Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Sunday, May 21, 2006

Hitler mi amigo de juventud VI





LIQUIDACIÓN CON LA ESCUELA

Cuando yo conocí a Adolf Hitler había puesto ya punto final a sus relaciones con la escuela. Es cierto que en aquel entonces asistía todavía a la escuela real de Steyr, desde donde viajaba a menudo a su casa, casi todos los domingos. Solamente por amor a su madre había consentido en este, según sus palabras, “último intento”. Sus calificaciones en la tercera clase de la escuela real de Linz habían sido tan deficientes, que se le había insinuado a la madre el hacer proseguir sus estudios a Adolf en otra escuela. Mejor dicho: se le permitió aprobar el curso al muchacho con expresa condición de que abandonaría la escuela de Linz. De esta manera solía trasladar la escuela de la capital a los alumnos que le parecían poco apropiados, a localidades de inferior categoría. Adolf se indignó por estos métodos hipócritas, y desde un principio consideró como fracasados sus intentos en la clase cuarta de la escuela real de Steyr. En este tiempo había tenido ocasión bastante para conocer la organización interna de la escuela, llegando a la conclusión de que para lo que él se había propuesto en la vida, no necesitaba ya de más estudios. Los conocimientos que le faltaban prefería adquirirlos por su propio esfuerzo. Hacía tiempo que el arte había entrado en su vida, y se dedicó a él con juvenil pasión, convencido de que estaba predestinado a ser artista. Comparada con el arte, la escuela, con su odioso sistema de enseñanza, se hundía en una gris monotonía. Adolf quiso liberarse, por último, de toda obligación y seguir por sí mismo su propio camino en la vida. Despreciaba a los jóvenes que no sabían trazarse sus propios caminos en la vida. En la misma proporción en que se liberaba a sí mismo de la odiada escuela, iba adquiriendo más valor e importancia nuestra amistad ante sus ojos. Lo que antes no pudieron darle la intrascendente camaradería de sus compañeros de clase, lo esperaba ahora de su amigo.
Los datos exteriores de su estancia en la escuela, que en aquel entonces me eran tan sólo conocidos superficialmente, son fáciles de averiguar:
2 de Mayo de 1895. Ingreso en la escuela municipal de Fischlham, cerca de Lambach.
1895-1986. Asiste a la sección inferior de esta escuela, a la que acude desde Hafeld.
1897-1898. Tercera clase de la misma escuela.
1898-1899. Escuela municipal en Leonding, cuarta clase.
1899-1900. Quinta clase en la misma escuela.
1900-1901. Primera clase de la escuela del Estado en Linz, Steingasse.
1901-1902. Repite la primera clase.
1902-1903. Segunda clase en la escuela real de Linz.
1903-1904. Tercera clase en la escuela real de Linz.
1904-1905. Cuarta clase en la escuela real de Steyr.
Otoño de 1905. Examen de reválida en esta escuela.
Existe también material suficiente acerca de los éxitos o fracasos de su estancia en la escuela. Algunos libros de calificaciones pueden reconstruirse a partir de los cuadernos escolares.
En la escuela municipal fue Hitler siempre uno de los mejores alumnos. Aprendía con facilidad y hacía excelentes progresos sin necesidad de esforzarse demasiado.
El maestro Karl Mittelmaier en Fischlham, con el que empezó su enseñanza, le concedió las mejores calificaciones. Aun en el año 1938 vivía Mittelmaier, y, naturalmente, le interrogaron sin dilación por sus recuerdos de su antiguo alumno. Es verdad que recordaba todavía al pálido y flaco muchacho al que su hermanastra, Angela, de doce años, acompañaba siempre desde Hafeld hasta la escuela de Fischlhamer, pero era muy poco lo que se podía decir de él. El pequeño Adolf se había mostrado siempre muy obediente. Sus artículos escolares estaban siempre en el mejor orden. Por lo demás, ninguna otra cosa, en bien o en mal, le había nunca llamado la atención en su alumno. En el año 1939, Adolf Hitler, ya canciller del Reich, visitó la escuela de Fischlhamer y se sentó de nuevo en el mismo banco en el que había aprendido a leer y escribir. Como de costumbre, aprovechó la visita para modificar todo lo existente: compró por su cuenta la vieja casa donde estaba instalada la escuela, conservada todavía, y ordenó la construcción de una nueva y bella escuela. La maestra que había sustituido al viejo director Mittelmaier fue invitada con sus alumnos al Obersalzberg.
También en Lambach, donde Adolf Hitler asistió a las clases segunda y tercera de la escuela municipal, mereció un buen número de sobresalientes de su maestro Franz Rechberger. En aquel entonces ingresó en el coro de muchachos de seminario.
Del tiempo de su estancia en Leonding, donde asistió a las clases cuarta y quinta de la escuela municipal, los maestros Sixtl y Brauneis no pueden informarnos de nada de interés, ni tampoco de nada reservado u oculto. De Historia y Geografía sabía más que algunos maestros, afirmaba Sixtl.
Sin embargo, las cosas cambian cuando Adolf Hitler ingresa en la escuela real de Linz, en Septiembre de 1900. Él mismo escribe acerca de aquellos años:
“Lo único seguro en un principio era mi visible fracaso en la escuela. Lo único que me gustaba, lo aprendía yo, sobre todo aquello que en mi opinión podía serme útil más tarde como pintor. Lo que me pareció intrascendente en este sentido, o lo que no me atraía por lo demás, lo saboteaba yo sin contemplaciones. Mis cuadernos de calificaciones de esta época muestran, según el objeto y su apreciación, siempre valores extremos. Al lado de “notable” y “excelente”, se encuentran también “apto” y “no apto”. Mis mejores calificaciones las tenía, con mucho, en Geografía, y aún más en la Historia universal, mis dos asignaturas favoritas, en las que yo superaba al resto de mi clase”.
Sobre la base de esta autoexposición suele obtenerse por lo general un cuadro erróneo acerca de la época de escolar de Adolf. Aun cuando éste me hablaba de ella con disgusto y tan sólo en sus raros momentos de expansión, nuestra amistad estaba, por decirlo así, en cierto modo a la sombra de sus tiempos escolares. De esta manera pude yo obtener una idea bastante diferente a la que él mismo revela quince años más tarde.
En primer lugar, al muchacho de once años le era difícil imponerse en este ambiente extraño para él. Diariamente debía recorrer el largo camino de Leonding a la ciudad hasta la escuela situada en la Steingasse. A menudo me contó, cuando en nuestras caminatas lle gábamos hasta la vieja torre de la fortaleza, que se encuentra en una altura aproximadamente a medio camino en dirección a la ciudad, que estas diarias excursiones hasta la escuela, a pesar de todo, eran lo más bello para él en estos años. Este camino, de más de una hora de recorrido, le aseguraba un resto de libertad que él sabía apreciar tanto más cuanto que se había educado hasta entonces en el campo. En el primer momento, todo en la ciudad se le aparecía extraño. Sus compañeros de colegio, en su mayoría de familias distinguidas y acomodadas de Linz, no tenían la menor consideración al muchacho forastero, que cada día venía hasta allí “de los campesinos”. Los profesores, por su parte, no se ocupaban más de él de lo que exigía su especialidad. Todo esto era muy distinto de la escuela municipal, con su bondadoso maestro, que conocía exactamente a todos y cada uno de sus alumnos, y que por las noches se sentaba al lado del padre en la mesa de la posada. De la escuela municipal estaba habituado el muchacho a aprobar el curso sin necesidad de esforzarse demasiado. En un principio trató de salir adelante también en la escuela real con sus improvisaciones, en lo que era un verdadero maestro. Esto fue realmente necesario, pues el aprenderse las lecciones de memoria —lo que tan importante era a los ojos de los profesores— no le causaba mucha complacencia. Sin embargo, fallaron aquí las usuales evasivas y subterfugios. Así pues, se refugió por entero dentro de su orgullo y dejó que las cosas siguieran como estaban. Apenas si llamaba la atención en la clase. En más de una ocasión le dieron a entender algunos de estos mimados jóvenes modelo, que no se le tenía en estima a este muchacho procedente del campo. Esto le bastó para aislarse aún más de sus compañeros. Es sintomático que ni uno solo de sus numerosos compañeros de colegio pudo alardear jamás de una estrecha relación o amistad con él, ni siquiera posteriormente. No podía faltar, lógicamente, la reacción por parte de la escuela. El director del establecimiento, el consejero Hans Commenda, que daba también clases de matemáticas, calificó a Hitler como “no apto”, lo mismo que el maestro de Historia natural Max Engstler, temido también por todos los otros alumnos.
Así fue que el alumno Hitler, ya en su primer año escolar, llevó a casa un certificado con dos “no apto” y además la observación de que el alumno debía repetir el curso. Adolf no me contó jamás cuál había sido la reacción del padre ante este certificado. Pero es fácil de imaginárselo.
¡Así pues, era preciso empezar de nuevo, desde un principio! El director del curso era ahora el profesor Dr. Eduard Huemer, quien tenía además a su cargo las clases de alemán y francés, los únicos idiomas extranjeros que se enseñaban en las clases inferiores de la escuela real, y que, a mi entender, fueron también los únicos idiomas con los que Adolf Hitler se ocupó jamás, o, mejor dicho, hubo de ocuparse. Sin embargo, entretanto se había ya “aclimatado” algo. Le fue posible aprobar el primer curso. Se le trasladó a la segunda clase. En ésta, sin embargo, pudo a duras penas aprobar. Una vez más tuvo que poner el padre su firma al pie de su certificado que contenía un “no apto” en matemáticas, que esta vez procedía del profesor Heinrich Drasch. Así pues, no es posible pretender que fuera la arbitrariedad de los maestros la culpable de estas deficientes calificaciones. Hitler odiaba las matemáticas, por parecerle demasiado áridas y porque exigían un severo y sistemático trabajo. Ya hemos hablado de ello varias veces. Más tarde, en Viena, Hitler comprendió que habría de necesitar las matemáticas, si es que quería llegar a ser arquitecto o maestro de obras. A pesar de ello, persistió en su intenso odio hacia esta asignatura.
La tercera clase acabó también con dos “no apto”, una vez más en matemáticas y también en alemán, aun cuando más tarde incluyó al profesor Huemer entre los profesores a los que tenía en cierta consideración. En este año tuvo lugar la muerte del padre. El profesor Huemer dio a entender claramente a la madre de Hitler que el ascenso a una clase superior no sería posible más que en otra escuela, es decir, fuera de la capital. Es falso, por consiguiente, que Adolf Hitler fuera expulsado de la escuela real de Linz. No fue sino trasladado “al campo”.
Si hasta entonces la orden del padre había conseguido retenerle en la escuela, a partir de ahora fue el amor por la madre que le apremiaba para que siguiera en la escuela. A disgusto se trasladó a Steyr. Después de haber leído la Divina Comedia de Dante, se refirió a la escuela de aquel lugar como la “ciudad de los condenados”. En Steyr, Hitler vivía en casa de un funcionario de los tribunales. Edler von Cichini, en la Grünmarktstraße 19, pero aprovechaba todo momento libre para dirigirse a Linz. El resultado fue, como es fácil de prever, desastroso. Tampoco el examen de reválida aprobado entre el 1 y el 15 de Septiembre de 1905 pudo influir en lo más mínimo. Además del consecuente “no apto” en matemáticas, vino a unirse ahora también un “insuficiente” en Geometría Descriptiva.
En las declaraciones hechas por el Dr. Huemer, durante tres años profesor de Hitler, acerca de su alumno en ocasión del proceso por alta traición después del fracasado Putsch de Noviembre de 1923, se dice: “Hitler era sin duda un muchacho capacitado, aun cuando de manera unilateral, pero tenía poco dominio sobre sí mismo; por lo menos, se le tenía por rebelde, voluntarioso, porfiado y colérico, y era evidente que se le hacía difícil adaptarse al reglamento de una escuela. No era tampoco aplicado; de lo contrario, dadas sus indiscutibles disposiciones, hubiera podido obtener resultados mucho mejores.”
Al final de sus conclusiones poco positivas, el profesor Dr. Huemer da libre rienda a sus sentimientos y añade: “Sin embargo, como demuestra la experiencia, la escuela no significa mucho para la vida, y así como los alumnos modelo desaparecen muy a menudo sin dejar huellas a su paso, los últimos de la clase empiezan tan sólo a desarrollarse cuando han conseguido para sí la necesaria libertad de movimientos. A este linaje me parece pertenecer mi antiguo alumno Hitler, al que deseo de todo corazón que no tarde en recobrarse de las odiseas y excitaciones de estos últimos tiempos y que pueda vivir todavía la realización de aquellos ideales que se albergan en su pecho y que él, como todo hombre alemán, no harían más que enaltecer su honor.”
Estas palabras, escritas en 1924, están, sin duda, libres todavía de una alabanza expresada a posteriori. Muestran una sorprendente solidaridad entre el maestro y su antiguo alumno. De manera indirecta expresa el profesor Dr. Huemer que los ideales por los que Hitler se encontraba en aquel entonces ante los jueces, procedían de la escuela. Y hay que recordar aquí que Hitler no había sido en modo alguno un buen alumno en alemán, bajo la dirección del profesor Dr. Huemer, como lo demuestran las faltas que pueden encontrarse en las cartas y tarjetas a mí dirigidas.
Entre los profesores considerados también como “positivos” por el alumno Hitler, no por la asignatura de su especialidad, pero sí por sus sentimientos, era el profesor de Historia Natural Dr. Theodor Gissinger, que había venido a sustituir al profesor Engster. Gissinger era un gran amante de la naturaleza, un infatigable andarín, un entusiasta gimnasta y alpinista. Entre los profesores militantes en las filas nacionalistas, era considerado como el más radical. Las controversias políticas que llenaban aquella época, se ponían de relieve también dentro del cuerpo docente, donde aparecían aún más evidentes en muchos aspectos que en la opinión pública. Esta atmósfera, cargada de elevadas tensiones políticas, fue mucho más decisiva para el desarrollo espiritual del joven Hitler que todo lo que enseñaban. Tal como sucede muy a menudo, no era el tema de la enseñanza, sino la atmósfera, la que determinaba el valor o inutilidad de la escuela.
También el profesor Gissinger emitió más tarde su parecer sobre su antiguo alumno Hitler. Este notable documento reza: “Hitler no se manifestó ante mí en Linz en un sentido favorable ni desfavorable. No era tampoco en modo alguno el cabecilla de la clase. Su figura era esbelta y erguida, su rostro casi siempre pálido y muy delgado, casi como el de un enfermo de los pulmones; su mirada extraordinariamente abierta, los ojos resplandecientes.”
El tercer y último profesor considerado como “positivo” por Hitler era su profesor de Historia, el doctor Leopold Pötsch. Es el único entre casi una docena de profesores, al que Hitler manifestó ya entonces su respeto. A pesar del desagrado con que Hitler solía hablarme de sus antiguos maestros, con Pötsch hizo una excepción.
Son conocidas las palabras dedicadas por Hitler a su antiguo profesor de Historia:
“Fue quizá decisivo para toda mi vida el que el destino me diera un maestro de Historia que era uno de los pocos que sabía hacer valer este punto de vista (retener lo esencial, olvidar lo intrascendente) tanto en la enseñanza como en los exámenes. Esta ambición estaba encarnada de manera casi ideal en mi antiguo profesor Dr. Leopold Pötsch en la escuela real en Linz. Un anciano señor, de presencia bondadosa pero, a la vez, enérgica, que no solamente sabía cautivar nuestra atención con su deslumbrante elocuencia, sino también arrastrarnos en su entusiasmo. Todavía hoy recuerdo con suave emoción a este oscuro hombre, que en el ardor de su disertación nos hacía olvidar a veces el presente, nos conjuraba a los tiempos pasados y sabía moldear, como una viva realidad, el seco y árido recuerdo histórico de entre la niebla de los siglos. Y allí estábamos nosotros sen tados, entusiasmados a menudo hasta el arrebatamiento, conmovidos, incluso, hasta derramar lágrimas.”
Leopold Pötsch es la única personalidad citada por su nombre por Hitler en su obra Mein Kampf. En ella se dedican dos páginas y media al recuerdo de este hombre.
No cabe duda de que este juicio a posteriori es exagerado. Prueba de ello es que Hitler acabó su carrera en la escuela con un “suficiente” en Historia, de lo cual tiene posiblemente también la culpa el cambio de escuela. A pesar de ello, no hay que subestimar la influencia de este maestro sobre este muchacho tan extraordinariamente sensible. Si se pretende que lo más valioso en el estudio de la Historia es el entusiasmo que provoca, el Dr. Pötsch cumplió, ciertamente, su misión en este caso.
Pötsch era oriundo de la zona fronteriza meridional, y antes de venir a Linz, había enseñado en Marburg y en otros lugares de la frontera lingüística alemana. Así pues, traía consigo una viva experiencia de las luchas nacionales. Yo creo que aquel amor sin límites por el pueblo alemán, que Pötsch relacionaba con la repudiación del Estado de los Habsburgo, fue una vivencia decisiva para el joven Hitler. Con su ardiente profesión por el racismo alemán ganó un firme lugar para su vida futura.
Adolf Hitler se muestra reconocido durante toda su vida a su viejo profesor de Historia, de la misma manera que su afecto por la escuela y sus maestros iban tanto más en aumento conforme el paso del tiempo iba alejando los recuerdos escolares. Cuando en el año 1938 vino Hitler a Klagenfurt, vio de nuevo a Pötsch, que pasaba los últimos años de su vida en St. Andrä en el Lavanttal. Durante más de una hora conversó Hitler con el decaído anciano a solas en una habitación. No existe ningún testigo de la conversación entre los dos hombres. Pero cuando Hitler salió de la habitación, explicó a sus acompañantes:
—No pueden ustedes sospechar lo que debo agradecer a este anciano.
A pesar de ello, estos juicios de Hitler sobre sus profesores no deben confundir la imagen que se deduce de sus años escolares, o, menos todavía, los contradictorios juicios de sus innumerables compañeros de colegio. La verdad es —y de ello soy testigo yo mismo— que Adolf abandonó la escuela con un odio elemental. Yo tenía buen cuidado de no llevar la conversación a la escuela. Sin embargo, él sentía alguna que otra vez la necesidad de descargarse con violencia.
No trató de permanecer en contacto con ninguno de los profesores, ni siquiera con Pötsch. ¡Por el contrario! Evitaba a los profesores y fingía no conocerles cuando se los encontraba en la calle.
Paralelamente a sus conflictos externos con la escuela discurría un segundo conflicto interno, mucho más esencial para él: el conflicto con la madre. No hay que interpretar de manera errónea esta expresión. Adolf procuraba evitar todo disgusto a la madre, en la medida de lo posible. Sin embargo, esto fue imposible desde el instante en que fracasó definitivamente en la escuela, y abandonó, en consecuencia, el camino señalado por el padre.
Este conflicto anímico ocupó a Adolf mucho más que la continua guerra de guerrillas con los profesores. ¿Qué podían significar para él unas malas calificaciones? A la madre, empero, le demostraban que Adolf no conseguiría alcanzar nunca la meta propuesta.
Yo mismo he tenido ocasión de vivir, como Adolf, los últimos tiempos de sus años escolares; trataba de evitar todo disgusto a su madre, que lo significaba todo para él, y a la que, a pesar de ello, no podía evitar hacer sufrir, porque era imposible convencerla de que debía seguir forzosamente otros caminos en su vida. Cuál era este “otro camino” lo ignoraba por el momento todavía él mismo. Y siguió ignorándolo aún durante muchos años, después de muerta ya su madre. La mujer hubo de llevarse consigo a la tumba esta su máxima preocupación por el futuro de su hijo.
En aquel triste otoño del año 1905, la decisión del futuro de Hitler estaba todavía en el alero. Visto desde fuera, la alternativa ante la que se encontraba el muchacho de dieciséis años era: ¿debía repetir la cuarta clase en la escuela real de Steyr o abandonar la escuela para siempre? Pero esto significaba mucho más para él: ¿debía proseguir, por amor a la madre, por un camino que él mismo consideraba como desesperado y falso, o debía aceptar el dolor que habría de causar a su madre, sin así pretenderlo, y tomar aquel “otro camino”, del que sabía solamente que era un camino hacia el arte, calificativo éste que, lógicamente, no podía consolar en modo alguno a la madre?
A pesar de ello, y de conformidad con su modo de ser, esto no significaba para Adolf una decisión en el verdadero sentido de la palabra; pues, en realidad, no se encontraba ante una decisión que hubiera de llevarle en uno u otro sentido. No podía obrar de ninguna otra manera, abandonó la escuela, siguió sin vacilar el nuevo camino y se mantuvo en él de manera consecuente. Pero sabía cuán difícil y dura fue esta decisión para su madre. Yo sé cuánto hubo de sufrir él mismo bajo esta idea.
En aquellos meses de otoño de 1905, Adolf atravesó por una grave crisis, la peor que yo tuve ocasión de conocer en él durante los años de nuestra amistad. En lo externo, esto se puso de manifiesto en una grave enfermedad. Él mismo nos habla en su libro de una dolencia pulmonar. Su hermana Paula nos habla de un vómito de sangre. Otros, por su parte, afirman que se trató de una dolencia de estómago por autosugestión. En aquel entonces me encaminaba yo casi diariamente a la Humboldtstraße para visitar a Adolf en su lecho de enfermo; pues tenía que informarle continuamente de Stefanie, a la que él adoraba ya en aquel tiempo. Según puedo recordarme, se trataba realmente de una dolencia pulmonar, a saber, de un catarro del lóbulo del pulmón. Mucho tiempo después estaba todavía atormentado por la tos y unos pertinaces catarros, especialmente en los días húmedos y nebulosos.
A los ojos de la madre, esta enfermedad le eximió también de la obligación de seguir asistiendo a la escuela. Desde este punto de vista, esta enfermedad fue muy oportuna para su decisión. Hasta qué punto hubo de contribuir él mismo a esta enfermedad, hasta qué punto fue provocada por sus crisis internas, hasta qué punto tenía simplemente un origen constitucional, me es imposible decidirlo.
Cuando Adolf abandonó de nuevo su lecho de enfermo, hacía tiempo ya que había tomado una firme determinación. La escuela estaba ya definitivamente a sus espaldas. Sin la menor duda o vacilación inició la carrera del artista.
Siguen luego en su vida dos años sin un claro objetivo externo. “En la vaciedad de la existencia cómoda”, así designa él mismo ésta fase, cuando al redactar su obra Mein Kampf descubre, con cierta desazón, este espacio en blanco en su vida. Visto desde el exterior, este calificativo es ciertamente adecuado. Deja de asistir a la escuela, no se preocupa ya de ningún estudio profesional práctico, vive con su madre y deja que ella le mantenga.
En realidad, sin embargo, este capítulo de su vida está lleno de una incesante actividad. Dibujaba, pintaba, componía poesías, leía. No puedo recordarme haber visto nunca a Adolf sin hacer nada o aburrido siquiera durante una hora. Si alguna cosa le aburría casualmente, como por ejemplo una obra teatral, este mismo aburrimiento le incitaba vivamente a rechazar esta obra, de modo que este repudiamiento le sumía de nuevo en la más plena actividad. Verdad es que su actividad era todavía poco sistemática. En todo ello no podía verse ningún objetivo determinado, ningún claro propósito. Con increíble energía iba acumulando impresiones, experiencias y material. Quedaba por ver todavía lo que resultaría de todo ello. Se limitaba solamente a buscar, buscaba en todas partes y continuamente. Adolf había encontrado un medio para demostrar a la madre cuán inútil hubiera sido para él seguir asistiendo a la escuela. Y lo demostró —típico para su modo de enfocar los problemas— demostrando en sí mismo a la madre la inutilidad del sistema escolar. “¡Se puede aprender mucho mejor por uno mismo!”, explicó a su madre. Se inscribió en la biblioteca de la Sociedad de para la educación popular en la Bismarckstraße. Ingresó asimismo en la Sociedad de los Museos y se llevaba también libros de allí para leer en casa. Además, utilizaba la biblioteca de préstamos de las librerías Steurer y L. Hasslinger. Desde este instante no me es posible representarme a Hitler más que rodeado de libros, sobre todo de los tomos de su obra favorita, que no soltaba nunca de su mano: las Leyendas Alemanas de Héroes. ¡Cuántas veces me invitó, viniendo yo de la ruidosa máquina de desbastar, a llevarme uno u otro libro que él acababa de leer, y estudiarlo, para poder discutirlo luego conmigo! De repente había surgido en él todo lo que le había faltado en la escuela: la aplicación, el interés, la alegría de aprender. ¡Según él mismo afirmaba, había vencido a la escuela con sus propios med

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