Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, June 12, 2006

Hitler mi amigo de juventud IX


EL JOVEN NACIONALISTA

Ya que se trata de representar las ideas y pensamientos políticos del joven Hitler, me parece oír ahora mismo su voz, con toda claridad, muy cerca de mi oído:
—¡De esto no entiendes tú! O bien, ¡De esto no se puede hablar contigo! Algunas veces más rudamente todavía, incluso cuando yo asentía en silencio con la cabeza en determinados pasajes de sus disquisiciones políticas, en lugar de indignarse, como yo esperaba:
—¡Como político, Gustl, eres un estúpido!
Durante toda mi vida sólo una cosa tuvo importancia para mí: la música. Adolf convenía ciertamente conmigo que el arte ocupa el primer lugar en todos los campos de la vida. Pero en el transcurso de los años pasados juntos los intereses políticos fueron ocupando lentamente el punto central, sin que por ello descuidara sus aspiraciones artísticas. Podría definirse de la siguiente manera: Los años vividos en Linz estaban bajo el signo del arte, y los subsiguientes años en Viena bajo el signo de la política. Yo me daba perfecta cuenta que solamente en las cuestiones de arte podía significar yo algo para él. Conforme iba siendo más atraído por la política, tanto menos podía aportarle nuestra amistad. No es que él me lo hubiera dado a entender así; para ello se tomaba demasiado en serio nuestra amistad y, además, esta realidad tal vez no la hubiera comprendido todavía con la suficiente claridad.
La política había sido desde siempre el punto crítico en nuestras relaciones. Dado que yo no poseía apenas opiniones propias en el campo de la política, y, allí donde éstas existían, no me sentía yo en modo alguno obligado a defender estas opiniones o incluso a imbuirlas a los demás. Adolf tenía en mí a un mal compañero. Hubiera preferido convertirme que convencerme. Yo, por mi parte, aceptaba con gusto y sin la menor crítica todo lo que él exponía, pero me hacía también mis reflexiones, de modo que, de vez en cuando, podía intervenir con mucha habilidad. Sin embargo, mis conocimientos no bastaban para una réplica, que hubiera podido serle útil en ocasiones; pues la política no encontraba en mí terreno abonado. Estaba ante ella como un sordomudo ante una orquesta sinfónica, de la que ve que está tocado algo, pero que no oye nada. Yo no disponía de ningún órgano para percibir la política.
Esto podía llevar a Adolf hasta la desesperación. No le parecía posible que pudiera existir en el mundo un ejemplar de hombre tan indiferente a toda cuestión política como yo. Quería demostrarme, por la violencia, que esto no era realmente posible. No cabe duda de que no tuvo conmigo la menor consideración en este sentido. Recuerdo aún cómo en Viena me obligó varias veces a acompañarle al Parlamento. A mí no se me había perdido nada allí, y hubiera preferido, ciertamente, quedarme al lado de mi piano. Pero Adolf no podía permitirlo. Tenía que acompañarle, a pesar de que sabía que este bullicio parlamentario me fastidiaba siempre terriblemente.
Por lo general se admite que los políticos proceden de un ambiente cargado de reminiscencias políticas. Esto no es ciertamente verdad en el caso de mi amigo. ¡Por el contrario! También aquí se pone de relieve una de las contradicciones tan frecuentes en Hitler. Es cierto que al padre no le disgustaba charlar de política y que no disimulaba en lo más mínimo sus opiniones liberales. Pero hacía alto con toda energía cuando se oía una palabra contra la casa imperial. El viejo funcionario de aduanas mantenía severamente estos límites. Cuando el 18 de Agosto, el aniversario del emperador, se vestía su uniforme de gala, era de los pies a la cabeza el modelo de un leal servidor de su majestad imperial. Lo más probable es que el pequeño Adolf no tuviera apenas ocasión de oír hablar de temas políticos a su padre, pues, en opinión del padre, la política no era de incumbencia de la familia, sino de la taberna. Por fuertes que fueran las discusiones allí, nada de todo ello se traslucía en el hogar. No puedo recordar tampoco que al exponer sus propias opiniones políticas, Adolf se hubiera referido jamás a su padre.
Menos todavía podía percibirse en el tranquilo hogar en la Humboldtstraße. La madre de Adolf era una mujer sencilla y devota, alejada de toda idea política. Antes, cuando vivía todavía el padre, le había oído rezongar alguna que otra vez por la situación política, pero sin que ella tuviera aquí la menor intervención ni la transmitiera tampoco a sus hijos. El padre, con su colérica naturaleza, consideraba probablemente como acertado aquello que él defendía tan enérgicamente en su mesa de la taberna, con tanto ruido, fuera atemperado por su tranquila esposa y no afectara apenas a la paz del hogar. Y así siguió siendo también en adelante. La familia no se relacionaba con nadie que pudiera aportar a ella la política. No recuerdo haber oído jamás una conversación política a la señora Hitler. Aun cuando algún acontecimiento político determinado levantara un intenso oleaje en la ciudad, nada de todo ello podía percibirse en este tranquilo hogar; también Adolf guardaba silencio sobre estos asuntos. Allí, la vida seguía su tranquilo y regular curso. La única modificación que pude vivir en la familia Hitler fue que la señora Clara se trasladó de la Humboldtstraße a Urfahr en el año 1906. Esto no era ya consecuencia de la inquieta naturaleza del padre, sino más bien motivado por una consideración puramente práctica. Urfahr, unido ya desde entonces a Linz, era en aquel entonces todavía una comunidad independiente de carácter campesino, residencia preferida de los pensionistas y funcionarios en situación de retiro. Dado que en Urfahr no se recaudaba el impuesto de usos y consumos, muchas cosas, como por ejemplo la carne, eran allí más baratas que en la ciudad. La señora Clara confiaba poder vivir mejor en Urfahr con su modesta pensión de ciento cuarenta coronas, noventa coronas para ella y veinticinco para cada uno de los hijos Adolf y Paula. Se sentía también feliz al ver a su alrededor de nuevo los campos y praderas. La tranquila casa en la Blütengasse 9 se ha conservado tan bien, que cada vez que paso por aquella retirada calleja, me parece distinguir a la señora Clara en el pequeño y gracioso balcón. Para Adolf significaba un peculiar placer vivir “en la misma orilla” que Stefanie. Nuestros paseos nocturnos se hicieron todavía más largos por este traslado a Urfahr. Esto nos pareció muy oportuno; también las dudas y los problemas que nos agitaban se habían hecho más difíciles y persistentes. El camino por el puente nos parecía a veces demasiado corto, de manera que, cuando algún problema especialmente trascendente ocupaba nuestro ánimo, debía cruzar varias veces el Danubio en uno y otro sentido, para poder concluir la conversación. Mejor dicho: Adolf necesitaba el tiempo para hablar, yo para escuchar.
Cuando pienso en el tranquilo hogar en que creció Adolf, y me represento las ideas y tareas políticas que acudían a él desde todos los lados, se me acude involuntariamente aquella extraña ley que hace surgir una zona de completo reposo del viento en el centro mismo de un furioso huracán, y cuya tranquilidad y estabilidad es tanto mayor cuanto más violenta ruge la tormenta a su alrededor.
Al considerar la carrera política de una persona tan extraordinaria como lo era Adolf Hitler, hay que separar las influencias externas de las disposiciones internas; en mi opinión, a éstas les corresponde una trascendencia mucho mayor que a los acontecimientos que provienen de los acontecimientos externos. A fin de cuentas, muchos jóvenes de aquel entonces tuvieron los mismos maestros que Adolf, vivieron los mismos acontecimientos políticos, se entusiasmaron o indignaron y, a pesar de ello, estos hombres se convirtieron solamente en hábiles comerciantes, ingenieros o fabricantes, carentes en absoluto de toda importancia política.
La atmósfera en la escuela real de Linz era marcadamente nacional. La clase se oponía en secreto a todas las disposiciones advenedizas, tales como las representaciones patrióticas, promulgaciones dinásticas y sus conmemoraciones, los oficios religiosos en las escuelas y la procesión del Corpus. Adolf Hitler caracterizó como sigue, en su obra, esta atmósfera, que para él era mucho más importante que la misma enseñanza:
“Se recolectaba para la Marca meridional y la asociación estudiantil, se levantaba el ánimo con azulejos y los colores negro-rojo-oro, se saludaban con “Heil!”, y en lugar del himno al emperador se cantaba el Deutschland über alles, a pesar de las advertencias y castigos.”
La lucha por la existencia de los grupos raciales alemanes en los Estados danubianos conmovía entonces a los jóvenes espíritus; cosa comprensible, pues este germanismo austríaco se encontraba solo en medio de las naciones eslavas, magiares e italianas del Imperio austro-húngaro. Linz estaba bastante alejado de la frontera popular y era una ciudad básicamente alemana. Sin embargo, de la vecina Bohemia llegaba una continua inquietud. En Praga, un motín enlazaba con el otro. Que toda la policía imperial no fuera capaz de proteger las casas alemanas del populacho checo, de tal forma que en plena paz fuera preciso ordenar el estado de alarma, provocó también en Linz la indignación. Budweis era en aquel entonces todavía una ciudad alemana con administración alemana y una mayoría de diputados alemana. Los compañeros de escuela de Adolf, originarios de Budweis, Praga o Prachatitz, lloraban de ira cuando se les llamaba, en broma, “bohemios”; querían ser tan alemanes como los demás. Lentamente empezó a llegar la inquietud hasta Linz. En esta ciudad vivían algunos centenares de checos, que trabajaban tranquila y modestamente como obreros y artesanos, y de los cuales nadie, ni mucho menos ellos mismos, habían hecho demasiado caso. Un sacerdote capuchino checo llamado Jurasek fundó entonces en Linz una asociación Sokol, sostuvo prédicas en lengua checa en la iglesia de San Martín en el Römerberg y hacía colectas para la construcción de una escuela checa. Esto causó gran sensación en toda la ciudad, y los espíritus nacionales vieron en la acción del fanático capuchino el preparativo de la invasión checa. Naturalmente, todo esto era exagerado. A pesar de ello, esta actividad checa hizo sentir a los algo adormilados habitantes de Linz que estaban amenazados, y así fue que se presentasen como combatientes en la lucha de razas que rebullía a su alrededor.
“Quien conoce el alma de la juventud, podrá entender que sea ella justamente la que abra con mayor alegría los oídos a la llamada para una tal lucha. Suele sostener esta lucha de cien distintas maneras, a su manera y con sus armas... Es, en pequeño, un fiel reflejo del grande, pero, a menudo, con un sentimiento mejor y más sincero.”
Así nos lo dice Adolf Hitler de manera muy acertada, de la misma manera como es posible basarse en Mein Kampf, para la descripción del desarrollo político exterior. Los maestros de la escuela real, de sentimientos nacionales, eran los adelantados de esta lucha defensiva. El Dr. Leopold Pötsch, el profesor de Historia, intervenía de manera activa en política. Como representante en el consejo comunal, era la cabeza destacada en la fracción nacional alemana. Odiaba al mosaico nacional habsburgués, que hoy día —¡qué cambio tan enorme! — se nos aparece justamente como el modelo ideal de un conglomerado supranacional, y era quien daba las consignas políticas a la juventud entusiasmada para todo lo nacional.
¿Quién podía mantener todavía la fidelidad imperial ante una dinastía que en el pasado y en el presente traicionaba los intereses del pueblo alemán, una y otra vez, por sus propias y vergonzosas ventajas?
Con ello había abandonado el hijo, de manera definitiva e irrevocable, el camino señalado por su padre, en pro de un programa conjunto alemán.
Cuando Adolf se perdía cada vez más profundamente en estas reflexiones, en sus excitadas charlas —yo mismo apenas podía seguirle en sus palabras, ni menos aún con mi sumamente modesta participación— me llamó la atención oír una palabra de sus labios, repetida una y otra vez en sus discursos: “¡El Reich!” Esta palabra se encontraba siempre al final de sus largas reflexiones. Si sus ideas políticas le llevaban a un callejón sin salida, y no sabía cómo seguir adelante, la solución era: “Este problema lo resolverá el Reich.” Y si yo le preguntaba quién financiaría todas estas construcciones gigantescas que él proyectaba sobre su tablero de dibujo, la respuesta era: “El Reich.” Pero también los detalles intrascendentes eran poryectados sobre el “Reich”. La precaria dotación de los teatros provincianos había de ser reformada por un “artista escenarista del Reich”. (Como es sabido, después de 1933 existió, efectivamente, un hombre que ostentaba este título. Recuerdo que Adolf Hitler utilizó esta expresión en Linz, es decir, ¡a los dieciséis o diecisiete años!) También la asistencia a los ciegos o la sociedad protectora de animales debían ser, a sus ojos, instituciones del “Reich”.
En Austria se conoce, generalmente, por “Reich” al estado alemán. Los habitantes de este Estado se conocen entre nosotros como “alemanes del Reich”. Pero cuando mi amigo utilizaba la palabra “Reich”, quería decir con ello mucho más que el Estado alemán. Aun cuando, en verdad, evitara definir con más exactitud este concepto; pues en esta palabra “Reich” debía entrar todo lo que le impulsaba políticamente, y esto era mucho.
Con la misma intensidad con que amaba al pueblo alemán y a este “Reich”, rechazaba, también, todo lo extraño. No sentía la menor necesidad de conocer países extranjeros. Este impulso hacia la lejanía, tan propio de los jóvenes de espíritu abierto, le era completamente desconocido. Tampoco el entusiasmo por Italia, tan típico de los artistas, no pude observarlo jamás en él. Cuando pro yectaba sus planes e ideas sobre un país determinado, era siempre el mismo “Reich”.
En esta violenta lucha nacional, dirigida inequívocamente contra la monarquía austríaca, pudieron desplegarse las extraordinarias disposiciones escondidas en su interior. La férrea consecuencia, sobre todo, con que se mantuvo fiel a lo que un día considerara él como lo verdadero. La ideología nacional pasó a formar parte, como reconocimiento político, del “inmutable dominio” de su naturaleza. Ningún fracaso, ninguna derrota, pudo apartarle de su camino. Hasta su muerte se mantuvo como lo que había sido ya a los dieciséis años: un nacionalista.
Con esta meta ante los ojos consideraba y examinaba Hitler las relaciones políticas ya existentes. Nada era secundario para él. También lo al parecer intrascendente le preocupaba. Fijaba, ante todo, su propia posición, más enérgicamente cuanto menos fuera el tema de su incumbencia. La total falta de trascendencia de su existencia la compensaba con una posición tanto más decidida ante todos los problemas públicos. El impulso de modificar todo lo existente, recibía, con ello, dirección y meta. ¡Eran tantos los obstáculos que se interponían en su camino como consecuencia de sus múltiples intereses! Por todas partes no veía más que obstáculos e inhibiciones; nadie era capaz de reconocer sus méritos. ¡Cuán bella hubiera podido su vida, con su innegable capacidad, pero cuán difícil se la hizo a sí mismo! Continuamente tropezaba con las cosas y estaba reñido con el mundo entero. Extraña le era, también, aquella sana despreocupación que caracteriza a las personas jóvenes. No vi nunca en él que pasara fácilmente por encima de algo. Todo debía ser estudiado hasta el fondo y ver cómo podría encajarse en el gran objetivo político que se había fijado a sí mismo. Desde un punto de vista político, poco era lo que la tradición significaba para él. En resumen: el mundo debía ser reformado a fondo y en todas sus partes.
Sin embargo, quien de lo aquí expuesto pretendiera deducir que el joven Hitler se había precipitado, con las banderas al viento, a la escena política cotidiana, sufrirá un error. Un jovenzuelo pálido, enfermizo, espigado, completamente desconocido para la gente e inexperto en la ciudad, más bien reservado y tímido que audaz, mantenía esta intensa ocupación sólo para sí mismo. Tan sólo las más importantes entre sus ideas y soluciones, ideas que exigían, necesariamente, un público, me las expone por la noche a mí, es decir, a una persona asimismo insignificante. La relación del joven Hitler con la política es idéntica a su relación con el amor, y que el lector me perdone esta comparación de mal gusto. Con la misma intensidad con que la política ocupa su espíritu, se mantiene también alejado, en la realidad, de toda actividad política práctica. No ingresa en ningún partido, no se hace miembro de ninguna organización, no participa en manifestaciones partidistas y evita cuidadosamente dar a conocer sus propios pensamientos más allá del reducido círculo de su amistad. Lo que pude vivir entonces presintiera lo que la política habría de representar para él algún día.
Por el momento, la política no era para él más que una tarea en un dominio espiritual. En esta peculiar reserva se pone de manifiesto un rasgo fundamental de su carácter, que parece estar en contradicción con su impaciencia: la capacidad de poder esperar. Durante largos años la política fue para él, simplemente, un campo de observación, de crítica de las condiciones sociales, de examen, de reunir experiencias, es decir, un asunto enteramente privado e intrascendente, por consiguiente, para la vida pública en aquel entonces.
Es interesante constatar que el joven Hitler rechazaba entonces rotundamente todo lo militar. Esto parece estar en contradicción con un pasaje de Mein Kampf: “Al revolver la biblioteca paterna cayeron en mis manos varias obras de contenido militar, entre ellas una edición popular de la guerra franco-prusiana del año 1870-71. Eran dos tomos de una revista ilustrada de estos años, que desde aquel instante se convirtieron en mi lectura favorita. No pasó mucho tiempo, y la gran lucha heroica se había convertido en mi máxima vivencia interior. Desde entonces soñé yo, cada vez más, con todo lo que guardaba alguna relación con la guerra o la vida de los soldados.”
Sospecho yo que este recuerdo no fue conjurado más que como consecuencia de la peculiar situación en la prisión de Landsberg, donde naciío este libro; pues cuando yo conocí a Adolf Hitler no quería él saber nada “que tuviera alguna relación con la guerra o con la vida de los soldados”. Naturalmente, los tenientes que revoloteaban en torno a Stefanie le molestaban enormemente. Pero su repulsión era algo más profundo. La sola idea de una obligación militar podía llenarle de indignación. No, jamás permitiría él que le obligasen a ser soldado. Si llegara a serlo, sería por su libre decisión y nunca en el ejército austríaco.
Antes de concluir este capítulo acerca de la carrera política de Adolf Hitler, quisiera hacer mención de dos problemas que se me aparecen como más esenciales que todo lo que puede decirse en general sobre la política: la posición del joven Hitler ante el judaísmo y la Iglesia.
El mismo Adolf Hitler nos aclara su relación con el problema del judaísmo durante sus años pasados en Linz:
“Me es difícil hoy día, cuando no imposible, decir, cuándo la palabra “judío” me incitó, por primera vez, a pensamientos especiales. En la casa paterna no puedo recordar siquiera haber oído esta palabra en vida de mi padre. Según me parece, en la peculiar acentuación de esta palabra hubiera visto ya mi padre un retraso cultural. En el transcurso de su vida había llegado él a puntos de vista más o menos burgueses, que no solamente se habían mantenido en la línea de la más burda opinión nacional, sino que llegaron también a teñirme a mí. Tampoco en la escuela encontré yo ninguna justificación que pudiera inducirme a modificar esta imagen heredada.
“En la escuela real tuve, ciertamente, ocasión de conocer a un muchacho judío, que era tratado con mucha circunspección por todos nosotros, pero solamente porque no acabábamos de fiarnos de él en razón de su silencio y escarmentados por diversas experiencias; pero no me hacía ninguna idea especial sobre este particular, como tampoco los otros.
“Hasta los catorce o quince años no tropecé más a menudo con la palabra judío, en parte en relación con conversaciones políticas. Sentía por ella una ligera repulsión, y no podía evitar una desagradable sensación, que se apoderaba siempre de mí cuando se exponían intrigas confesionales.
“Yo no consideraba entonces este problema desde ningún otro punto de vista. En Linz había sólo unos pocos judíos...”
Todo esto es muy plausible, pero no coincide por completo con mis recuerdos.
En primer lugar, la imagen del padre me parece haber sido corregida a favor de una concepción más liberal. La tertulia en Leonding, que él frecuentaba, se había adherido a las ideas de Schörner. Es por ello que parece probable que el padre rechazara también, de manera rotunda, el judaísmo.
Al referirse a sus tiempos escolares, se silencia que en la escuela real había unos profesores marcadamente antisemitas que reconocían abiertamente delante de sus alumnos su odio hacia los judíos. El alumno Hitler debió haber presentido, por consiguiente, algunos de los aspectos políticos del problema de los judíos. No puedo imaginármelo de otra manera; cuando yo conocí a Adolf Hitler, estaba ya influido rotundamente de manera antisemita. Recuerdo exactamente como, en cierta ocasión, cuando paseábamos por la Bethelemstraße, al pasar delante de la pequeña sinagoga, me dijo:
—¡Esto no es propio de Linz!
Según mis recuerdos, Adolf Hitler era ya encarnizado antisemita a su llegada a Viena. No hubo de llegar a serlo, aun cuando las vivencias en Viena le hicieron pensar aún más radicalmente que antes sobre estos problemas.
La tendencia que se pone de manifiesto en la propia referencia de Adolf Hitler, es, en mi opinión, la siguiente: En Linz, donde los judíos no desempeñaban ningún papel trascendente, me era indiferente este problema. Pero en Viena, dado el gran número de judíos aquí residentes, me vi obligado a ocuparme de este problema.
Algo distintas son las cosas en el terreno religioso. En Mein Kampf no se encuentra, apenas, a este respecto, una indicación biográfica, aparte de una referencia de los recuerdos infantiles en Lambach:
“Dado que en mis horas libres recibía yo lección de canto en el monasterio de Lambach, se me ofreció la mejor oportunidad para embriagarme a menudo en el solemne esplendor de las festividades religiosas, extraordinariamente brillantes. ¡Qué más natural, pues, que, de la misma manera que en otros tiempos a mi padre el pequeño párroco rural, el señor abad se me apareciera ahora a mí como el supremo ideal imaginable! Esto fue así, por lo menos durante algún tiempo.”
Los antepasados de Hitler eran, con seguridad, personas devotas, creyentes sinceros, como es usual entre los campesinos. A este respecto, la familia de Hitler estaba dividida: la madre era devota, fiel a su Iglesia, y el padre liberal, un cristiano moderado. No cabe apenas de que los problemas religiosos eran más inmediatos para el padre que el problema de los judíos. Como funcionario del Estado no podía permitirse mostrarse abiertamente anticlerical, dada la estrecha relación entre el trono y el altar.
En tanto que el pequeño Adolf permaneció al lado de la madre, fue un chiquillo de acuerdo con el modelo de su madre, devoto y abierto a todo lo grande y bello que ofrece la Iglesia. El pequeño y pálido chiquillo del coro se mantenía por entero dentro de la devota fe en la religión. Por escasas que sean las alusiones a este respecto, tanto más expresivas son estas palabras, que ocultan más de lo que dicen. El magnífico monasterio le era familiar. En su infantil sensibilidad se sentía atraído hacia la Iglesia. No cabe duda de que la madre le apoyaba en este camino.
Cuanto más fue aproximándose al padre en los años siguientes, tanto más van alejándose de él estas vivencias infantiles, y tanto más, también, iba prevaleciendo en él la liberal posición del padre ante la vida. La escuela en Linz hizo, luego, lo demás. Franz Sales Schwarz, el profesor de religión en la escuela real, estaba poco indicado para influir sobre esta juventud. ¡Los alumnos no se lo tomaban en serio!
Mis propios recuerdos a este respecto pueden resumirse en unas breves palabras: en tanto que yo conocí a Hitler, no puedo recordar que asistiera jamás a un oficio religioso. Sabía que yo iba cada domingo con mis padres a la iglesia, y lo aceptó como un hecho consumado. No trató de apartarme de ello, pero, en alguna u otra ocasión, me dijo que no podía comprender esto por mi parte; su madre era también una mujer devota, pero no por ello se sentía él obligado a asistir a la iglesia. Estas palabras, sin embargo, eran pronunciadas siempre sólo de pasada, con una cierta comprensión y tolerancia, que no podía observarse en él en otros casos semejantes. Esta vez, evidentemente, no sentía el menor deseo de imponer su propio punto de vista. No puedo recordar que Adolf, al recogerme los domingos por la mañana, después del oficio divino celebrado en la iglesia de los carmelitas, hubiera jamás aludido a esta obligación con palabras de menosprecio, ni mucho menos lo hubiera insinuado con su conducta. Para mi asombro, no hizo de este contraste de pareceres, siquiera, un punto de discusión.
No obstante, un día vino hasta mí lleno de excitación, y me mostró un libro sobre procesos de brujas; y, en otra ocasión, otro libro sobre la Inquisición. A pesar de su indignación por los sucesos relatados en estos libros, evitó deducir de ellos consecuencias políticas. Tal vez no fuera yo, en este caso, el público más adecuado para él.
Su madre iba los domingos a la iglesia acompañada de la pequeña Paula. No recuerdo que Adolf acompañara jamás a su madre a la iglesia, ni tampoco que la señora Hitler le reprochase nunca por esta actitud. A pesar de su devoción y su fe, la buena mujer se había, al parecer, resignado con el nuevo camino elegido por su hijo. Es posible que en este caso la distinta actitud del padre se interpusiera en su camino, dado que la influencia de aquél sobre su hijo seguía siendo aún decisiva.
Resumiendo, podríamos formular la conducta de Hitler en aquel entonces en relación a la Iglesia de la siguiente manera: la Iglesia no le era, en modo alguno, indiferente, pero no podía tampoco darle nada.
Considerando todo ello en su conjunto, podría, pues, decirse; Adolf Hitler se hizo nacionalista. Yo he podido ser testigo, a su lado, de la incondicional entrega con que se prescribió, en aquel entonces, al pueblo, al que amaba. Tan sólo en este pueblo vivía él. No conocía nada más que a este pueblo.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home