mi ulterior destino.
Sin embargo, hacía ya tiempo que otra afición se había ido infiltrando en mi vida, y a la que me entregué con todo mi corazón: la música. Este amor encontró su expresión visible cuando, contando yo nueve años, recibí como regalo un violín en las Navidades de 1897. Puedo acordarme todavía con toda exactitud de los detalles de esta fiesta, y cuando hoy día rememoro de nuevo mis tiempos idos, mi vida consciente empieza, por así decirlo, con este acontecimiento. El hijo mayor de nuestro vecino era aspirante al magisterio, y me dio lecciones de violín. Yo aprendía bien y con rapidez. ¡Qué alegres perspectivas no se abrieron entonces ante mí! Cuando mi primer profesor de violín se hubo graduado, y fue destinado a un lugar en el campo, ingresé como alumno elemental en el Conservatorio municipal de Linz, pero el sistema de enseñanza en este centro no acababa de satisfacerme, quizá porque yo estaba ya mucho más adelantado que los demás alumnos. Después de las vacaciones tomé de nuevo clases particulares con un antiguo cabo de la banda de música de su Alteza imperial, que desde el primer momento me hizo comprender que yo ignoraba aún todo, y que me enseñó los principios fundamentales del violín a la “manera militar”. El aprendizaje al lado del viejo Kopetzky eran unas verdaderas maniobras militares. Cuando yo me cansaba del rudo tono militar, me consolaba y me prometía que si seguía progresando así sería aceptado, sin duda, como alumno en la banda del regimiento de su majestad, lo que, a su modo de ver, significaba la cima de todos los honores musicales.
Después de terminados mis estudios con Kopetzky, ingresé en el grado medio del Conservatorio, y encontré un maestro tan hábil en su disciplina como en la pedagogía, el sensible profesor Heinrich Dessauer. Como asignaturas complementarias estudiaba yo la trompeta y el trombón, así como teoría musical en general y colaboraba ya en la orquesta formada por los propios alumnos.
Yo gozaba a veces, secretamente, con la idea de hacer de la música la carrera de mi vida. No a la manera del cabo Kopetzky, sino que soñaba en alcanzar un bello destino como mi estimado profesor Dessauer. Sin embargo, la realidad vino a cortar de un golpe todos mis sueños. Apenas hube completado mis estudios en la escuela municipal tuve que entrar como aprendiz en el taller de mi padre. Ya anteriormente, cuando escaseaba la mano de obra, había tenido que ayudar yo en el taller, por lo que tardé en desenvolverme perfectamente en el trabajo. Renovar las viejas tapicerías es un trabajo odioso. Es preciso desmontar toda la pieza hasta sus fondos, separar las bandas con los remaches, y sacar todo el material de relleno. ¡Muchas veces estaban rotos también los muelles, incluso enmohecidos! Armado de la abridora, un tambor de hierro provisto de un cilindro estriado, que yo hacía girar rápidamente por medio de una manivela, debía ocuparme yo del relleno mediante crin, estopa u otro material por el estilo. Todo esto tenía lugar en medio de nubes de polvo, en los que el aprendiz a veces ni podía distinguirse. ¡Qué colchones tan viejos no se llevaban a veces a nuestro taller! En ellos hubiera podido registrarse todas las enfermedades pasadas, o no pasadas, en los lechos. No es de extrañar, pues, que los tapiceros no lleguen alcanzar una edad avanzada.
Sin embargo, no tardé en conocer también el lado bueno del oficio de tapicero: un sentido por el arte y un buen gusto personal juegan aquí un papel decisivo, y no queda ya lejos el paso hacia el arte de la decoración interior. Visitaba casas distinguidas, veía muchas cosas, oía también muchas, y, por encima de todo: en invierno apenas si había aquí nada que hacer. Y, naturalmente, este tiempo pertenecía por entero a la música. Una vez hube pasado con éxito el examen de oficial ante la comisión designada al efecto por las comunidades gremiales, mi padre quiso que entrara yo a trabajar en algún otro taller. Comprendía yo perfectamente la decisión de mi padre, pero no me interesaban las exigencias del oficio elegido, sino, únicamente, los ulteriores progresos de mi educación musical. Así, pues, permanecí como oficial en el taller de mi padre, porque en él podía disponer con mucha más libertad de mi tiempo que no bajo un maestro extraño.
“Violinistas los hay, por lo general, demasiados, pero violas... ¡éstos son los que hacen falta!” Aun hoy debo agradecer al profesor Dassauer que sobre la base de esta experiencia hiciera de mí un aplicado viola. La vida musical en la ciudad de Linz estaba en aquel entonces a un elevado nivel. August Göllerich era el director de la Sociedad Musical de Linz. Como discípulo de Liszt y colaborador de Richard Wagner en los Festivales de Bayreuth, Göllerich era el hombre adecuado para dirigir las actividades musicales de Linz, entonces tan a menudo humillada como “ciudad de aldeanos”, y que era mirada por encima del hombro, con desdén, por la deslumbrante metrópolis vienesa. Esta Asociación Musical celebraba cada año tres conciertos sinfónicos, así como un concierto extraordinario, en el que intervenía casi siempre un gran coro con acompañamiento de orquesta. Mi madre, aunque procedía de una sencilla familia de artesanos, tenía una extraordinaria sensibilidad musical, y apenas si dejaba de asistir a ninguna de estas representaciones. Ya de pequeño solían llevarme mis padres con ellos a la sala de conciertos. Mi madre me explicaba los pasajes más difíciles, y como ya en aquel entonces dominaba yo superficialmente varios instrumentos musicales, mi interés en estas reuniones era cada vez mayor. Mi máxima aspiración era poder algún día formar parte de la orquesta de la asociación musical, ya como viola o como trompeta.
Sin embargo, esto había de hacerse esperar todavía bastante tiempo. Por el momento, era cuestión de destripar polvorientos colchones y tapizar las paredes de las habitaciones. En aquellos años, las usuales enfermedades de los tapiceros empezaron a ponerse de manifiesto en mi padre. Cuando un tenaz catarro de los lóbulos pulmonares lo retuvo por fin medio año en cama, me vi obligado a atender yo solo el taller. Con ello, mi joven vida discurría entre dos claros contrastes. El trabajo, al que pertenecían mis fuerzas (y también, ciertamente, mis pulmones), y la música, de la que pendían todos mis afectos. No hubiera podido yo jamás creer que pudiera existir entre ambos la menor relación. Y, sin embargo, así era. Intervino el destino, y me aferró por los cabellos.
Entre los clientes del taller de mi padre se contaba también la cercana administración de la ciudad, de la que dependía el teatro. Un buen día trajeron a nuestro taller las tapicerías de un decorado rococó para su reparación. Los ángulos de los almohadones estaban rozados por el uso, y el tapizado estaba en parte desgarrado. El tapizado de los asientos y los respaldos debían encajarse sobre un marco de madera. La nueva tapicería fue encargada en los colores azul y blanco. Una vez hubieron sido restauradas las tapicerías, mi padre me mandó una mañana con ellas al teatro, que no estaba muy lejos de nuestra casa. El maestro encargado de los accesorios me hizo subir al escenario, para que yo adaptara las tapicerías en su marco de madera, que estaban pintados de blanco y tenían tallas doradas. En el escenario se celebraba justamente en aquel momento un ensayo. No recuerdo ya, de qué obra se trataba, pero sí sé que era una ópera. Sin embargo, puedo sentir todavía, como si fuera hoy, la sensación que experimenté al encontrarme, al lado de los artistas y cantantes, en el escenario. Me sentí transformado, como si en este instante me hubiera descubierto a mí mismo por primera vez. Ante mí estaba, vestido de manera deslumbrante, un hombre. Se me apareció como un hombre procedente de otro mundo. Cantaba de manera tan maravillosa, que no pude siquiera imaginarme que éste pudiera hablar como un hombre vulgar. La orquesta contestaba a su poderosa voz... Yo entendía algo de todo ello, pero en esta hora me pareció insignificante todo lo que su música había significado hasta entonces para mí. Tan sólo en su relación con el escenario se levantaba la música hasta un plano más elevado, más digno, el mayor que uno pueda imaginarse. Sin embargo, allí estaba yo, un simple aprendiz de tapicería, ante los sillones rococó, tratando de encajar las tapicerías en sus marcos de madera. ¡Qué mísera ocupación, qué triste existencia! Teatro... este era el mundo que yo andaba buscando. El juego y la realidad se mezclaban en sus excitados sentidos. El torpe aprendiz -como una figura cómica de una obra de Nestroy- con los pelos alborotados, inquieta la mirada, con su mandil y las mangas arremangadas, en pie frente a los bastidores, manipulando entre los almohadones y los sillones, como si debiera pregonar con ello el derecho a permanecer allí; ¿era, en verdad, tan sólo un triste aprendiz de tapicero? Un chiquillo pobre, despreciado, lanzado siempre de uno a otro lado, al que la “distinguida dama” cuyo tocador tapiza no trata de manera muy distinta que a la misma escalera de mano: se la pone aquí, se la pone allí, donde se la necesite, y cuando no se la necesita más, se la coloca de nuevo en un rincón. Hubiera sido preciso que este aprendiz de tapicero, con sus herramientas todavía en la mano, se hubiera adelantado en este instante hacia las candilejas, animado por el director de la orquesta con un disimulado guiño, para cantar su parte, tan sólo para demostrar a los oyentes en el patio de butacas (que no existían siquiera) -¿qué es lo que significa “oyente”?-, y al mundo sorprendido, que, en verdad, era alguien muy distinto a aquel pálido y larguirucho aprendiz del taller de tapicería de la Klammgasse, que, en realidad, su sitio estaba en el teatro, en la escena...
Desde aquella hora me entregué al teatro, y lo he seguido hasta hoy. Mientras encolaba la pared de la casa de un cliente, para pegar luego la maculatura preparada con una cola especial, soñaba yo brillantes éxitos en el teatro, en el atril, al frente de la orquesta. Estos sueños no hacían ningún bien a mi trabajo, y no tenía nada de extraño que las franjas de papel encolado quedaran a veces un poco desplazadas. Sin embargo, al volver de nuevo al taller, una nueva recaída en la enfermedad de mi padre me hizo comprender rápidamente cuál era la responsabilidad que sobre mí pesaba.
Así iba oscilando mi vida, entre el sueño y la realidad. En mi casa nadie sospechaba cuál era mi intención; pues antes que decir siquiera una palabra sobre mis ocultos deseos, hubiera preferido morderme la lengua. También a mi madre le ocultaba mis secretos planes. A pesar de ello, es posible que ella adivinara lo que en silencio me torturaba. Pero, ¿podía yo acaso aumentar aún más sus preocupaciones con las mías? Así, pues, no había nadie a quien yo pudiera confiarme. Me sentía muy abandonado, rechazado por el mundo, y estaba tan solo, como sólo puede estarlo una persona joven a la que se ha revelado por vez primera la belleza y los peligros de la vida.
El teatro me infundía nuevos ánimos. No me dejaba escapar ninguna ópera, y por muy cansado que estuviera del trabajo, nada podía retraerme de ir al teatro. Naturalmente, con los míseros ingresos que recibía de mi padre como oficial no podía aspirar más que a una localidad de general. Es por ello que solía colocarme siempre en la llamada localidad de paseo, desde donde se podía divisar mejor el escenario. Además, pude constatar que en ninguna otra parte era tan buena y completa la acústica como en ese lugar. Encima, en el centro de los palcos, se encontraba el palco real, sostenido desde abajo por dos columnas de madera. Estas columnas ejercían una especial fuerza de atracción sobre el público de las localidades de paseo, por ser las únicas que ofrecían la posibilidad de apoyarse, sin tener que renunciar, por ello, a una parte del espectáculo; pues, si se apoyaba uno en la pared posterior, las columnas se interponían en su campo visual. ¡Cuán contento me sentía yo, si, después de pasar todo el día trabajando encaramado en lo alto de la escalera, podía recostar por la noche mi espalda en la lisa columna! Es cierto que para ello era preciso acudir muy temprano al teatro, si no quería desaprovechar esta oportunidad.
Muchas veces son justamente los detalles sin importancia los que se graban con más fuerza en la memoria. Puedo verme todavía, con toda exactitud, en la imaginación precipitarme a mi localidad, ante las columnas, reflexionando si debía elegir la de la derecha o la de la izquierda. Muchas veces, sin embargo, estaba ya ocupada una de las dos columnas, la de la derecha; así, pues, había alguien más interesado todavía que yo. Medio molesto, medio asombrado, contemplé a mi competidor. Era un joven curiosamente pálido, delgado, de la misma edad aproximadamente que yo, que seguía con ojos resplandecientes la representación. No cabía duda de que era de una casa acomodada, pues iba siempre pulcramente vestido y se mostraba sumamente reservado.
Tomamos nota de nuestra mutua presencia sin pronunciar una sola palabra. Pero, en una de las siguientes representaciones -no recuerdo si era “El Cazador Furtivo”, “El Sueño de una Noche de Verano” o “Evangelimann”, por aquel entonces representada con mucha frecuencia- entramos en conversación durante uno de los entreactos, pues al parecer ninguno de los dos estábamos satisfechos con el artista que incorporaba uno de los principales papeles en la representación. Comentamos esta impresión, y nos satisfizo esta unanimidad en el juicio desfavorable. Me sentí asombrado por la rápida y segura comprensión de mi interlocutor. No cabía la menor duda de que me era superior en este aspecto. Por el contrario, él reconocía mi superioridad cuando la conversación se refería a temas puramente musicales. No me es posible fijar con exactitud el día en que tuvo lugar esta primera conversación. De todas formas, era en los días alrededor de la festividad de Todos los Santos en el año 1904.
Las cosas siguieron así durante algún tiempo. El otro joven no había hablado hasta entonces una sola palabra acerca de sí mismo. Así, pues, yo tampoco creí necesario referirle algo de mi vida. Por el contrario, los dos sentimos el mismo intenso interés por las representaciones a las que asistíamos regularmente, y adivinábamos que en cada uno de nosotros palpitaba el mismo entusiasmo por el teatro.
Un día, le acompañé a su casa después de la representación. Así pude averiguar que vivía en el número 31 de la Humboldtstraße. Cuando nos despedimos, me dijo su nombre: Adolf Hitler.




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