Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, July 24, 2006

Hitler mi amgo de juventud XII


II
NUESTRA VIDA EN VIENA


ADOLF PARTE PARA VIENA

Ya desde hacía tiempo me había llamado la atención el que Adolf, en sus conversaciones, tanto si se trataba de cuestiones artísticas, políticas o de su propio destino, no parecía encontrar ya su propio camino en la familiar, pero pequeño-burguesa Linz, y que situara, cada vez con más frecuencia, a Viena en el centro de sus reflexiones. Viena, en aquel entonces todavía la deslumbrante ciudad imperial, la fascinante metrópolis de un Estado de más de cincuenta y cinco millones de seres, prometía satisfacer todas sus esperanzas puestas por él en su futuro. Estas esperanzas se basaban en que Adolf, ya en la época a que me refiero, en el verano del año 1907, conocía ya Viena de una visita en el año anterior. Adolf había estado en Viena en Mayo y Junio del año 1906, el tiempo suficiente para entusiasmarse por lo que le atraía principalmente a Viena, el Museo Imperial, la Ópera del Estado, el Teatro Municipal, las maravillosas construcciones junto al Ring, y demasiado poco para ver el hambre y la miseria que se ocultaban detrás de esta deslumbrante fachada. Esta imagen ilusoria, exagerada por su artística fantasía, que se había forjado para sí en ocasión de su primera visita a Viena, donde su increíble capacidad de pasar simplemente por alto lo inmediato y real, y no tomar como realidad más que lo representado en su fantasía, le hacía sentirse como en su casa.
He de hacer en este punto una pequeña corrección a las observaciones hechas por Adolf Hitler, en su obra Mein Kampf, acerca de esta primera estancia en Viena. Cuando escribe que en su primer viaje a Viena “no contaba todavía dieciséis años”, esto no es así, en realidad; pues lo cierto es que poco antes había celebrado ya su decimoséptimo aniversario. Por el contrario, las palabras escritas más adelante acerca de esta primera visita a Viena, coinciden plenamente con mis propios recuerdos:
“Me dirigí a Viena para estudiar la Pinacoteca del Museo Imperial, pero apenas si tuve ojos más que para el propio museo. Corría todos los días desde la mañana temprano hasta avanzada la noche de un edificio a otro, pero eran siempre edificios los que me atraían en primer lugar. Durante horas enteras podía estar yo delante de la Ópera, admirar durante horas el Parlamento; toda la Ringstraße se aparecía ante mí como un milagro de las mil y una noches.”
Puedo recordar todavía, con gran exactitud, el entusiasmo con que mi amigo me contó sus impresiones de Viena. Sin embargo, los detalles de estas observaciones no han quedado grabados en mi memoria. Y ello me hace sentirme tanto más afortunado por haber conservado las tarjetas que Adolf me escribiera entonces, en ocasión de su primera estancia en Viena. Éstas, en total cuatro tarjetas, prescindiendo de su valor biográfico, constituyen unos importantes documentos grafológicos, porque, a mi saber, son los primeros rasgos escritos conservados de Adolf Hitler, con unos caracteres extraños y audaces, tras de los cuales apenas podría sospecharse a un joven de dieciocho años escasos, en tanto que la deficiente ortografía no solamente permite reconocer unos estudios inquietos y en gran parte perturbados, sino también una cierta indiferencia en estos asuntos. Característico de los intereses de mi amigo es que no me mandara más que tarjetas postales con reproducciones de edificios. Otra persona de esta edad hubiera elegido, seguramente, otra clase de tarjetas para mandar a su amigo.
Ya la primera tarjeta que me escribió —está fechada el 7 de Mayo de 1906— representa un brillante ejemplo de la producción de tarjetas postales de aquel entonces. No cabe duda de que Adolf hubo de sacrificar por ella sus buenas monedas, según sus conceptos. Esta tarjeta puede desplegarse y representa una especie de tríptico, en el que destaca una vista de conjunto de la Kalrsplatz, con la iglesia de Sankt Karl en el centro. El texto rezaba, literalmente:
“Al mandarte esta tarjeta, debo disculparme a la vez no haberte hecho saber nada de mí durante tanto tiempo. He llegado, pues, bien, y estoy aquí muy ocupado. Mañana voy a la Ópera a ver el “Tristán”, pasado mañana al “Holandés errante”, etc. A pesar de que lo encuentro todo muy hermoso, siento de nuevo nostalgia por Linz. Esta noche voy al Teatro Municipal. Te saluda tu amigo
Adolf Hitler.”

En el lado de la ilustración está marcado expresamente el conservatorio —quizá fuera ésta la razón de que Adolf eligiese precisamente esta postal, pues ya en aquel entonces jugaba él con la idea de que algún día estudiaríamos los dos juntos en Viena, y no descuidaba la menor oportunidad para representarme de manera tentadora esta posibilidad. En el margen de la postal añadió: “Un saludo a tus apreciados padres.”
Con relación al contenido de esta postal quisiera decir solamente que las palabras “A pesar de que lo encuentro todo muy hermoso, siento de nuevo nostalgia por Linz”, no se refieren en modo alguno a Linz, que en comparación con las maravillosas edificaciones de Viena se le aparecería, ciertamente, muy modesto y provinciano, sino a Stefanie, a la que amaba tanto más profundamente cuanto más lejos se encontraba de ella. Es evidente que le servía de consuelo en su intensa nostalgia por ella, que, en medio de la extraña e indiferente gran ciudad, en la que se sentía más solo que nunca en su vida, pudiera escribir estas palabras, que sólo su amigo, iniciado en su secreto, era capaz de comprender.
Aun el mismo día, el 7 de Mayo de 1906 me mandó Adolf una segunda postal, en la que puede verse el escenario del Teatro de la Ópera Imperial. Probablemente le incitó a ello esta fotografía, magníficamente bien lograda, que permite distinguir aún una parte de la decoración interior. En ella escribe Adolf:
“El interior del palacio no es solemne. Si por fuera es de una imponente majestuosidad, lo que confiere al edificio la gravedad de un monumento del arte, en su interior se siente más bien admiración que dignidad. Solamente cuando las poderosas ondas sonoras inundan el espacio y el rumor del viento cede ante el espantoso rugido de las ondas musicales, entonces se percibe la solemnidad, y se olvida el oro y el terciopelo de que está repleto este interior.
Adolf H.”

En el lado anterior de la postal se añade de nuevo: “Un saludo a tus apreciados padres.”

Por lo demás, Adolf se encuentra aquí por entero en su elemento. Se olvida del amigo, se olvida, incluso, de Stefanie. Ningún saludo, ninguna insinuación, tan profunda es la impresión que ha conmovido a Adolf hasta en lo más íntimo. De la torpeza del estilo puede adivinarse que sus medios orales de expresión no son suficientes para reproducir la magnitud e intensidad de esta impresión. Pero, precisamente en esta impotencia de la expresión, parecido al balbuceante encanto de un entusiasta, puede comprenderse la fuerza de esta vivencia. El máximo sueño de nuestros años de juventud en Linz era poder presenciar algún día una perfecta representación en la Ópera Imperial de Viena, en lugar de las deficientes representaciones en este teatro provinciano. Adolf dirigía, sin duda, esta entusiasta exposición a mi propio corazón, lleno de entusiasmo por el arte. ¿Qué podía parecerme más atrayente en Viena que el entusiasta eco de tales impresiones artísticas?
Al día siguiente, el 8 de Mayo de 1906, me escribe de nuevo; no deja de ser sin duda chocante que Adolf me escribe tres veces en el plazo de dos días. Lo que le impulsa a ello, puede adivinarse en esta postal, que reproduce una vista exterior de la Ópera Imperial de Viena.
En esta postal escribía Adolf:
“Me siento de nuevo atraído hacia mi querida Linz y Urfar. Quiero o debo ver de nuevo a Benkieser. Quisiera saber lo que hace, de modo que llegaré el jueves a las 3.55 a Linz. Si tienes tiempo y permiso ven a recogerme. ¡Un saludo a tus apreciados padres!
Tu amigo, Adolf Hitler.”

La palabra “Urfahr”, escrita de manera incorrecta en la prisa, está subrayada; aun cuando la madre de Adolf vivía entonces todavía en la Humboldtstraße, y no en Urfahr. Naturalmente, esta observación va dirigida a Stefanie, lo mismo que la palabra clave Benkieser convenida para ella. “Quiero y debo ver a Benkieser” es una forma de expresión realmente típica para el carácter de Adolf. Característica suya es también la frase: “Si tienes tiempo y permiso, ven a recogerme.” Aun cuando se trata para él de un asunto de la mayor urgencia, respeta mi relación de obediencia frente a mis padres, a los que tampoco en esta postal se olvida de saludar.
Más que la repetida alusión a Stefanie y el anunciado regreso de mi amigo me emocionó entonces una fugaz anotación sobre la vista de la Ópera Imperial: “Esta noche 7 - 12½ Tristán”. La relación de la Ópera representada en la postal, desconocida todavía para mí, con la idea de poder presenciar en este marco esplendoroso el querido “Tristán” —¡cuatro horas y media, qué suerte tan maravillosa! — despertó en mí el incontenible anhelo de poder presenciar pronto algo parecido.
Desgraciadamente, no me es posible ya recordar si Adolf regresó realmente el jueves siguiente a Linz o si con esta afirmación no pretendía más que saciar su incontenible nostalgia por Stefanie. La observación hecha en Mein Kampf de que su primera estancia en Viena no duró más de quince días, no es cierta. La verdad es que permaneció unas cuatro semanas en Viena, tal como lo demuestra la postal escrita el 6 de Junio de 1906. Esta postal, que reproduce el Franzensring con el Parlamento, se atiene a las usuales formas:
“A ti y a tus apreciados padres os mando por la presente mis más cordiales felicitaciones para estas fiestas, con muchos saludos.
Atentamente
Adolf Hitler.”

Con esta imagen adquirida de su primera estancia en Viena, iluminada por su nostalgia por Stefanie, entró Adolf en el crítico verano del año 1907. Lo que hubo de vivir en aquellas semanas se parece, en muchos aspectos, a la grave crisis atravesada dos años antes. Por aquel entonces, después de largas meditaciones había roto de manera definitiva con la escuela, terminando con ella, por amargo que fuera el dolor causado a la madre. La grave enfermedad le había facilitado este paso. Sin embargo, éste llevaba, simplemente, a la “vaciedad de la vida cómoda”. Sin escuela, sin una fija meta profesional pasó así dos años y, sin ganar nada por su parte, vivió a costa de su madre. Estos años no fueron, empero, en modo alguno de ocio. Por mi continua relación con Adolf puedo atestiguar con cuánta intensidad estudiaba y trabajaba entonces mi amigo. Pero estos estudios, lo mismo que sus actividades artísticas, no le permitían reconocer un fin determinado. Él mismo comprendía que no le era posible seguir por este camino. Era forzoso que sucediera algo, una radical transformación que diera una clara orientación a este absurdo vivir al día.
En su aspecto exterior, esta búsqueda en pos de un nuevo ca mino se puso de manifiesto en peligrosas depresiones. Yo conocía bien estos estados de ánimo de mi amigo, que estaban en burdo contraste con su extasiada entrega y actividad, y sabía que no podía aliviarle en ellos. En estas horas se mostraba Adolf inaccesible, encerrado en sí mismo, extraño. Podía suceder que no nos viéramos siquiera durante uno o dos días. Si al cabo de ellos me encaminaba yo a la Humboldtstraße, para verle de nuevo, me recibía su madre con gran asombro:
—Adolf ha salido —me decía—, debe haber ido en busca de usted.
En efecto, según me contó el propio Adolf, éste caminaba en aquel entonces días y noches enteros, solo con sus pensamientos, por los campos y montes que rodeaban la ciudad. Cuando le encontraba de nuevo, se sentía visiblemente aliviado de saberme a su lado. Pero si le preguntaba qué es lo que le sucedía, me contestaba con un “Déjame en paz”, o un rudo “¡Yo mismo no lo sé!” Y si seguía yo preguntando, se daba él cuenta entonces de mi interés y me decía, en un tono algo más suave:
—Está bien, Gustl, pero tú no puedes tampoco ayudarme.
Este estado duraba en él algunas semanas. Una bella tarde de verano, sin embargo, cuando después del paseo por la ciudad nos encaminábamos hacia las márgenes del Danubio, se liberó lentamente esta tensión. Adolf empezó a hablar nuevamente en la forma habitual en él. Junto a la “Ister”, la casita donde se alquilaban botes con los que bogar por el Danubio, ascendimos por el Turmleitenweg en dirección al Jägermayerwald. Es éste un sendero a través del bosque, muy empinado, poco frecuentado, que lleva, después de numerosos rodeos, hasta la torre de observación. Me acuerdo todavía, con todo detalle, de aquellas horas. Antes, como de costumbre, habíamos visto a Stefanie, mientras caminaba por la Landstraße del brazo de su madre. Adolf estaba todavía bajo el encanto de su aparición. Aun cuando en este tiempo veía casi a diario a Stefanie, este encuentro no tenía nada de vulgar para él. En tanto que Stefanie se sentía, probablemente, ya desde hacía tiempo aburrida por esta muda adoración, que se atenía rígidamente a las normas de la convención de este joven pálido y delgado, mi amigo se sumía, cada vez más profundamente en sus sueños, de un encuentro a otro. De otra parte, sin embargo, había superado ya aquellas románticas ideas de una fuga o un suicidio al lado de la muchacha. Con elocuentes palabras me describía ahora su situación. Día y noche le perseguía la imagen de la amada. Era incapaz de trabajar, no podía siquiera pensar con claridad. Temía volverse loco si este estado continuaba así durante algún tiempo, un estado que él se veía incapaz de cambiar por sí mismo, y por el que no podía hacer tampoco responsable a Stefanie.
—No cabe más que una solución —exclamó—, debo alejarme, alejarme de Stefanie.
En el camino de regreso empezó a exponerme, con más detalle, su decisión. La separación física haría más soportable para él esta relación con Stefanie. Que con ello pudiera perder a Stefanie, no le cabía en la cabeza, hasta este punto estaba convencido de tenerla ganada ya para siempre. En realidad, la situación era muy distinta: Adolf comprendía, quizá, que para ganar realmente a Stefanie debía hablarle o tomar alguna otra decisión. Es probable que este intercambio de miradas al atardecer en la calle se le figurara ya algo infantil. A pesar de ello, comprendía instintivamente que una relación directa con Stefanie habría de destruir, bruscamente, todos sus sueños. En cierta ocasión me dijo Adolf:
—Si me presento a Stefanie y a su madre, tendré que decirles lo que tengo, lo que soy y lo que quiero. Mi respuesta significaría, inmediatamente, el fin de nuestras relaciones.
Entre este punto de vista, latente todavía en su inconsciencia, no expresado directamente, pero claramente percibido, y la comprensión de que sus relaciones con Stefanie, si no quería exponerse al ridículo, debían ser planteadas sobre una base más sólida, no había más que una salida: la huida. Inmediatamente empezó a describirme su proyecto con todos sus detalles. Yo recibí exactas instrucciones de lo que debería decir a Stefanie, si me preguntaba, extrañada, por el paradero de mi amigo. (¡No me preguntó jamás por él!) Sin embargo, el mismo Adolf comprendió que debía ofrecer a Stefanie una existencia asegurada, si es que pretendía solicitar su mano.
No obstante, esta relación hacia Stefanie, no aclarada todavía y, dada la peculiaridad de mi amigo, imposible también de aclarar, no era más que una entre las muchas razones que le incitaron a alejarse de Linz; de todas formas, la razón más personal y por ello también más decisiva, la cual era arrojada al platillo de la balanza siempre que un nuevo obstáculo se interponía en su camino, quizá también porque yo era el único conocedor de este secreto, y Adolf no podía hablar de él con nadie más. Al mismo tiempo, sin embargo, se proponía abandonar Adolf el ambiente de la casa paterna. La idea de permitir que su madre le mantuviera todavía, siendo un joven de dieciocho años, se le había hacho intolerable. Adolf se encontraba aquí ante un doloroso dilema, en el que, como pude convencerme a menudo, sufría casi físicamente. De un lado, amaba a la madre por encima de todo. Era el único ser en el mundo por quien sentía un afecto verdadero, relación que era correspondida por la madre con el mismo amor, por grande que fuera su preocupación por las presentidas y extraordinarias disposiciones del hijo, que en ocasiones la llenaban también de orgullo, como lo demuestran sus palabras:
“Ha salido distinto a los demás.”
De otra parte, sin embargo, se sentía ella obligada a cumplir la voluntad de su difunto esposo, y lograr que Adolf siguiera una carrera que asegurara su porvenir. Pero, ¿a qué podía llamarse “seguro”, dada la especial idiosincrasia del hijo? Había fracasado en la escuela y rechazado las intenciones y proposiciones de la madre. Quería ser pintor artístico, según le había manifestado. La madre no podía presentir ningún consuelo bajo estas palabras; en su sencilla naturaleza todo lo que guardaba alguna relación con el arte y los artistas se aparecía como poco sólido y ligero. Adolf trataba de hacerla cambiar de parecer, hablándole de su proyectada educación académica. Esto ya sonaba de manera mejor. Después de todo, esta academia, de la que Adolf hablaba con creciente entusiasmo, era una especie de escuela. Tal vez pudiera recuperar en ella lo que había negligido en la escuela real, pensaba la madre. En estas conversaciones en su hogar debía admirarme yo, una y otra vez, de la intuición y paciencia con que Adolf intentaba persuadir a la madre de su vocación artística. Jamás se mostraba enojado o violento, como tan a menudo, en las mismas circunstancias. Algunas veces me abrió la señora Clara su corazón. A sus ojos, yo era también un joven de disposiciones artísticas y de elevadas ambiciones. Como sentía la música mucho más que los intentos de dibujar o pintar de su propio hijo, no raras veces encontraba mis propósitos más convincentes que los de Adolf, que me estaba muy reconocido por esta ayuda. Sin embargo, para la señora Clara había una decisiva diferencia entre Adolf y yo: yo había elegido un oficio sólido, había concluido mi aprendizaje y aprobado el examen de oficial. Si alguna vez empezaba a zozobrar el inseguro bote de nuestra existencia, yo tenía ya un puerto seguro. Adolf, por el contrario, navegaba enteramente hacia lo desconocido. Esta idea atormentaba lo indecible a la madre. A pesar de ello, me fue posible convencerla de la necesidad de su decisión de ingresar en la academia y de aprender para pintor artístico. Recuerdo exactamente cuán feliz se sintió Adolf por esta aceptación.
—Mi madre no me pone ya la menor dificultad —me manifestó un día—. A principios de Septiembre me dirigiré definitivamente a Viena.
Adolf había discutido también con su madre el lado financiero de esta decisión. Los gastos de su sostenimiento, así como para el estudio, debían ser costeados por la pequeña herencia que le había sido reconocida después de la muerte del padre, y que era administrada cuidadosamente por el tutor. Evitando todo gasto innecesario, Adolf confiaba poder vivir con ello un año. Lo que sería después, ya se vería por sí mismo, opinaba. Tal vez pudiera ganarse algún dinero con la venta de algunos dibujos y cuadros.
El principal opositor a este plan fue su cuñado Raubal, incapaz de comprender los pensamientos de Adolf desde su limitada perspectiva de pequeño funcionario de la oficina de impuestos. Todo esto era una locura, afirmó. Ya era tiempo de que Adolf aprendiera algo sensato. Después de algunas violentas discusiones en las que, aun cuando era bastante mayor que Adolf, no había salido Raubal muy bien parado, evitó éste toda directa intervención. No obstante, intentó tenazmente influir en su favor a la madre. Adolf solía preguntar casi siempre a la “pequeña”, como solía llamar a su hermana, once años menor. Cuando Paula le refería que Raubal había visitado a la madre, Adolf sufría un violento acceso de cólera. “¡Este fariseo me hará aborrecer mi propia casa!”, me dijo, indignado, en cierta ocasión. Al parecer, Raubal se había puesto también en contacto con el tutor, pues un buen día compareció el honrado campesino Mayrhofer, quien hubiera preferido hacer de Adolf un panadero y que había encontrado ya un lugar donde éste pudiera hacer su aprendizaje, desde Leonding, para hablar con su madre. Adolf temía que el tutor pudiera convencer, finalmente, a la madre para que se negara a concederle la parte que le correspondía de la herencia. Con ello se hubiera hecho imposible el proyectado traslado a Viena. Sin embargo, no se llegó a este extremo, aun cuando durante un tiempo la decisión se mantuvo sobre el filo de un cuchillo. Al final de estas tenaces discusiones todo estaba en contra de Adolf; incluso, como suele suceder en las casas de vecinos, los inquilinos de las demás viviendas. La señora Clara hubo de escuchar las más o menos bien intencionadas opiniones, y, a menudo, en su preocupación y enojo por Adolf no sabía qué decisión tomar. Cuando Adolf sufría sus depresiones y se lanzaba a recorrer solo con sus pensamientos los bosques, cuántas veces no estaba yo sentado con la señora Clara en la pequeña cocina, escuchando con el corazón conmovido sus quejas, y tratando de consolar a esta amargada mujer, sin mostrarme con ello injusto para con mi amigo; por el contrario, tratando de facilitar su decisión por mi intervención. Yo podía comprender bien la posición de Adolf. ¡Cuán fácil le hubiera sido a éste, con su gran energía de vida, recoger simplemente sus cosas y alejarse de allí, de no habérselo impedido la consideración y el respeto que sentía por su madre! Este mundo pequeño-burgués, en el que tenía que vivir, lo odiaba en lo más profundo de su corazón. Debía vencerse a sí mismo para regresar de nuevo a este limitado mundo, después de las horas pasadas en plena naturaleza. Todo en él parecía hervir y fermentar. Era duro e inflexible. En estas semanas, su compañía no era ciertamente agradable. Pero el compartir el secreto de Stefanie nos ligaba de manera inseparable. El suave encanto que partía de él, el inalcanzable, atemperaba las tormentosas olas. Aun cuando Adolf hacía ya tiempo que había tomado su decisión, todo era todavía incierto, dada la fácil influenciabilidad de la madre.
Pero, por otro lado, Viena le atraía. Esta ciudad albergaba mil posibilidades para un joven abierto como lo era Adolf, posibilidades que podían llevarle tanto a las más altas cumbres de la existencia, como a las más oscuras simas del olvido. Viena era una ciudad maravillosa y a la vez cruel, que todo lo prometía y todo lo negaba. Exigía la máxima entrega de todos los que se confiaban a ella. Y esto era lo que quería Adolf.
Sin la menor duda, el modelo de su padre estaba ente él. ¿Qué hubiera sido de él, de no haber venido a Viena? Un pobre y amargado zapatero remendón en algún lugar del más mísero Waldviertel. ¡Y qué no había hecho Viena de este pobre oficial zapatero huérfano!
Desde su primera estancia en Viena, a principios del verano del año 1906, estas fantasías, aún muy vagas, habían ido tomando una forma cada vez más concreta. Él que había consagrado su vida al arte, sólo en Viena podía desplegar todas sus capacidades; pues en esta ciudad se concentraban las obras más perfectas en todos los campos del arte.
En su primera y fugaz estancia en Viena, Adolf había asistido a la Ópera Imperial, presenciando en ella las representaciones de “El holandés errante”, “Tristán” y “Lohengrin”. Medidas con este patrón, las representaciones del Teatro Municipal de Linz quedaban reducidas a una insuficiencia provinciana. En Viena, el Burgtheater, con sus escenificaciones clásicas, aguardaba a los entusiasmados jóvenes. Allí daban sus conciertos la Filarmónica de Viena, la orquesta que en aquel entonces era considerada, y con razón, como la mejor del mundo. Se unían a ellos los museos, con sus inconmensurables tesoros, las pinacotecas, la gran Biblioteca Imperial, ingentes posibilidades de enriquecer y educar el propio espíritu.
Linz no tenía ya mucho que ofrecer a Hitler. Lo que podía modificarse en sus edificios, lo había hecho aquél a su manera. No había ya ninguna tarea grande y atractiva para él. Yo podía tenerle al corriente de las diversas modificaciones en el cuadro de la ciudad, como la reconstrucción del Banco para la Alta Austria y Salzburgo en la Plaza Principal y la proyectada nueva construcción del Teatro Municipal. Él, por su parte, quería tener cosas más ambiciosas ante sí, las maravillosas construcciones del centro de la ciudad de Viena, la genial, realmente imperial disposición de la Ringstraße en lugar de la Landstraße de Linz, limitada y burguesa. A ello se unía, también, que su creciente interés por la política no podía encontrar ningún campo de actividades en Linz. En esta conservadora “ciudad campesina”, la vida política discurría dentro de unas tranquilas normas. Sencillamente, no sucedía nada que pudiera interesar a un hombre joven desde el punto de vista político. No había aquí tensiones, conflictos, inquietudes. Trasladarse de esta calma absoluta al centro de las tormentas, llevaba en sí el signo de la gran aventura. En Viena se concentraban todas las energías del estado danubiano. Trece naciones luchaban por su existencia nacional y su libertad. Esta lucha de nacionalidades originaba una atmósfera verdaderamente volcánica. Estar en medio de ella, poder participar directamente en estas luchas, intervenir en la lucha de todos contra todos, ¡cómo podía esto dejar de agitar a un joven corazón!
Finalmente, había llegado el momento. Adolf vino a verme al taller, desbordante de alegría. En aquel instante teníamos justamente mucho trabajo, pues mi padre había recibido el encargo de confeccionar los colchones para un hospital recién construido.
—¡Mañana marcho! — me dijo brevemente.
Me rogó, que, si me era buenamente posible, le acompañara a la estación, pues no quería que su madre le acompañara hasta allí. Sabía cuán penoso le hubiera sido a Adolf despedirse de su madre delante de otras personas. No había nada que temiera más que una demostración pública de los más íntimos sentimientos. Yo le prometí acompañarle y ayudarle a transportar la maleta.
Al día siguiente, a la hora convenida, dejé el trabajo y me dirigí a la Blütengasse, para recoger a mi amigo. Adolf lo tenía ya todo dispuesto. Tomé la maleta, que era bastante pesada, porque Adolf no quería separarse de sus libros favoritos, y salí rápidamente, para no tener que ser testigo de la despedida. La madre lloraba, y la pequeña Paula, por la que Adolf apenas si se había nunca preocupado, sollozaba de manera desgarradora. Cuando Adolf se me reunió luego en la escalera y tomó la maleta, para ayudarme, pude ver que tenía también húmedos los ojos. Viajamos con el tranvía hasta la estación. No fue posible iniciar ninguna verdadera conversación. Como sucede a menudo, cuando se pretende ocultar los propios sentimientos, hablamos solamente de cosas sin importancia. La despedida de Adolf me llegó profundamente al corazón. Recuerdo todavía cuán desgraciado me sentí al tener que regresar solo a casa. Era una suerte que en el taller me estuviera esperando tanto trabajo.
Desgraciadamente, la correspondencia sostenida en aquel entonces con Adolf se ha perdido. Sé solamente que durante varias semanas estuve sin noticias suyas. Y fue entonces cuando comprendí, con especial claridad, lo que significaba Adolf para mí. No me interesaban los otros jóvenes de mi misma edad. Sabía ya, desde un principio, que no sufriría más que decepciones. ¿Qué interesaba a esta juventud, que no fuera una existencia cómoda y superficial? Adolf era mucho más serio y maduro que la mayoría de las personas a su edad. Sus intereses eran más variados y su apasionada participación me arrastraba también a mí. Me sentía ahora muy abandonado y me consideraba mortalmente desgraciado. Para liberarme de estos amargos sentimientos me encaminé hacia Urfahr, a la Blütengasse, a vi sitar a la señora Clara. Si podía hablar con alguien que sentía un amor tan grande por Adolf, se aliviaría enseguida mi corazón. Probablemente habría escrito Adolf a su madre, pues, de todas formas, habían transcurrido ya quince días desde su partida. En este caso podría averiguar su dirección e informarle, según lo convenido, de lo que había sucedido entre tanto. No era mucho, en realidad. Pero para Adolf aun lo más insignificante tenía su importancia. Yo había visto a Stefanie en la esquina de la Schmiedtor. Verdaderamente, se mostró asombrada al verme a mí solo en aquel lugar, pues estaba lo bastante enterada de las cosas para saber que en este asunto yo no era más que una figura secundaria. Y la persona principal faltaba. Esto la extrañó. ¿Cómo podía explicarse una cosa semejante? Aun cuando Adolf no fuera más que un mudo adorador, era más tenaz y duradero que los demás. No quería encontrar a faltar este fiel admirador. Su interrogante mirada me afectó de tal manera que estuve a punto de dirigirme a ella. Pero, de una parte, Stefanie no estaba sola, sino que, como de costumbre, iba acompañada de su madre, y de otra mi amigo me había ordenado expresamente esperar hasta que Stefanie me preguntara por su propio impulso. Tan pronto se hubiera cerciorado de lo duradero de su ausencia no cabía la menor duda de que aprovecharía la primera ocasión que se le presentara para cruzar sola el puente, y preguntarme ansiosamente qué es lo que le había sucedido a mi amigo. Podía haberle ocurrido algo, quizá estaba de nuevo enfermo, como hacía dos años, o incluso muerto. ¡Inconcebible! De todas formas, aun cuando esta entrevista no hubiera tenido lugar, tenía yo material suficiente para llenar cuatro caras de una carta. Pero, ¿qué es lo que pasaba a Adolf? No llegaba de él ni una sola línea. La señora Clara me abrió la puerta y me saludó cordialmente. Comprendí al verla que me aguardaba con impaciencia.
—¿Tiene usted alguna noticia de Adolf? — me preguntó aún en la puerta.
Así, pues, no había escrito tampoco a su madre. Esto me inquietó grandemente. Debía haberle ocurrido algo inesperado. ¿Quizá no había salido todo en Viena a la medida de sus propios deseos?
La señora Clara me ofreció una silla. Vi qué alivio significaba para ella poder abrir a alguien su corazón. ¡Aquella vieja lamentación, que conocía palabra por palabra! Pero escuchó pacientemente; —Si hubiera estudiado con aplicación en la escuela real, ahora podría hacer ya pronto su examen de reválida. Pero no deja que le digan nada. —Y añadió literalmente—: Es tan testarudo como su padre. ¿A qué se debe este precipitado viaje a Viena? En lugar de conservar celosamente esta pequeña herencia, se la gasta irreflexivamente. ¿Y qué sucederá después? No saldrá nada bueno de la pintura. Ni tampoco el escribir historias sirve de nada. Yo no podré luego ayudarle. Tengo que pensar aún en la pequeña. Ya sabe usted, qué criatura tan delicada es. Y, a pesar de ello, tiene que aprender algo útil. Adolf, sin embargo, no piensa en ello. Sigue su camino como si estuviera solo en el mundo. Yo no veré ya cómo consigue asegurarse una existencia independiente.
La señora Clara me pareció más preocupada que de costumbre. En su rostro se observaban profundas arrugas. Sus ojos aparecían velados, y la voz sonaba cansada y resignada. Tuve la impresión como si ahora, cuando Adolf no estaba ya a su lado, se había dejado ir por completo, y su aspecto era más viejo y enfermizo que de costumbre. Era evidente que, para hacer más fácil al hijo la despedida, había silenciado a éste su verdadero estado. Es posible también que la impulsiva naturaleza de Adolf hubiera contribuido a sostener las energías vitales de la mujer. Ahora, empero, al encontrarse abandonada a sí misma, se me mostraba como una mujer vieja y enferma.
He olvidado, por desgracia, lo que pasó en las semanas siguientes. Adolf me había comunicado brevemente su dirección. Vivía en el distrito sexto, en el 29 de la Stumpergasse, segundo piso, puerta 17, en casa de una mujer que tenía el extraño nombre de Zakreys. Esto era todo lo que me comunicaba. Sin embargo, yo sospechaba que detrás de este obstinado silencio se ocultaba algo más de lo que él dejaba entrever; sabía que cuando Adolf callaba significaba, generalmente, que era demasiado orgulloso para hablar de ello.
En la descripción de la segunda estancia de Adolf en Viena me atendré a lo que el mismo Adolf ha escrito en su libro, relato que coincide plenamente con la verdad.
“...yo había partido para Viena para hacer el examen de ingreso en la academia. Equipado con un grueso rollo de dibujos, me puse entonces en camino convencido de poder aprobar con la mayor facilidad este examen. En la escuela real yo había sido, de mucho, el mejor dibujante de la clase, y desde entonces mi habilidad se había desarrollado todavía de manera extraordinaria, de modo que la satisfacción conmigo mismo me hacía confiar orgulloso y feliz en lo mejor...
“Así, pues, me encontraba por segunda vez en la bella ciudad y aguardaba con ardiente impaciencia, pero también con orgullosa confianza, el resultado de mi examen de ingreso. Estaba tan seguro del éxito, que cuando me comunicaron que había sido suspendido, la noticia me sorprendió de forma totalmente inesperada. Y, sin embargo, así era. Cuando me presenté ante el rector y le rogué me explicara las razones de mi fracaso en la escuela general de pintura de la academia, me aseguró que de los dibujos aportados por mí se deducía, de manera inequívoca, mi falta de aptitudes como pintor; que mis posibilidades radicaban indudablemente en el campo de la arquitectura, y que a mí no debía jamás interesarme la escuela de pintura, sino la escuela de arquitectura de la academia. Como hasta entonces no había asistido a una escuela de arquitectos ni había recibido tampoco la menor enseñanza en arquitectura, no podía comprenderlo en modo alguno.
“Abatido abandoné el maravilloso edificio de Hansen junto a la Schillerplatz, enojado, por primera vez en mi joven existencia, conmigo mismo. Lo que acababa de oír acerca de mis disposiciones pareció descubrirme de repente, como en un fulgurante relámpago, un dilema bajo el que yo había sufrido durante mucho tiempo, sin que pudiera explicarme hasta entonces el porqué de su existencia.
“A los pocos días supe también yo que llegaría a ser un maestro de obras.
“Es cierto que el camino era enormemente difícil, pues ahora lamentaba amargamente lo que por obstinación había negligido en la escuela real. El ingreso en la escuela de arquitectos de la academia dependía de la asistencia a la escuela técnica de arquitectura, un centro de enseñanza media. Y yo carecía de estas condiciones previas. Así, pues, según todas las previsiones humanas, no era ya posible ver convertidos en realidad mis sueños de artista.”
Había sido rechazado en la academia, fracasado aun antes de haber puesto realmente el pie en Viena. No hubiera podido sucederle nada más espantoso. Pero era demasiado orgulloso para hablar de ello. Así que me ocultó lo que había sucedido. Lo ocultó también a su madre. Cuando volvimos a vernos más tarde había superado ya, en cierto modo, la impresión de esta dura decisión. No hablaba más de ello. Yo respeté su silencio y no le pregunté tampoco por lo sucedido, pues sospechaba que allí había sucedido algo que no estaba de acuerdo con sus deseos. Tan sólo al año siguiente, cuando estuvimos los dos juntos en Viena, fui descubriendo poco a poco la verdad de lo sucedido.
Las disposiciones de Adolf para la arquitectura eran tan evidentes, que hubieran justificado una excepción, ¡cuántos alumnos infinitamente menos dotados podían encontrase en la academia! Esta decisión fue tan unilateral y burocrática como también injusta. Es típica, sin embargo, la reacción de Adolf ante este modo de proceder tan vergonzoso para él. No intenta conseguir un trato de favor, no se humilla ante las personas que no han sido capaces de comprenderle, pero no se rebela tampoco, sino que tiene lugar una radical convergencia hacia adentro, una altiva decisión de hacer también frente a este duro golpe del destino, un amargado grito de “¡Ahora más que nunca!”, que lanzó para sí a los señores junto a la Schillerplatz, de la misma manera que dos años antes había hecho punto final con sus maestros. Lo que la vida le aportaba en decepciones, no era para él más que un nuevo estímulo para vencer todos los obstáculos, para seguir, con más entusiasmo aún, el camino propuesto.
En el libro Mein Kampf se encuentra la siguiente frase: “Al tomarme la diosa de la necesidad en sus brazos y amenazarme tan a menudo con destrozarme, crecía la voluntad a la resistencia, y, finalmente, acabó por triunfar la voluntad.”

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