Hitler mi amigo de juventud XIII
MUERTE DE LA MADRE
Recuerdo todavía que la madre de Adolf hubo de someterse a una grave operación a principios del año 1907. En aquel entonces ingresó en el Hospital de las Hermanas de la Caridad en la Herrenstraße, donde él la visitaba diariamente. La operación la llevó a cabo el entonces médico jefe Dr. Urban. No recuerdo exactamente la enfermedad de que se trataba, aun cuando es probable fuera cáncer de pecho. La señora Clara se restableció hasta el punto de llevar nuevamente el cuidado de la casa, pero se sentía muy débil y abatida lo mismo que antes, y tuvo que guardar de nuevo cama. No obstante, algunas semanas después de partir Adolf para Viena, pareció encontrarse mejor, pues para mi sorpresa me la encontré una mañana, casualmente, en el paseo donde se celebraba en aquel entonces el mercado, y en el que las campesinas de los alrededores de la ciudad venían a vender huevos, mantequilla y verduras.
—Adolf se encuentra bien— me explicó gozosa —; ¡si yo pudiera saber qué es lo que estudia en realidad! Por desgracia, no me escribe nada de ello. Pero es fácil de imaginar que tiene mucho que hacer.
Era ésta una buena noticia, que también a mí me llenó de alegría, pues Adolf no me había comunicado nada de sus actividades en Viena. Nuestra correspondencia versaba casi exclusivamente sobre “Benkieser”, es decir, sobre Stefanie. Pero la madre no debía saber nada de todo ello. Pregunté también a la señora Clara cómo se encontraba ella. No se encontraba muy bien, me dijo. Sentía fuertes dolores y por las noches no podía, a menudo, dormir. No obstante, me rogó que no dijera nada de ello a Adolf. Quizá mejorara de nuevo su estado. Al despedirme, me invitó a visitarla pronto.
En el taller había mucho que hacer. El negocio no había ido nunca tan bien como en este año. Se recibía un encargo después de otro. Para un pabellón recién construido de la Clínica de Mujeres debíamos suministrar cincuenta camas completas. A pesar del intenso trabajo, aprovechaba todas las horas libres para mis estudios musicales. Yo actuaba como solista de viola, tanto en la orquesta de cuerda de la Asociación Musical como en la gran Orquesta Sinfónica. Así iban pasando las semanas y me parece que sería ya a últimos de Noviembre cuando tuve, finalmente, ocasión de hacer una visita a la señora Hitler. Me aterré al volverla a ver. Su querido y bondadoso rostro aparecía marchito y decaído. Me tendió la mano, delgada y pálida, desde su lecho. La pequeña Paula me acercó una silla junto a la enferma. Empezó en seguida a hablar de Adolf y se mostraba feliz por el tono confiado que se desprendía de sus cartas. Le pregunté si le había informado de su enfermedad. Si la fatigaba escribir a Adolf, yo podía hacerlo por ella. Pero ella se negó, al instante, decididamente. Si su estado no mejoraba, manifestó, no le quedaría otra solución que hacer regresar a Adolf de Viena. Es cierto que sentiría mucho tener que arrancarle de sus intensas actividades, pero ¿qué otra solución cabía si no? La pequeña debía ir cada día a la escuela. Angela tenía ya sus propias preocupaciones (en aquel entonces esperaba su segundo hijo) y no podía contar en absoluto con su yerno Raubal. Desde que había protegido a Adolf en contra de él, defendiendo su decisión de dirigirse a Viena, se mostraba Raubal enojado con ella y no se dejaba ver. E impedía que Angela, su esposa, cuidara también de su madre. Así, pues, no le quedaría más solución que ingresar en el hospital, tal como le había aconsejado el médico. El médico de cabecera de la familia Hitler era el doctor Bloch, muy estimado en todas partes, y al que se conocía en la ciudad con el cariñoso nombre de “médico de los pobres”, un notable especialista y una persona de gran corazón, que se sacrificaba por sus enfermos. Si el doctor Bloch aconsejaba a la señora Hitler el ingreso en el hospital, su estado debía ser muy grave. Me pregunté si acaso no sería mi deber informar de ello a Adolf. La señora Clara me dijo cuán terrible era para ella que Adolf estuviera tan lejos en estos momentos. Nunca como en esta visita comprendí yo tan claramente cuánto dependía ella de su hijo. Todo lo que en ella había todavía de fuerza y vida, lo consagraba a su preocupación por él. En estas semanas de dolor tal vez presintiera ella, que por causa de sus peculiares disposiciones le aguardaba a su hijo un destino extraordinario. Finalmente, me prometió informar a Adolf de su situación. Al despedirme esta noche de la señora Clara, me sentía yo sumamente descontento conmigo mismo. ¿Existiría acaso algún medio para ayudar a esta pobre mujer? Yo sabía bien cuánto amaba Adolf a su madre. Era preciso hacer algo. La pequeña Paula era demasiado pusilánime, demasiado torpe, si la madre necesitaba realmente ayuda. Una vez de nuevo en mi casa, hablé con mi madre. Ésta se manifestó en el acto dispuesta a visitar de vez en cuando a la señora Hitler, a pesar de que no la conocía siquiera personalmente. Sin embargo, mi padre se opuso a esta decisión, puesto que dado su carácter meticuloso y exageradamente correcto consideraba improcedente ofrecer sus servicios sin haber sido solicitados. Al cabo de algunos días fui de nuevo a visitar a la señora Clara. La encontré levantada, trabajando en la cocina. Se sentía algo mejor, por lo que lamentaba vivamente haber informado a Adolf de su enfermedad. Por la tarde estuve largo rato sentado a su lado. La señora Clara se sentía más locuaz que de costumbre, y empezó a hablarme de su propia vida, muy en contra de lo usual en ella. Algunas cosas pude comprenderlas, otras las deduje, aun cuando la mayor parte de ellas quedó por decir, y así presentí, a mis diecinueve años, y a quien la vida pareciera mirar todavía con tanta confianza y henchido de promesas, un difícil futuro.
Pero en el taller apremiaba el trabajo. Se acercaba el término fijado para la entrega de las camas encargadas y el plazo debía cumplirse irremisiblemente. Mi padre no conocía aquí ninguna consideración. También en lo que se refiere a mis ambiciones artísticas, su lema era: primero el trabajo, luego la música. Además, como dentro de poco debía tener lugar una gran representación, un ensayo de la orquesta seguía al otro. Algunas veces no sabía yo, realmente, cómo podría arreglármelas con mi tiempo. Y así, una mañana, mientras yo estaba afanosamente dedicado a rellenar los colchones, Adolf compareció en el taller. Su aspecto era lamentable; su rostro de una palidez casi traslúcida, los ojos turbios y su voz sonaba ronca. Sin embargo, pude adivinar cuánto dolor se ocultaba detrás de esta férrea actitud. Daba la impresión de que luchaba contra la fatalidad.
Apenas un saludo, ninguna pregunta por Stefanie, ni una sola palabra de lo que había vivido en Viena.
—El médico dice que es incurable— esto fue todo lo que pudo decir Adolf.
Me sentí aterrado por este inequívoco diagnóstico. Probablemente, había sido informado por el doctor Bloch del estado de su madre. Quizá hubiera, incluso, solicitado el consejo de algún otro médico. Pero no podía resignarse a esta dura sentencia.
Sus ojos refulgían. La cólera se percibía en ellos:
—Incurable; ¿qué significa esto? —barbotó—. No es que la dolencia sea incurable, sino que los médicos no son capaces de curar. Mi madre no es siquiera demasiado vieja. Cuarenta y siete años no son ninguna edad a la que deba morirse forzosamente. Pero tan pronto como los médicos han llegado al término de su sabiduría, se dice al momento, incurable. Es posible que si mi madre viviera en una época posterior, la misma enfermedad, sería posible curarla.
Yo conocía bien la peculiar idiosincrasia de mi amigo, que le incitaba a convertir en un problema todo lo que se le oponía en la vida. Sin embargo, nunca me había hablado con tal amargura, con tanta pasión como ahora. De repente me pareció como si Adolf, pálido, excitado, alterado hasta lo más profundo de su ser, se encontrara directamente ante la muerte, acechando con dureza y crueldad a su víctima, y pretendiera discutir y ajustar cuentas con ella.
Pregunté a Adolf si necesitaba mi ayuda. Pasó por alto la pregunta, tanto le abstraía esta discusión. Después interrumpió bruscamente la conversación, y explicó con voz serena y objetiva:
—Me quedaré en Linz para llevar la casa en lugar de mi madre.
—¿Podrás hacerlo? — le pregunté yo.
—Todo es posible cuando hay que hacerlo.
Con ello había terminado la conversación. Yo acompañé a Adolf hasta la puerta de su casa. Estaba seguro que ahora me preguntaría por Stefanie, tal vez no había querido preguntar por ella en el taller. Me hubiera alegrado mucho de ello, pues yo había llevado a cabo con la mayor meticulosidad mis observaciones y, aun cuando no hubiera tenido lugar el diálogo esperado, podía referirle muchas cosas de la muchacha. Por otra parte, confiaba en que Adolf encontraría consuelo en Stefanie en medio de sus espantosos conflictos anímicos. No cabe duda de que así fue, en efecto. Es seguro que en estas semanas Stefanie significó mucho más para él que en ningún momento anterior. Pero retuvo en su corazón toda pregunta acerca de ella, hasta tal punto estaba la preocupación por su madre en el primer término de todos sus pensamientos y sus acciones.
No puedo fijar con exactitud la fecha en que Adolf regresó de Viena. Tal vez fuera en uno de los últimos días de Noviembre, o quizá hubiera principiado ya Diciembre. Pero las semanas que siguieron quedarán grabadas de manera imborrable en mi recuerdo. En un cierto sentido fueron las semanas más bellas e íntimas de nuestra amistad. Hasta qué punto conmovieron mi ánimo estos días, puedo deducirlo del hecho de que en ninguna otra época de mi amistad con Adolf Hitler se hubieran grabado tantos detalles en mi memoria. Parecía como transformado. Yo había creído hasta entonces conocerle a fondo y desde todos los lados. Después de todo, habíamos vivido más de tres años en una estrecha amistad que excluía cualquiera otra relación, en la que no nos habíamos ocultado nada. Sin embargo, en estas semanas me parecía como si, de repente, mi amigo se hubiera convertido en un ser completamente distinto.
No hablaba ya de los problemas e ideas que tanto le agitaran antes. ¡Todas sus fantasías de política parecían borradas! Apenas si podía adivinarse en él nada de sus intereses artísticos. No era más que el fiel y servicial hijo de su madre.
Yo no había tomado muy en serio la noticia comunicada por Adolf de que se haría cargo del cuidado de la casa en la Blütenstraße. Sabía bien en cuán poca estima tenía Adolf estas ocupaciones, tan necesarias en sí, pero tan monótonas y desagradables. Me sentía, por consiguiente, escéptico en relación con este propósito, y tenía la seguridad de que todo quedaría en algunos intentos bien intencionados.
Pero me equivoqué por completo. Conocía demasiado poco a Adolf desde este punto de vista, y no había tenido en cuenta que el ilimitado amor que sentía por su madre le permitiría llevar a cabo estas actividades domésticas, tan menospreciadas por él hasta entonces, y con tal propiedad, que la madre no se cansaba de alabarle. Un día, cuando fui a visitarle a la Blütenstraße, encontré a Adolf arrodillado en el suelo. Se había atado un delantal a la cintura y fregaba el suelo de la cocina, no limpiado durante tanto tiempo. Me sentí enormemente asombrado, y debí poner una cara extraña, pues la señora Clara sonrió con expresión feliz en medio de sus dolores y exclamó, dirigiéndose hacia mí:
—Se extraña usted de lo que sabe hacer mi Adolf, ¿no es cierto?
Me di cuenta también de que Adolf había cambiado la instalación de la casa. El lecho de la madre estaba ahora en la cocina, más caliente durante el día, de forma que la enferma tuviera siempre calor. Adolf trasladó a la sala de estar el aparador de la cocina, para colocar, en el espacio así liberado, la otomana sobre la que él dormía. Así podía estar al lado de la madre también durante la noche. La pequeña dormía en la sala de estar. No pude por menos que preguntar cómo le iba en la cocina.
—Tan pronto como acabe de fregar podrás verlo tú mismo— contestó Adolf.
Pero la señora Clara se adelantó a mi juicio. Cada mañana consultaba ella con Adolf lo que debía prepararse para la comida del mediodía. Él tenía siempre buen cuidado en elegir los platos favoritos de la madre. Todo le salía tan bien que ella no podía hacerlo mejor. La comida sabía de manera maravillosa, afirmaba la señora Clara, hacía tiempo que no había comido con tanto apetito como desde los días en que Adolf estaba de nuevo a su lado.
Yo miré a la señora Clara, que se había incorporado en el lecho. En el celo de la conversación, sus mejillas, por lo general tan pálidas, habían enrojecido ligeramente. La alegría por el regreso del hijo y sus devotos cuidados iluminaban el grave y agotado rostro. Pero detrás de esta maternal alegría se mostraban inequívocamente los signos del dolor. Los profundos surcos en la sinuosa boca, los hundidos ojos, todo ello revelaba que el diagnóstico del médico había sido acertado.
Realmente hubiera debido saber yo que mi amigo no podía tampoco fracasar en esta tarea, por desusada que ésta fuera para él, pues lo que él hacía lo hacía hasta el fin. A la vista de la gravedad con que se hacía cargo del cuidado de la casa, hube de reprimir cualquier observación irónica, por cómico que pudiera parecerme Adolf, que tanta importancia daba a una presentación cuidadosa y correcta, vestido con su tosco mandil. No pude expresar siquiera una palabra de reconocimiento, hasta tal punto me afectó el cambio obrado en su persona, pues sabía bien qué fuerza de voluntad le era necesaria para poder realizar estos trabajos.
El estado de la madre era muy variable. La presencia de su hijo, de todas formas, ejercía una favorable influencia sobre su estado general, y aclaraba también su ensombrecido espíritu. En las horas del mediodía podía pasar, incluso, algunos ratos fuera del lecho, y se la veía sentada en una cómoda butaca en la cocina. Adolf parecía adivinar cualquier deseo en sus ojos, y se ocupaba de ella con la mayor delicadeza. Yo no había podido descubrir jamás en él esta amorosa y sensible delicadeza. Me parecía no poder creer a mis ojos y mis oídos. No se escuchaba ya ninguna palabra adusta, ninguna expresión poco amable, ninguna violenta afirmación del propio punto de vista. En estas semanas se había olvidado completamente de sí mismo, y no vivía más que en su abnegada preocupación por la madre. Aun cuando Adolf, según afirmaba continuamente la señora Clara, había heredado muchas cualidades del padre, justamente en estas decisivas semanas pude darme cuenta de cuán parecido era a la madre en lo más íntimo de su ser. Es cierto que a ello podía contribuir también el hecho de que había vivido los últimos cuatro años sólo con la madre. Pero, por encima de ello, se me reveló una peculiar armonía espiritual entre madre e hijo, tal como no he vuelto a encontrarla en el curso de mi existencia.
Todo lo que pudiera separarles había quedado muy lejos. Adolf no hablaba nunca de la decepción que había sufrido en Viena. En estos días, todas las preocupaciones por el futuro parecían haber sido olvidadas. Una atmósfera de suave, casi alegre satisfacción, rodeaba a la mujer marcada por la muerte.
También Adolf parecía haber olvidado todo lo que le oprimía. Según puedo recordar, sólo una vez me acompañó a la puerta después de haberme despedido de la señora Clara, y me preguntó si había visto a Stefanie. Pero en esta pregunta se percibía ahora una distinta entonación. No era ya la impaciencia del impetuoso amante, sino el oculto temor de una persona joven que teme que el destino pudiera quitarle lo último que le es querido en la vida. Adiviné en esta apresurada pregunta cuánto significaba esta muchacha para él, justamente en estos días tan difíciles, tal vez más de lo que hubiera sido posible de estar ella tan próxima, como él lo anhelaba. Yo le tranquilicé. Al cruzar el puente me la había encontrado a menudo con su madre. Al parecer, nada había cambiado en ella.
Diciembre fue un mes frío y desapacible. Durante días enteros se extendía una niebla húmeda y sombría sobre el Danubio. El sol apenas si podía atravesarla raras veces. Y si esto tenía lugar, sus rayos carecían de fuerza y apenas calentaban. El estado de la madre empeoraba a ojos vistas. Adolf me aconsejó que no fuera a verla más que cada dos días.
Pero la señora Clara me saludaba tan pronto entraba yo en la cocina, levantando un poco la mano y tendiéndola a mi encuentro. Luego, una suave sonrisa se deslizaba a veces por sus atormentados rasgos. Un pequeño pero significativo incidente ha quedado grabado en mi memoria. Al repasar los cuadernos escolares había podido comprobar Adolf que la pequeña Paula no aprendía en la escuela con el celo con que la madre podía esperar de ella. Adolf tomó a la pequeña de la mano y la acompañó hasta el lecho de la madre, para que diera la mano a la madre y le prometiera, solemnemente, ser siempre aplicada y que sería una buena alumna. Tal vez quisiera Adolf dar a entender a su madre con esta escena que había comprendido, entre tanto, su propio error. Si hubiera seguido en la escuela real hasta aprobar el examen de reválida, no se hubiera llegado a la catástrofe de Viena. Este acontecimiento, tan decisivo para él, del que más tarde dijo, que por primera vez le había puesto en desacuerdo consigo mismo, estaba en aquel entonces en el fondo del espantoso acontecimiento y ensombrecía aún más su espíritu.
Cuando dos días después me encaminé de nuevo a la Blütengasse y llamé suavemente a la puerta, me abrió Adolf inmediatamente, salió conmigo hacia el pasillo y entornó la puerta tras de él. A la madre no le iba nada bien —me dijo—, tenía espantosos dolores. Más que sus palabras me convenció su emoción de la gravedad de la situación. Comprendí que sería mejor que me marchara. Adolf estuvo de acuerdo conmigo. Nos estrechamos la mano y me alejé de allí.
Se acercaban ya las Navidades. Había nevado finalmente y la ciudad había tomado con ello un aspecto solemne. Pero mi ánimo no se sentía muy navideño. Una vez más crucé el puente en dirección a Urfahr. Por los inquilinos de la casa supe que la señora Hitler había recibido ya los sagrados óleos. Quise hacer mi visita lo más breve posible. A mi llamada abrió la pequeña Paula. Entré vacilante. La señora Clara estaba sentada en su lecho, Adolf había pasado su brazo por la espalda de su madre, para ayudarla, pues siempre que ésta conseguía incorporarse cedían un poco los dolores.
Saludé y me detuve junto a la puerta. Adolf me hizo señal de que me alejara. Había empujado ya el pestillo, cuando la señora Clara me hizo una seña y me tendió la mano. De manera imborrable se me han quedado grabadas las palabras que la moribunda me dijo con voz suave, apenas perceptible:
—Gustl— dijo (ella me llamaba generalmente sólo “señor Kubizek”, pero en esta hora se sirvió del nombre que me daba Adolf) —, sea usted el buen amigo de mi hijo, aun cuando yo no esté ya. No tiene a nadie más.
Se lo prometí, con lágrimas en los ojos, y después salí de la habitación. Esto sucedía al atardecer del 20 de Diciembre.
Al día siguiente por la tarde vino Adolf a mi casa. El taller estaba ya cerrado por la proximidad de las Navidades. Adolf parecía muy alterado. Bastaba ver su rostro desconsolado para saber lo que había sucedido.
Según explicó, la madre había muerto en las primeras horas del amanecer. Su último deseo había sido ser enterrada en Leonding al lado de su esposo. Adolf no podía apenas hablar, hasta tal punto lo había afectado la muerte de la madre.
Mis padres le expresaron nuestro sentido pésame. Pero mi madre comprendió que lo mejor sería proceder inmediatamente de manera práctica. Tenía que encargarse el entierro. Adolf había estado ya en la empresa Winkler de pompas fúnebres. El entierro había sido fijado para el 23 de Diciembre, a las nueve de la mañana. Pero aún quedaba mucho por hacer. El transporte de la madre hasta Leonding debía aún concertarse. Debían procurarse los documentos necesarios e imprimirse las esquelas. Gracias a ello pudo superar Adolf su profunda conmoción anímica. Serenamente atendió en este día y los siguientes a los preparativos necesarios para el entierro.
En la mañana del 23 de Diciembre de 1907 me dirigí yo, en compañía de mi madre, antes de la hora convenida, hacia la casa de la difunta. El tiempo había cambiado de nuevo. La nieve resbalaba de los tejados. Las calles estaban cubiertas de un barro resbaladizo. La mañana era húmeda y neblinosa. Apenas si podían distinguirse las oscuras aguas de la corriente.
Entramos en la casa para, según la costumbre, despedirnos de la muerta con algunas flores. La señora Clara había sido amortajada en su lecho. Sobre el rostro pálido como la cera se percibía un brillante destello. Presentí al verla que la muerte había sido para ella una liberación. La pequeña Paula sollozaba, pero Adolf conservaba la serenidad. Una mirada a su rostro bastaba para comprender lo que sufría en estas horas. No era sólo el hecho de que Adolf fuera ahora huérfano de padre y madre lo que le había afectado tan profundamente, sino más bien el que con su madre perdía el único ser en este mundo en el que había concentrado su amor y al que ella había correspondido con la misma abnegación.
Bajé de nuevo a la calle con mi madre. Vino el sacerdote. La difunta había sido colocada ya en el ataúd. Éste fue depositado en el vestíbulo de la casa. El sacerdote bendijo a la muerta y después se puso en marcha la pequeña comitiva. Desde el Danubio llegaban hasta nosotros jirones de niebla. Una imagen gris, sombría, un ambiente henchido de nostalgia y tristeza, muy indicado para este fúnebre acontecimiento. Adolf caminaba detrás del ataúd de su madre. Vestía un abrigo largo y negro de invierno, guantes negros y en la mano, como era costumbre entonces, un sombrero de copa. El oscuro ropaje hacía aparecer aún más pálido su rostro. Caminaba grave y concentrado. A la izquierda, vestido igualmente en oscuro, iba su cuñado Raubal, y en medio la pequeña Paula, de once años. Angela, que en estos días estaba en los últimos de su embarazo, iba en un coche cerrado tirado por un caballo que seguía a los deudos. Tal vez la circunstancia de que inmediatamente detrás de los próximos parientes siguiera un coche, contribuyó a causar en mí una impresión tan desconsoladora. Aparte de mi madre y yo seguían solamente algunos inquilinos de la casa de la difunta, así como algunos vecinos y conocidos de la anterior casa en la Humboldtstraße. Mi madre advirtió lo mísero de este entierro, pero en su bondadoso carácter asumió inmediatamente la defensa de los que no habían venido al mismo. “Mañana es Navidad”, me dijo; como si a muchas mujeres a pesar de su mejor voluntad no les fuera realmente posible encontrar un momento libre.
Frente a la puerta de la iglesia fue sacado el ataúd del coche y llevado al interior de la iglesia. A continuación de la misa de difuntos tuvo lugar la segunda bendición. Como la difunta debía ser transportada a Leonding, el ataúd fue conducido hasta la carretera de Urfahr. Las campanas de la iglesia empezaron a tañir cuando la pequeña comitiva se acercó a la carretera principal. Involuntariamente levanté la mirada hasta las ventanas de la casa en que vivía Stefanie. ¿La habría avisado acaso mi ardiente deseo de que no olvidara a mi amigo en esta hora difícil? Aún me parece ver cómo se abren las celosías en las conocidas ventanas, cómo una figura de muchacha se adelanta a la balaustrada y Stefanie contempla con afección la pequeña comitiva. Dirigí la mirada a Adolf. Su rostro permanecía inalterable. Pero no tuve la menor duda de que también él había visto a Stefanie. Como me explicó más tarde, así fue en realidad, y me confesó cuánto le había consolado en esta dolorosa hora la visión de la amada. ¿Fue intencionado, fue casualidad que Stefanie se asomara en aquel instante a la ventana? No podría decirlo. Tal vez hubiera oído el repicar de las campanas y quisiera saber a qué se debía este tañir a una hora tan temprana. Adolf estaba, naturalmente, persuadido de que la muchacha quería manifestarle su simpatía con su aparición.
En la carretera aguardaba un segundo coche cerrado en el que, al disolverse la comitiva, tomó asiento Adolf con su hermana Paula. Raubal subió al coche de su esposa. Después el coche fúnebre, seguido por los otros dos carruajes, partió en dirección a Leonding para el entierro.
Al día siguiente, 24 de Diciembre, por la mañana, vino Adolf a mi casa. Parecía tan abatido que era de temer que se desplomara de un instante a otro. Todo en él parecía vacío y sin consuelo, sin la menor chispa de vida. Se dio cuenta de la preocupación que mi madre sentía por él, y se disculpó, alegando que no había dormido en varias noches. Nos comunicó que su madre había sido enterrada ayer en el cementerio de Leonding al lado de su padre. Con ello se había cumplido su última voluntad, de seguir al lado de su esposo también en la muerte.
Mi madre le preguntó dónde se proponía pasar la velada de Navidad. Adolf dijo que él y su hermana habían sido invitados por los Raubal. Paula había ido ya, pero él no sabía todavía si podría decidirse a ello. Mi madre le insistió, diciendo que ahora, cuando habían sufrido la misma grave pérdida por la muerte de la madre, todos debían también contribuir a mantener la paz navideña. Adolf escuchó las palabras de mi madre y guardó silencio. Pero cuando estuvimos solos, me dijo rudamente:
—No voy a casa de Raubal.
—¿Adónde quieres ir, pues? — pregunté excitado —; hoy es Nochebuena.
Quería rogarle viniera a nuestra casa y participar en nuestra pequeña fiesta. Pero no me dejó siquiera hablar, y se negó a ello enérgicamente, a pesar de la tristeza que le dominaba.
Pero al momento se rehizo de nuevo. Sus ojos mostraron un extraño fulgor. Dijo:
—Tal vez vaya a casa de Stefanie.
Y así diciendo, se marchó.
Esta respuesta correspondía por entero al carácter de mi amigo, y en un doble sentido. Primero, porque en un momento así podía olvidar por completo que su relación con Stefanie no era más que deseo y fantasía, una bella ilusión, nada más, y por otra parte, porque, aun cuando se diera cuenta de ello, al reflexionar serenamente, en estas críticas horas prefería aferrarse a sus propios e irreales ensueños que confiarse a personas extrañas.
Más tarde me confesó que esta noche había estado realmente decidido a ir a casa de Stefanie, aun cuando comprendía claramente que una visita tan precipitada, sin ser siquiera anunciada y sin conocer a Stefanie de una manera oficial, y más todavía en esta Nochebuena, estaba en contradicción con todas las buenas costumbres y normas sociales y hubiera significado, probablemente, el fin de sus relaciones con ella. Pero por el camino había visto a Richard, el hermano de la joven, que pasaba en Linz las vacaciones de Navidad. Este inesperado encuentro le había retenido de su propósito, pues le hubiera resultado muy penoso el que Richard, cosa que apenas si habría podido evitarse, estuviera presente en la proyectada entrevista. Yo no podía ni quería tampoco preguntarle más. De hecho era indiferente si Adolf se engañaba a sí mismo con este pretexto, o si se proponía solamente defender ante mí su conducta. Es cierto que también yo había visto a Stefanie en la ventana. El interés reflejado en su rostro era, sin duda, sincero. Pero yo dudaba de si Stefanie habría podido distinguir realmente a Adolf en esta desusada situación y en su peculiar estado de ánimo. Pero, naturalmente, no expresé estas dudas en voz alta, porque sabía que con ello despojaba a mi amigo de su última seguridad y esperanza.
Puedo imaginarme muy bien cómo debió ser la triste Nochebuena del año 1907 para mi amigo. No quería ir a casa de los Raubal, una decisión que me era fácil de comprender. Podía hacerme también cargo de que Adolf no quisiera perturbar con su presencia nuestra pequeña y tranquila Navidad familiar, a la que le había invitado. La suave armonía de nuestra casa le hubiera hecho sentir aún más su propia soledad. En este sentido me consideré yo frente a Adolf como un favorecido por el destino, pues poseía todo lo que él había ya perdido: el padre, por quien tanto me preocupaba, la madre, que tanto me amaba, el tranquilo hogar, que me acogía amoroso en su perfecta paz.
Pero ¿y él? ¿Adónde debía encaminarse en esta Nochebuena? No tenía conocidos, ningún amigo que pudiera recibirle con el corazón abierto. Para él, todo era extraño y vacío.
Y así se dirigió... a Stefanie. Es decir: ¡a sus sueños! Adolf me habló, más tarde, de esta noche de Navidad, en la que estuvo muchas horas caminando. Tan sólo hacia la mañana había vuelto a casa de su madre y se había dormido en ella. Lo que pensara, sintiera y sufriera me lo silenció.
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