Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Wednesday, June 21, 2006

Hitler mi amigo de juventud X


DIBUJAR, PINTAR, CONSTRUIR

Poco tiempo después de nuestro primer encuentro sabía yo lo siguiente: este hombre había dedicado su vida entera al arte. Lo que le ocupaba de manera tan apremiante, tendía a su expresión artística; hablar sólo de ello, era demasiado poco. Durante mucho tiempo no pude descubrir yo en qué consistían, en realidad, sus disposiciones artísticas.
Entonces, cuando le conocí en el teatro municipal, me pareció que se había consagrado a la música lo mismo que yo, pues hablaba con asombrosa seguridad sobre cuestiones musicales. En secreto —así pensaba yo— es posible que se dedique quizá a la composición. Pero, más tarde, cuando me leyó por primera vez poesías escritas por él, modifiqué mi opinión, pues hasta entonces no había conocido yo a nadie que escribiera poesías. Yo mismo estaba muy alejado de tales ensayos. Tanto más tras trascendente se me aparecía, en consecuencia, este arte. Por desgracia, en tanto yo puedo saber, ninguna de estas poesías ha sido conservada. Recuerdo solamente que la impresión que estos versos, leídos con ardiente entusiasmo, hicieron sobre mí, fue enorme, y que este arte me impuso de manera extraordinaria. Yo no tenía apenas un juicio propio para estas cosas. Después de todo, yo no era más que un tapicero y tenía otras cosas en la cabeza que escribir poesías. Sospecho que estas poesías no serían más que las torpes rimas de un muchacho, y que estos poéticos versos no tenían, en realidad, una mayor trascendencia.
Mientras yo estaba todavía indeciso, de si debía incluir a mi amigo entre los músicos importantes o entre los futuros poetas, me sorprendió su afirmación de que quería ser pintor artístico.
Recordé al instante haberle visto a menudo dibujando en su casa, pero también cuando estaba en camino conmigo. En el curso de nuestra amistad, sin embargo, tuve ocasión de conocer varios de sus trabajos. Como tapicero que ha aprendido su oficio, debía hacer yo a veces, también, algunos dibujos. Esto me ocasionaba siempre grandes dificultades. Tanto más asombrado me sentí, al ver la facilidad con que estas cosas salían de la mano de mi amigo. Doquiera que nos detuviéramos siempre llevaba consigo los más diversos papeles. De su bolsillo sacaba un lápiz. La idea, ¡esto era siempre lo más difícil para mí! Para él era, justamente, lo contrario. Por decirlo así, la idea estaba ya hecha aun antes de que empuñara el lápiz. Con rápidos trazos aparecía sobre el papel lo que él quería representar. Lo que no podía exponer con suficiente elocuencia con sus palabras, lo continuaba el lápiz. Había cierto encanto en estos primeros y fugaces trazos. Me admiraba mucho cuando del laberinto de líneas cruzadas y confluyentes se destacaba una imagen determinada. La realización misma le procuraba mucho menos alegría.
Cuando le visité por primera vez en su estudio, vi por todas partes esbozos, dibujos y proyectos. “El nuevo Teatro Nacional” se leía en uno, o el “Hotel alpino en el Lichterberg”. Me parecía haber entrado en el despacho de una empresa dedicada a la construcción. Cuando más tarde le vi trabajar en el tablero de dibujo —de manera distinta que en los instantes de feliz inspiración, mucho más cuidadosamente, con más exactitud y detalle—, no tuve la menor duda de que había adquirido ya todos los conocimientos técnicos y especiales necesarios para su trabajo. A fin de cuentas, yo había pasado también por tres años de duro aprendizaje y sabía que en esta vida no se regala nada, y cuán penosamente hay que adquirir un tal conocimiento. No me pareció posible que una cosa tan difícil pudiera sacarse, sencillamente, de la bocamanga como por arte de magia, y durante mucho tiempo no pude creer que todo aquello que veía no era más que improvisación.
Existen tantos de estos trabajos que es posible hacerse una idea acertada sobre las disposiciones de Adolf Hitler en este campo. Ahí está, en primer lugar, una acuarela. El concepto de acuarela no es aquí el más indicado. Se trata de un simple dibujo a lápiz, coloreado luego con colores al temple. A esta acuarela de Adolf Hitler le falta por completo la rápida captación del ambiente, tan típico para la acuarela, un cierto sentimiento, esta fragancia y suavidad, que aún en la obra terminada revela algo del fresco aliento del agua empleada. Justamente aquí, donde hubiera debido trabajar de manera rápida e intuitiva, se entretenía Adolf con una minuciosa exactitud.
Como todo lo que puedo aportar de la actividad artística de Adolf Hitler, se encuentra, también una acuarela, que conservo todavía, y que debe incluirse entre sus primeros ensayos. Es aún muy torpe, impersonal y de aspecto primitivo. Pero es aquí justamente donde reside su principal encanto. Representa el Pöstlingberg, el distintivo de Linz, con fuertes colores. Recuerdo perfectamente cómo Hitler me regaló este bosquejo.
De esta primera acuarela y de las centenares que siguieron no puede esperarse ninguna conclusión artística. Con ellas no pretendía expresar algo que llenaba su ánimo, sino simplemente pintar algunos agradables cuadritos. Casi siempre elegía para ello objetos amados, de preferencia arquitectura, y sólo raras veces paisajes. Si el hombre que pintara estas tarjetas no fuera precisamente Hitler, nadie se ocuparía de estos trabajos.
Distinto es lo que sucede con sus dibujos. Por desgracia, sólo se han conservado unos pocos de ellos. Mi propia contribución a este respecto es más que modesta. Aun cuando entonces poseía yo varios de estos dibujos, no he podido conservar más que uno solo, un simple proyecto arquitectónico, que poco nos dice. Es el dibujo en tinta china de una villa en el Gugl, Stockbauerstraße 7. Esta villa, recién reconstruida entonces, le había gustado mucho a Adolf. Él la dibujó y me regaló la hoja. Aparte de su predilección por la arquitectura, poco es lo que puede deducirse de ella.
El muchacho de quince años me había manifestado su decisión de ser pintor artístico. Durante los años pasados en Linz, este objetivo se mantuvo, más por obstinación que por verdadera inclinación. Ya entonces se puso de manifiesto en Hitler una fuerte inclinación hacia la arquitectura.
Cuando recorro con mis recuerdos aquellos años en Linz, debo reconocer que el pintar era, para Hitler, algo que no se tomaba demasiado en serio, simplemente una especie de actividad, al margen del camino fijado; pintar era, para él, un juego con una inversión, de la que estaba seguro. Construir, sin embargo, significaba mucho más para él. En lo que construía en su fantasía ponía todo su ser. Se sentía absorbido por ello hasta en lo más íntimo. Cuando había tenido una idea determinada parecía como poseído por ella. En estos momentos no existía nada más para él. Podía olvidar el tiempo, el sueño, el hambre, todo. Por fatigoso que fuera para mí seguirle en su obsesión, justamente estos instantes son para mí un recuerdo imborrable. A mí lado y frente a la nueva catedral estaba este pálido y delgado muchacho, a quien el primer bozo empezaba a asomar sobre el labio superior, con su traje barato, desgastado en las mangas y en el cuello, captando de una sola mirada cualquier detalle arquitectónico, analizaba el estilo y la expresión, alababa o criticaba la ejecución, criticaba el material, y todo ello con una tal minuciosidad, con un tal conocimiento de causa, como si fuera él su arquitecto y tuviera que pagar, de su propio bolsillo, cualquier negligencia en su realización. Sacaba entonces una agenda de notas, y el lápiz corría rápido sobre el papel. Así y de ninguna otra manera debía resolverse esta tarea, afirmaba Adolf. Yo debía comparar sus bosquejos con el proyecto ejecutado, debía aprobarlos o rechazarlos como él, y todo ello con un celo como si nuestra propia vida dependiera de ello.
Su pasión por modificarlo todo celebraba aquí verdaderos triunfos; pues una ciudad está más o menos bien edificada. No podría caminar por sus calles sin verse interpelado continuamente por todo lo que veía. Y ninguna pregunta quedaba aquí por contestar. Casi siempre se agitaba en su cabeza una docena de construcciones distintas a la vez; algunas veces tenía yo la impresión como si todos los edificios de esta ciudad estuvieran presentes al mismo tiempo ante él como en una visión panorámica. Pero, tan pronto como su atención era atraída por un detalle, toda su potencia y capacidad se concentraban en éste y sólo en éste. Recuerdo cómo, cierto día, se demolió en la plaza principal el viejo edificio del Banco de Austria Septentrional y Salzburgo. Con febril impaciencia seguía Adolf el curso de la edificación. Estaba sumamente preocupado por si la proyectada edificación armonizaría en el cerrado conjunto de la plaza. Como, entre tanto, tuviera que trasladarse a Viena, recibí yo el encargo de informarle continuamente de los progresos de la construcción. En su carta del 21 de Julio de 1908 dirigida a mí se dice: “Cuando el banco esté terminado, mándame, por favor, una tarjeta postal”. Yo pude evadirme, finalmente, de este asunto, dado que no existían todavía tarjetas postales del edificio, procurándome una fotografía de la construcción recién terminada, y mandándosela a Viena. Por lo demás, Adolf se manifestó de acuerdo con la solución adoptada.
Había muchas de tales “casas”, de las que se ocupaba continuamente. Se sentía arrastrado hacia toda nueva construcción. Adolf se sentía responsable por todo lo que se construía. Pero aún más que estos concretos proyectos le interesaban los grandes proyectos encargados por él a sí mismo. Su afán de cambiarlo todo no conocía aquí límite alguno. Al principio observaba yo todas estas andanzas con encontrados sentimientos y me preguntaba, con asombro, por qué se ocuparía con tanta tozudez de cosas, que, así loo creía yo, no serían jamás realizadas. Sin embargo, se obstinaba tanto más en un proyecto, cuando más lejos estaba de su realización. Conocía aun en sus mismos detalles todos estos proyectos, como si hubieran sido ya realizados y toda la ciudad de Linz hubiera sido reconstruida de acuerdo con sus proyectos. Muchas veces era yo incapaz de seguirle, y en el primer momento no sabía si se trataba de algo ya existente o de algo proyectado. La ejecución era, para él, lo de menos en toda edificación.
En ninguna parte se revela de manera tan convincente la inquebrantable consecuencia de un espíritu como en este campo. Lo que proyectara el muchacho de quince años lo llevó a la realidad el hombre de cincuenta, como, por ejemplo, el proyecto para el nuevo puente sobre el Danubio, tan fielmente en sus menores detalles, como si no se interpusieran decenios, sino tan sólo unas pocas semanas, entre el proyecto y la realización. El proyecto estaba allí. Después venía la influencia y el poder, y el proyecto se convertía en encargo. Seguían los medios. El encargo se convertía en realidad. Todo esto tenía lugar con una tal consecuencia, como si para el muchacho de quince años considerara muy natural que un día los encargos y los medios habrían de venir por sí mismos. No me es posible asimilar estos hechos en mi modesta cabeza. Me es inconcebible cómo es posible algo semejante. Uno se sentiría tentado a hablar de milagro, porque la razón no puede seguir aquí. Casi me resisto a relatar lo que sigue, porque los proyectos hechos por este muchacho, entonces completamente desconocido, para la reconstrucción de su ciudad paterna de Linz, coinciden con el nuevo plano de la ciudad iniciado con posterioridad al año 1938, de forma que podría dudarse de la veracidad de mis explicaciones. Y, sin embargo, son ciertos hasta en sus menores detalles.
En mi decimoctavo aniversario, el 3 de Agosto de 1906, me regaló mi amigo una villa. Lo mismo que la villa proyectada para Stefanie, estaba concebida en el estilo Renacimiento, tan amado por él. Es una suerte haber conservado estos bosquejos. Muestran una edificación majestuosa, a manera de un palacio, cuya fachada está dividida por una torre empotrada. El dibujo permite reconocer la bien concebida disposición de las habitaciones, que se agrupan de manera adecuada en torno al salón de música. La escalinata, en forma de caracol, problema de difícil solución arquitectónicamente, está representada en un bosquejo aparte. De la misma manera, el vestíbulo, con su majestuoso balcón, está especialmente realzado. Un grácil esbozo nos muestra el portal. Adolf buscó conmigo un lugar adecuado para la edificación de esta villa, su regalo de aniversario. Debía levantarse en el Bauernberg, en medio de unos soberbios parques. En ocasión de mis visitas a Bayreuth, procuré no recordarle a Hitler este imaginario regalo de aniversario. Estaba en situación para ello, y me hubiera construido con toda seguridad una villa en el Bauernberg, que probablemente hubiera sido más hermosa que este proyecto, producto del gusto de aquel entonces.
Mucho más impresionantes son dos distintos proyectos de construcción conservados por mí de entre sus numerosos diseños para la nueva sala de música. El viejo teatro era una construcción insuficiente en todos los sentidos. Los amigos del arte en Linz se habían reunido en una asociación, con el propósito de hacer posible la construcción de un moderno teatro. Adolf ingresó inmediatamente en esta asociación y participó en el concurso abierto para aportar nuevas ideas. Durante meses enteros trabajó sin cesar en estos planes y proyectos y creía, con toda seguridad, que sus proyectos serían aceptados. Se mostró enormemente indignado cuando la asociación, en la que había puesto tantas esperanzas, finalmente, en lugar de construir un nuevo edificio, se limitó a restaurar el viejo teatro. Podemos leer un mordaz fragmento en la carta que me escribió con fecha 17 de Agosto de 1908: “Me parece que quieren remendar, una vez más, este vejestorio.” Indignado, declaró que prefería empaquetar su manual para arquitectura y mandarlo al comité encargado de estudiar las posibilidades de construir el nuevo teatro. ¡Cómo expresa su ira en estas palabras!
De esta época procede también el dibujo siguiente. En su cara delantera muestra la proyectada sala de conciertos. Numerosas columnas dividen las paredes, en las que se encuentran palcos aislados. Un adorno en forma de figuras culmina la balaustrada. Una poderosa cúpula corona la sala. En el reverso de este osado proyecto me expuso Adolf las condiciones acústicas de la construcción por él proyectada, las cuales me interesaron, especialmente en mi calidad de músico. Se ve aquí claramente cómo las ondas sonoras procedentes del sitial de la orquesta se reflejan en el techo de tal manera que caen, en cierto modo, desde arriba, sobre los oyentes sentados en la platea. Adolf se interesaba grandemente por los problemas acústicos. Puedo recordar todavía con exactitud su proposición de modificar la sala del Volksgarten, cuya deficiente acústica siempre nos había enojado, mediante unas construcciones adecuadas en el techo.
¡Y ahora pasemos a la reconstrucción de Linz! En esta relación, sus ideas eran inagotables, pero éstas no iban de un lado a otro, sino que, una vez tomada una decisión, se mantenía en ella de manera inquebrantable. A ello se debe que haya podido recordar yo tantos detalles. Siempre que pasábamos delante de este o aquel lugar, todos los proyectos parecían convertirse al instante en realidad, aun en sus menores detalles.
La Plaza Principal, maravillosamente enmarcada, llenaba a Adolf siempre de un renovado encanto. Lamentaba solamente que las dos casas que daban al Danubio ocultaran en parte la vista sobre la corriente y la cadena montañosa que se extendía detrás de aquélla. De acuerdo con sus planes, estas casas debían separarse lo bastante para permitir la vista hasta el nuevo puente, ensanchado a la manera de una carretera, sin perjudicar, por ello, el efecto a modo de sala de la plaza; una solución que más tarde convirtió exactamente en realidad. El ayuntamiento, situado también en esta plaza, lo encontraba indigno de una ciudad tan próspera como Linz. El nuevo ayuntamiento debía levantarse como un majestuoso edificio —en modo alguno neogótico, usual en aquel entonces para los ayuntamientos, como lo demuestran los ejemplos de Viena o Munich—, sino en un estilo mucho más moderno. Hitler siguió otros principios en la reforma del viejo palacio, que corona sobre la vieja ciudad como una mole de desagradable aspecto. En una librería había descubierto un viejo grabado de Merian, que muestra el estado del palacio antes del gran incendio. Este primitivo estado debía restablecerse, y el palacio debería ser utilizado a manera de museo. Un edificio que le llenaba continuamente de entusiasmo era el museo creado en 1892. ¡Cuántas veces nos detuvimos ante el friso de mármol, de ciento diez metros de largo, que reproduce en sus relieves plásticos escenas de la historia del país! Adolf no se cansaba de contemplarlo. En sus proyectos prolongaba el edificio del museo más allá del jardín contiguo del colegio de Santa Elisabeth, y prolongaba el friso hasta los doscientos veinte metros, de modo que, según afirmaba, se convertiría en el mayor friso plástico del continente. Se ocupaba también activamente de la nueva catedral, entonces en construcción. Consideraba vano el intento de dar nueva vida al gótico en nuestra época, y se sentía también indignado con los ciudadanos de Linz porque no conseguían imponerse a los vieneses. La torre de la catedral de Linz no podía exceder de ciento treinta y cuatro metros, para mantenerse a respetuosa distancia de la torre de la iglesia de Sankt Stefan, en Viena, de ciento treinta y ocho. Sin embargo, lo que más satisfacción causaba a Adolf era el cobertizo levantado para la construcción de la catedral, del que, según confiaba, podrían obtenerse algún día buenos picapedreros para la ciudad. La estación estaba demasiado próxima a la ciudad, obstaculizaba el tráfico y el desarrollo de la edificación con sus instalaciones férreas. Aquí encontró Adolf una solución ciertamente genial para aquel tiempo. Trasladó la estación lejos de la ciudad, al campo libre, en dirección a la Welser Heide o hacia Kleinmünchen —tenía en cuenta ambas posibilidades— y hacía pasar las vías por debajo del plano de la ciudad. El espacio que quedaría libre por el derribo de la vieja estación debía servir para la ampliación del Volksgarten. Al leer esto, hay que representarse la época allá por el año 1907, y considerar que una persona de dieciocho años, completamente desconocida, carente de toda educación previa y de estudios especializados, exponía estos planes revolucionarios para la planificación de la ciudad, una prueba de hasta qué punto era capaz de superar las ideas y prejuicios de aquel entonces.
Lo mismo que la ciudad, Hitler transformaba también los alrededores de Linz. Una interesante idea le obsesionaba en su romántica visión para la renovación del castillo de Wildberg, que se levanta del profundo Haselgraben. El castillo debía recuperar nuevamente su estado primitivo, y ser aprovechado para un museo al aire libre, ¡en aquel entonces una idea enteramente nueva! Quería reunir allí a determinados artesanos. Sus oficios debían seguir de un lado las tradiciones medievales, pero, de otro, servir también a los modernos propósitos, por ejemplo, para estimular el turismo. La gente alojada en el castillo debía ir vestida a la manera antigua. Los viejos usos gremiales debían conservarse allí en toda su integridad e instalarse también una escuela de maestros cantores. Según sus palabras textuales “las gentes peregrinarían hacia esta isla, en la que se habrían detenido los siglos”, para estudiar en ella la vida y las costumbres de una colonia medieval. Más allá de Dinkelsbühl y Rotenburg, en el Wildberg, no debía mostrarse solamente arquitectura, sino también una existencia real. El derecho de peaje, que debía alzarse en el portal de entrada a los visitantes, serviría como complemento para el sostenimiento de sus habitantes. Adolf tuvo muchos quebraderos de cabeza pensando en la elección de los artesanos adecuados, y recuerdo muy bien que discutíamos muy a menudo sobre ello. Después de todo, no tardaría en sufrir yo el examen de oficial, lo que me autorizaba a hacer oír aquí mi parecer.
La torre sobre el Lichtenberg, por el contrario, debía convertirse en una instalación muy moderna. Un funicular llevaría hasta su cima. Aquí debía levantarse un confortable hotel. Una torre de trescientos metros de altura —una construcción de acero, que le preocupaba grandemente— coronaría todo el conjunto. Desde la plataforma más alta de esta torre, según él afirmaba, podría verse brillar, con tiempo claro y la ayuda de un anteojo, el águila dorada en la cima de la torre de la iglesia de Sankt Stefan en Viena. Me parece haber visto, incluso, un dibujo de este proyecto en la casa de Adolf.
Sin embargo, el proyecto más audaz, el que dejaba a todos los demás en la sombra, era la construcción de un grandioso puente de arco tendido a gran altura sobre el Danubio.
Con este objeto había concebido el trazado de una carretera de montaña. Ésta debía empezar en el Gugl, que entonces era todavía una fea cantera de arena, aislada por una empalizada de madera. Con las basuras y desechos de la ciudad debía rellenarse este foso, sobre el que se instalaría un parque. La nueva carretera se prolongaría luego, en un amplio trazo, hasta el bosque inmediato a la ciudad. (Hace ya tiempo que el municipio de la ciudad de Linz ha convertido en realidad esta iniciativa, sin conocer los planes del joven Hitler. La carretera de montaña construida desde entonces coincide exactamente con la carretera proyectada por Hitler.) Según Adolf, debía ser derribada la atalaya del emperador Francisco José en el Jägermayerwald, la cual se conserva hoy día todavía. En su lugar, debería erigirse un altivo monumento. En el recinto de honor se alojarían los bustos de todos los grandes hombres que hubieran contraído méritos en pro de la Alta Austria. Desde la cúpula del recinto de honor se gozaría de una vista maravillosa sobre una gran extensión del país. Como coronación de la construcción estaba concebida la figura de Sigfrido, alzando en el aire su espada Nothung. (Aquí intervienen de manera evidente los modelos del Walhalla, de la sala de la liberación de Kelheim y del monumento a Hermann en la selva de Teutoburgo.) Desde este lugar, el puente se tiende en un solo arco hasta las abruptas paredes de la orilla montañosa fronteriza. Adolf se veía arrastrado a esta ideas por la leyenda de un osado jinete, que, huyendo de sus perseguidores, se lanzó desde este lugar al espantoso abismo, para, después de cruzar a nado el Danubio, alcanzar la otra orilla. Este puente superaba todo lo hasta entonces imaginado. La luz del arco era, según nuestros cálculos, de más de quinientos metros. La cima del puente estaba a más de noventa metros de altura sobre el nivel de la corriente. Lamento profundamente que no se haya conservado uno sólo de los dibujos de este proyecto, realmente único. Esta construcción sobre el hondo valle del Danubio, según explicaba mi amigo, sería única en el mundo, para orgullo de Linz. Después de cruzado este osado puente, la carretera se uniría a la ladera del Pöstlingberg, uniendo así la mejor vista sobre la ciudad, a la que los dos tanto amábamos, con el terreno más hacia el sur. ¡Cuán a menudo nos deteníamos ya en uno o en el otro lado de las escarpadas orillas, en tanto que Adolf me exponía la proyectada construcción con todos sus detalles!
Estos osados y amplios planos causaban en mí una peculiar impresión, de la que puedo acordarme todavía. Aun cuando todo ello no dejada de ser, a mis ojos, un juego de la fantasía, muy lejos de la posibilidad de verse convertido en realidad, estas ideas ejercían un raro encanto sobre mí. Lo que proyectaba mi amigo y lo que sabía retener en un par de rápidos trazos, no era una fantasía carente de fundamento. De una manera u otra, estas ideas, al parecer tan abtrusas, no dejaban de tener algo de convincente, algo de subyugante en sí. Latía en ellas una especie de lógica superior. Una idea traía consigo a la otra de manera consecuente, una daba lugar a la otra. De esta manera, todo el conjunto era ofrecido en una clara y razonable relación, cuyas románticas reminiscencias, como la de la “Edad Media viva en el castillo de Wildberg”, procedía claramente del mundo de la fantasía de Richard Wagner. Iban unidas a las más modernas ideas técnicas, como la eliminación de los peligrosos cruces ferroviarios, desviando las vías mediante galerías subterráneas. No era éste un recrearse inútil en irreales fantasías, sino un método muy disciplinado, en cierto sentido, casi sistemático. Tal vez se debiera ello, justamente, a la especial fuerza de atracción que esta “composición en arquitectura” ejercía sobre mí, que parecía absolutamente realizable, aún cuando nosotros, pobres muchachos carentes de todo recurso, no tuviéramos la menor posibilidad de convertir estos proyectos en realidad. Creía firmemente que algún día podría realizar todos estos proyectos geniales. El dinero carecía para él de importancia. Sólo el tiempo era decisivo, es decir, el intervalo de vida dentro del cual podía convertir en realidad sus ideas. Mi razón se oponía a esta fe incondicional en una ulterior realización de estos proyectos. Este era el punto en el que no podía yo seguir. ¿Qué sería de nosotros mañana? ¿De mí, por ejemplo? ¡En el mejor de los casos, un afamado director de orquesta! ¿Y de Adolf? ¡Un famoso pintor, un dibujante, quizá un celebrado arquitecto! ¡Cuán lejos se aparecían, empero, estas metas profesionales del prestigio, importancia, riqueza y poder necesarios para transformar, de manera tan radical, toda una ciudad! ¡Y sabe Dios si en la inaudita fantasía e impulsivo temperamento de mi amigo la cosa hubiera quedado en la transformación de Linz! Adolf no podía dejar tranquilo nada que cayera en sus proximidades. Yo sentía serios reparos, y osaba, de vez en cuando, aventurar alguna observación, para recordar la indiscutible realidad que, uniendo nuestras fortunas, apenas si hubiéramos podido reunir un par de coronas, escasamente suficientes para comprar el papel en que dibujar. La mayoría de las veces rechazaba Adolf, con enojo, esta insinuación. Me parece ver todavía su hosco ademán, el rígido gesto de la mano al rechazar estas objeciones. Para él, estos eran planes que algún día habrían de convertirse, naturalmente, en realidad, y con la mayor exactitud. Y para ello se preparaba con todos los detalles. Y por ilusorio que pareciera un pensamiento, él lo estudiaba hasta en sus últimas posibilidades. ¿Cómo podría conseguirse el material para aquel puente de arco sobre el Danubio? ¿Debería ser de piedra o habría de acudir al acero? ¿Cómo podrían fundirse los espolones? ¿Sería la roca lo bastante resistente? Problemas éstos, en parte, no resueltos técnicamente, pero, en parte, también muy atinados. Adolf vivía ya de tal manera en esta ciudad de Linz “reconstruida”, que adaptaba a ella sus diarias costumbres. Nos encaminábamos al “Templo de honor”, a la “Weihehalle” o a nuestro “Museo medieval al aire libre”.
Cuando un día interrumpí yo una vez la osada elocuencia de sus pensamientos encauzados a la construcción de un monumento nacional, con la sobria pregunta de cómo se imaginaba la financiaición de esta obra, se limitó a contestarme con un simple “¡Qué tontería, el dinero!” Pero, al parecer, esta objeción no le dejaba en paz. Hizo lo que suele hacer la gente que quiere ganar rápidamente dinero: se compró un billete de lotería. Y, sin embargo, también había una diferencia en la manera como Adolf compró lotería y cómo lo hacen los demás: pues lo demás sueñan con el primer premio o lo desean solamente, en tanto que él se lo había asegurado ya en el instante de su adquisición, olvidándose de comprar el premio en aquel instante. Su única preocupación en este caso era cómo utilizar, de manera adecuada y razonable, esta considerable suma.
De la misma manera como en medio de sus más osados planos surgían en él, de repente, las más sobrias reflexiones —una típica característica suya—, lo mismo sucedió con la compra de este billete de la lotería. Aun cuando en su fantasía empezaba ya a aprovechar para sus construcciones la suma representada por el primer premio, estudió detenidamente las reglas del juego y sopesó, exactamente, nuestras posibilidades. Mis recuerdos de la historia del gran premio son tan exactos y concretos, porque este episodio fue, justamente, un triunfo de nuestra amistad. Este primer premio, ganado en nuestra imaginación, tuvo sobre nuestra amistad un efecto más corto, por ser tan sólo pasajero, pero tan vinculado como el secreto de Stefanie, compartido y vivido por los dos.
Adolf me había invitado a comprar conjuntamente con él un billete de lotería. El billete costaba diez coronas. Yo debía contribuir con la mitad, es decir, cinco coronas. No obstante, estas cinco coronas no debían ser aportadas por mis padres, sino que debían ser ganadas por mí mismo. En aquel entonces yo disponía de algún dinero para mis necesidades, y en algunas ocasiones recibía también propina de los clientes, cuando había decorado un dormitorio o un comedor a su entera satisfacción. Adolf hizo que le demostrara exactamente de dónde procedían las cinco coronas. Cuando se hubo asegurado de que, por mi contribución, no habría de intervenir en el juego ninguna tercera persona, nos dirigimos los dos juntos a la expendiduría de la lotería del Estado, para comprar el billete. Tardó mucho tiempo en elegirlo. No sé desde qué punto de vista hizo esta elección. Como no prestaba la menor atención a las ciencias ocultas y en este sentido era más que indiferente, su conducta me era enigmática. Pero, finalmente, consiguió encontrar el primer premio. “¡Ya lo tengo!”, exclamó volviéndose hacia mí, y guardó el billete en su librito negro de cubiertas flexibles en el que anotaba sus poesías.
El tiempo transcurrido hasta el sorteo fue, realmente, el más bello de nuestra amistad. El amor y el entusiasmo, las grandes ideas, osados proyectos, de todo ello disponíamos ya en abundancia. Lo único que nos había faltado hasta entonces era dinero. Y ahora teníamos hasta esto. ¿Qué podíamos querer más?
A pesar de que el primer premio representaba mucho dinero, mi amigo no se dejó arrastrar, en modo alguno, a un irreflexivo derroche de esta suma. ¡Por el contrario! Procedió con él de manera sumamente calculadora y ahorradora. Hubiera carecido de objeto invertir este dinero en alguno de sus proyectos, como en el de la reconstrucción del museo; pues no hubiera sido más que una acción parcial en el marco de la gran urbanización de la ciudad. Era mucho más razonable emplear este dinero en nosotros mismos, para procurarnos una situación y una consideración pública con ayuda de esta suma, la cual, a su vez, hiciera posibles otros pasos en el sentido de nuestros planes para el futuro.
Construir una villa para nosotros era demasiado costoso. La construcción hubiera consumido una parte tan grande de esta suma, que hubiéramos debido instalarnos como pobres diablos en esta maravillosa villa. Adolf propuso una solución intermedia. Según sus palabras, debíamos alquilar un piso y decorarlo según nuestras necesidades. Después de largas y cuidadosas reflexiones elegimos el segundo piso de la casa número 2 de la Kirchengasse; pues esta casa estaba situada de manera única. Aun cuando estaba cerca de la orilla del Danubio, la vista se extendía hacia el otro lado hasta las verdes y encantadoras colinas del Mühlviertel, coronadas por el Pöstlingberg. Nos introdujimos secretamente en la casa, comprobamos la vista ofrecida por las ventanas de la escalera, y Adolf se hizo un plano de la casa.
Después nos instalamos en ella, por así decirlo. Un ala del piso, la mayor, debía habitarla mi amigo, y la menor estaba reservada para mí. Adolf distribuyó las habitaciones de tal manera que su despacho estuviera lo más alejado posible del mío, para que, cuando estuviera junto a su mesa de dibujo, no se viera molestado por mis ejercicios musicales.
Mi amigo cuidó también de la decoración de las habitaciones y dibujó a escala las distintas piezas del mobiliario en el plano del piso. Eran muebles bellos y sólidos a la vez, trabajados por los mejores maestros artesanos de la ciudad, y en modo alguno de barato trabajo en serie. Incluso el modelo para el pintado de las distintas habitaciones fue proyectado por Adolf. Sólo en los cortinajes y tapicerías pude intervenir yo, y mostrarle tal y como quería yo ver tapizadas las habitaciones que me correspondían. No cabe duda de que le gustaba la manera segura y natural con que yo intervenía en la instalación de la vivienda. No teníamos la menor duda de que el primer premio nos estaba asegurado; Adolf me había arrastrado en su ilimitada fe en el éxito deseado. También yo contaba con un pronto traslado a la casa en el número 2 de la Kirchengasse.
A pesar de su sencillez, en todo lo referente a esta casa se ponía de manifiesto un escogido gusto personal. Adolf se proponía reunir en nuestra casa a un grupo de personalidades entusiastas por el arte. Yo debería tocar música para ellas. Él daría algunas conferencias o les explicaría sus nuevos trabajos. Nos dirigiríamos regularmente a Viena, para asistir allí a conferencias y asistir al teatro y a los conciertos. (¡Me di cuenta entonces de que Viena jugaba ya un gran papel en el mundo de la fantasía de mi amigo! ¡Era, pues, un milagro que Adolf se hubiera decidido por la Kirchengasse en Urfahr!)
A pesar del premio gordo, nuestra vida no debería sufrir la menor modificación.
Seguiríamos siendo personas sencillas, buenas y honestas, pero en modo alguno vestidas de manera llamativa. Por lo que se refiere al vestir, Adolf tuvo entonces una graciosa ocurrencia, que me llenó de entusiasmo: ¡los dos nos vestiríamos exactamente igual, de manera que la gente nos tendría por hermanos! ¡Creo que esta sola idea era digna por sí sola del primer premio en la lotería! Demuestra hasta qué punto nuestra amistad del teatro se había convertido en una amistad profunda, de sentido romántico.
Naturalmente, debería abandonar yo la casa paterna y también el oficio de tapicero. Mi futura labor musical no me dejaría tiempo para estas ocupaciones; pues, al progresar el estudio aumentaría también nuestra comprensión por las experiencias artísticas hasta absorbernos por completo.
Adolf pensaba en todo, incluso en el cuidado de la casa, cosa necesaria, pues el día del sorteo estaba cada vez más cerca. Pondríamos a una dama fina y distinguida al frente de nuestra casa, la que atendería a su cuidado. Debería ser una mujer de edad ya madura, para no exponernos a esperanzas o intenciones que pudieran oponerse a nuestra vocación artística. Así, pues, todo estaba ya dispuesto. Esta idea me persiguió aún durante mucho tiempo: una mujer ya de edad, de cabellos grises, pero extraordinariamente distinguida, que recibe en la escalera, festivamente iluminada del piso, a los invitados de sus pupilos, estos jóvenes de diecisiete y dieciocho años, invitados que pertenecen a los círculos amigos más escogidos y elevados, que ellos suelen reunir a su alrededor.
Durante los meses de verano haríamos grandes viajes. La primera e inaplazable meta sería Bayreuth, donde gozaríamos de los dramas musicales del gran maestro en su más perfecta realización. (¡Esta parte de nuestros sueños de juventud fue para mí la única que habría de verse realizada, aun sin primer premio!) Desde Bayreuth visitaríamos otras muchas notables ciudades, maravillosas catedrales, palacios y castillos. Sin embargo, también visitaríamos centros industriales, astilleros e instalaciones portuarias. “¡Visitaremos toda Alemania!”, afirmó Adolf. Éstas eran sus palabras más favoritas.
Y llegó el día del sorteo.
Adolf vino a mi taller con la lista de la lotería y lleno de excitación. Raras veces le había visto yo tan furioso como en esta ocasión. Primeramente descargó su ira sobre la lotería nacional, esta especulación organizada por el Estado sobre la credulidad de los hombres: ¡este abierto engaño a costa de los complacientes ciudadanos! Su ira se centró luego sobre el Estado mismo: ¡este cuerpo remendado formado por diez o doce o Dios sabe cuántas naciones, este monstruo creado mediante enlaces matrimoniales por los Habsburgo! ¿Acaso podía esperarse otra cosa, sino que dos pobres diablos como nosotros fueran estafados en sus últimas y míseras coronas?
Ni una sola vez se le acudió a Adolf reprocharse a sí mismo, por haber pretendido para sí, con tan absoluta naturalidad, el primer premio. Horas enteras se había pasado ante la lista de los premios, calculando exactamente el número de billetes y premios ofrecidos, deduciendo de ello nuestras escasas posibilidades de acertar. Yo no podía comprender esta contradicción en su naturaleza. Pero era así.
Por primera vez le había fallado su inaudita capacidad de sugestión, que forzaba en la dirección deseada las cosas que le atraían. Y esto no podía tolerarlo; pues era más enojoso que la pérdida del dinero y que la renuncia al piso y a la dama, recibiendo con distinguida indolencia a nuestros invitados.
Más razonable que confiar en las instituciones estatales, como lo era también esta lotería, le parecía a Adolf confiar en sí mismo y en su propio futuro. En este caso no podrían sucederle estas desgracias. Así, después de un breve período de extremo abatimiento regresó de nuevo a sus primeros proyectos. Uno de sus favoritos era la reforma del puente sobre el Danubio, que une Linz con Urfahr. Cada día cruzábamos por este puente por encima de la corriente que seguía su tranquilo curso hacia el Este. Adolf amaba especialmente este camino a través del puente. Sobre estas agitadas aguas se percibía algo libre, un impulso hacia delante, una atmósfera que era muy distinta a la que reinaba en las calles y plazas de la ciudad. Yo tenía la impresión de que la proximidad del río daba nuevas alas a su fantasía; pues casi en ninguna otra parte le he oído expresar con tal entrega y emoción sus ideas que en este familiar camino a través de la corriente.
Cuando el grave desbordamiento en Mayo del año 1868 arrancó cinco sostenes del viejo puente de madera, se decidió la construcción de un puente de hierro, que fue terminado en el año 1872. Este nuevo puente de vigas de celosía carecía de toda belleza, era demasiado estrecho y, aun cuando en aquel entonces no se conocían todavía los automóviles, no bastaba para las necesidades del tráfico. Continuamente tenían lugar angustiosos atascamientos en este puente. Adolf se alegraba al contemplar a los indignados cocheros, que trataban de abrirse paso con brutales imprecaciones y restallando el látigo. Aun cuando, por lo general, no mostraba mucho interés por lo que le rodeaba, y prefería proyectar sus planes a largo plazo, propuso una solución intermedia, que debía solucionar esta desagradable situación. Sin modificar el puente mismo, debían añadirse a su derecha e izquierda unos caminos de peatones, de dos metros de ancho cada uno, construidos mediante tirantes, que facilitarían el tránsito de las personas y que descongestionarían la calzada central del puente.
Naturalmente, en Linz nadie se preocupó lo más mínimo por la proposición de este joven iluso, que no podía mostrar siquiera unas buenas calificaciones escolares. Y con un celo tanto mayor se consagró Adolf a su proyecto de la construcción de un nuevo puente.
La fea construcción de hierro debía desaparecer. El nuevo puente debía tener un diseño y unas dimensiones tales, que el visitante, al dirigirse de la Plaza Principal al Danubio, tuviera la impresión de tener ante sí, no un puente, sino una bella y majestuosa carretera. Las dos cabezas del puente debían diseñarse de manera consecuente. Unas poderosas estatuas debían reforzar la impresión artística. Es sumamente de lamentar, que, según yo sepa, ninguno de los numerosos dibujos bosquejados por Hitler en aquel entonces para la reconstrucción del puente sobre el Danubio en Linz se haya conservado; pues sería sumamente interesante comparar estos proyectos con los planes según los cuales este puente fue proyectado y encargado treinta años más tarde. Debemos agradecer a su impaciencia, que no pudo hacer surgir lo bastante temprano esta “nueva” Linz, que, a pesar de la guerra iniciada en el año 1939, fue llevada a cabo, cuando menos, esta obra, que era el proyecto central de la nueva urbanización de la ciudad de Lin

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