Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, October 09, 2006

Hitler mi amigo de juventud XIV


“¡VEN CONMIGO, GUSTL!”

¡Cuán a menudo se habían pronunciado estas palabras, cuando Adolf hablaba de su propósito de trasladarse a Viena! Sin embargo, cuando más tarde se dio cuenta de hasta qué punto me obsesionaba a mí este ofrecimiento, no manifestado en un principio siquiera seriamente, se familiarizó con todas las formas del pensamiento de que nos trasladaríamos conjuntamente a Viena para ingresar él en la escuela de arte, yo en el conservatorio. En su genial fantasía me dibujó esta vida con todos sus colores, de manera tan palpable y concreta, que a menudo no sabía yo mismo si todo esto no era más que deseo o ya realidad. Para mí, una tal fantasía tenía una base muy real. Es cierto que yo había aprendido mi oficio a fondo y que mi padre, como también los clientes, estaban sumamente complacidos con mi trabajo. Pero el trabajo en el polvoriento taller había afectado considerablemente mi salud, y el médico, mi aliado en secreto, insistía en que yo abandonara el oficio de tapicero. Para mí, a quien la música llenaba todo mi corazón, significaba esto buscarme en ella una posibilidad profesional. Este deseo, por muchos que fueran los obstáculos que pudieran oponérsele, adquiría formas cada vez más concretas. Lo que yo podía aprender en Linz lo había aprendido ya. También mis maestros me habían reforzado en mi decisión de dedicarme por entero a la música. Esto, sin embargo, significaba para mí tener que trasladarme a Viena. Con ello, la que en un principio casual invitación “¡Ven conmigo, Gustl!”, de mi amigo, adquiría, para mí, el carácter de una clara invitación y de bello objetivo. A pesar de ello, no creo que yo, con mi pasiva naturaleza hubiera conseguido imponer este cambio de profesión y el traslado a Viena, de no haber intervenido aquí Adolf con toda su decisión.
No cabe la menor duda de que mi amigo pensó aquí, con seguridad, en sí mismo. Sentía temor de partir solo para Viena, pues ahora, en ocasión de su tercer viaje, las cosas eran algo distintas que anteriormente. Antes poseía todavía a su madre. Aun cuando se dirigiera a Viena, seguía conservando su tranquilo hogar. No era un paso a lo desconocido, pues saber que la madre le estaba aguardando en todo momento y en cualquier situación, sucediese lo que sucediese, con los brazos abiertos, daba un firme sostén. El hogar de la madre era el punto tranquilo, en torno al cual se agitaba su tormentosa existencia. Y ahora había perdido este sostén. El dirigirse ahora a Viena era una decisión final, definitiva, de la que no existía ningún regreso, es decir, un salto a la oscuridad, a un lago sin orillas. En los meses pasados en Viena en el otoño pasado no había conseguido encontrar conexión en ningún lado. Es posible que no la hubiera buscado siquiera. En Viena vivían parientes de la madre, con los que había estado anteriormente en relación, y en cuya casa, si no me equivoco, había vivido incluso en ocasión de su primera estancia en Viena. No volvió a visitarlos más, ni tampoco más tarde se habló nuevamente de ellos. Es fácil de comprender la razón que le llevó a dejar de verlos. Temía ser interrogado por su trabajo, la manera cómo se ganaba la vida. Es posible que estuvieran también informados de que había sido rechazada su solicitud de ingreso en la Academia. Prefería sufrir hambre y miseria a presentarse ante sus parientes en demanda de auxilio. ¡Qué más natural, por consiguiente, que llevarme a mí con él a Viena, a su mejor amigo, y también el único enterado del secreto de su gran amor! Este “¡Ven conmigo, Gustl!”, había adquirido el tono de un amistoso ruego en labios de Adolf desde la muerte de su madre.
A principios de 1908 me dirigí con Adolf a la tumba de sus padres en Leonding. Era un bello y frío día de invierno, de extraordinaria claridad, y que ha quedado bien grabado en mi recuerdo. La nieve cubría los familiares caminos. Adolf conocía aquí aún los menores detalles, pues durante muchos años éste había sido el camino seguido hasta la escuela. Cuando hubimos llegado a la altura del Pulverturm, vimos a nuestros pies, agrupadas en torno a la iglesia, las casas de Leonding. Detrás de la amplia llanura, resplandecientes bajo la nieve, se alzaban las montañas, desde el Hoher Priel hasta el Untersberg de Salzburgo, cada una de cuyas cimas se destacaba claramente contra el cielo azul de acero.
Adolf estaba muy sereno. Yo me sentía admirado por este cambio. Bien sabía yo cuán hondamente le había afectado la muerte de su madre, cuánto sufría por ello, incluso físicamente, y cómo había llegado al borde del agotamiento. Mi madre le había invitado a comer en las fiestas de Navidad, para que pudiera por lo menos recuperar las perdidas fuerzas, y saliera de la vacía y fría casa en la que todo le recordaba a su madre. Y Adolf había venido a comer con nosotros. Se había sentado a nuestra mesa muy serio, taciturno, encerrado en sí mismo. Todavía no había llegado el momento oportuno para hablar de los proyectos para el futuro.
Incluso ahora, al caminar sosegadamente a mi lado, parecía mucho mayor que yo, mucho más maduro, más viril, ocupado también con sus propios asuntos. Me admiró cuán clara y superiormente hablaba ahora de ello. Parecía como si se tratara de cosas ajenas a su incumbencia: Angela le había mandado decir que Paula podía quedarse a vivir con ellos. Su esposo estaba de acuerdo con ello, pero se negaba a acoger a Adolf en su familia, pues se había portado con él de manera improcedente. Con ello se veía Adolf libre de su mayor preocupación, pues la pequeña tenía ya un hogar seguro. El mismo no había tenido jamás la intención de colocarse, bajo la tutela de los Raubal. Había hecho dar las gracias a Angela, y decir que todo el mobiliario paterno pertenecía a Paula. Los gastos del entierro serían pagados de la herencia de la madre. Por lo demás, Angela había dado ayer a luz. Este su segundo hijo fue una niña, que debía llamarse, como la madre, Angela. Su tutor, el burgomaestre de Leonding, se había hecho cargo del asunto de la herencia y estaba dispuesto a ayudarle también para que le fuera concedida una pensión como huérfano.
Todo esto sonaba muy sobrio y objetivo. Después pasó a referirse también a Stefanie. Estaba decidido a poner fin a la actual situación. En la próxima ocasión se presentaría a Stefanie y a su madre, ya que no le había sido posible hacerlo durante las fiestas de Navidad. Era ya, realmente, hora de llegar a una decisión.
Cruzamos por la nevada aldea. Allí se alzaba la pequeña edificación de una sola planta, con el número 61, que el padre de Adolf había comprado en su tiempo. Aun se veía la gran colmena de la que su padre se sentía tan orgulloso. Al vender la propiedad todo había ido a parar a manos extrañas. Adolf no conocía a la gente que ahora vivía en su casa paterna. En su inmediata vecindad se encontraba el cementerio. La tumba en la que habían sido enterrados sus padres, se encontraba en la parte del muro en dirección Este. La nieve cubría la tierra recién removida, ante la que nos detuvimos. Adolf permaneció con el rostro serio e inmóvil. Su rostro era duro y severo, y ninguna lágrima humedecía sus ojos. Sus pensamientos estaban junto a la amada madre. Yo estaba a su lado y rezaba.
En el camino de regreso me explicó Adolf que probablemente debería permanecer aún el mes de Enero en Linz, hasta haber levantado la casa y resuelto el asunto de la herencia. Le esperaba todavía una encarnizada discusión con su tutor. Era evidente que éste no se proponía más que lo mejor para él, pero ¿de qué podía servirle, si lo mejor no era más que un puesto de aprendiz en una panadería de Leonding?
El viejo Josef Mayrhofer, el tutor de Hitler, vive aún hoy, a edad avanzada, en Leonding. Naturalmente, muy a menudo se le ha preguntado acerca de las experiencias e impresiones obtenidas del joven Hitler. A su manera franca y campesina, Mayrhofer ha dado respuesta a todos los que llegaban hasta él; primero a los enemigos, después a los amigos, y luego, de nuevo, a los enemigos de su pupilo. Pero decía siempre lo mismo, sin preocuparse por las opiniones de los que le preguntaban. El que los tiempos fueran de uno u otro modo, esto no le hacía cambiar una sola frase en su declaración.
Un día de Enero del año 1908 había venido a verle Adolf, en aquel entonces ya muy alto, y con una sombra de bigote en el labio superior y una voz profunda, casi un hombre ya, para aconsejarse en relación con la herencia. Pero sus primeras palabras fueron:
—Señor tutor, quiero partir de nuevo a Viena.
Habían sido inútiles todos los intentos para disuadirle de su propósito; era un testarudo lo mismo que su padre, el viejo Hitler.
Josef Mayrhofer conserva todavía los documentos que guardan relación con aquellas gestiones. La instancia que escribió Adolf por encargo del tutor, para solicitar una pensión como huérfanos para él y para su hermana Paula, tiene el siguiente contenido:

“¡Muy alta Dirección Imperial de Finanzas!
“Los respetuosos firmantes solicitan por la presente la bondadosa concesión de la correspondiente pensión de huérfanos. Los dos solicitantes, que han perdido a su madre, fallecida el 21 de Diciembre de 1907, viuda del inspector de aduanas imperiales, han quedado, en consecuencia, huérfanos, menores de edad e incapaces de ganarse su propio sustento. La tutoría de los dos solicitantes, de los que Adolf Hitler nació el 20 de Abril de 1889 en Braunau a. I., y Paula Hitler el 21 de Enero de 1898 en Fischlham bei Lambach Ob. Öst., la desempeña el señor Joseph Mayrhofer en Leonding b. Linz. Los dos solicitantes pertenecen a la jurisdicción de Linz. Repiten su ruego con el mayor respeto,

Adolf Hitler, Paula Hitler

Adolf firmó en esta instancia también en nombre de su hermana Paula, pues la firma muestra en el nombre de “Hitler”, en las dos veces, el mismo rasgo inclinado hacia abajo, tan característico del la ulterior firma de Hitler. Además, Adolf se equivocó en la fecha del nacimiento de su hermana. Paula no nació en 1898, sino en 1896, es decir, hizo a la pequeña dos años más joven.
Según las leyes vigentes en aquel entonces, los huérfanos de padre y madre, siempre que carecían de toda fortuna y no hubieran cumplido todavía los veinticuatro años de edad, tenían derecho a percibir, en total, cincuenta coronas al mes. En consecuencia, a Adolf le correspondían veinticinco coronas al mes. Naturalmente, esto era demasiado poco para poder vivir de ello. A modo de comparación, diré solamente que Adolf debía pagar diez coronas de alquiler mensual por su habitación en casa de la señora Zakreys.
La instancia fue resuelta en sentido favorable. El primer pago tuvo lugar el 12 de Enero de 1908, cuando Adolf se encontraba ya en Viena. Por lo demás, tres años más tarde renunció Adolf a esta renta a favor de su hermana Paula, aun cuando, de por sí, hubiera tenido derecho a seguir cobrando la misma hasta cumplir los veinticuatro años, es decir, hasta Abril de 1913. Esta renuncia de Adolf del 4 de Mayo de 1911 se encuentra aún hoy en posesión del tutor Joseph Mayrhofer en Leonding.
El protocolo de la herencia, que Hitler firmó en casa de su tutor antes de partir para Viena, contenía también su pretensión a la herencia paterna que constaba de algo más de setecientas coronas. Es posible que gastara una parte de esta suma en ocasión de su anterior estancia en Viena. En su extraordinariamente sobria norma de vida —su único gasto de importancia eran los libros— le quedaría, con seguridad, todavía lo bastante para poder vivir por lo menos un tiempo en Viena.
Por lo que concierne a la seguridad de una futura existencia, Adolf no sólo me llevaba la ventaja de poseer una herencia, aun cuando modesta, y una renta fija mensual —extremos que yo debía aclarar todavía con mis padres—, sino también porque ahora, una vez “sorteado” el tutor de manera satisfactoria, podía decidir su futuro con entera libertad y sin obstáculos, en tanto que mi decisión dependía de la aprobación de mis padres. El eventual traslado a Viena iba también unido a la renuncia del oficio aprendido, en tanto que Adolf podía proseguir en Viena su vida actual, más o menos en la misma forma. Esta circunstancia dificultaba de manera considerable mi decisión; durante algún tiempo no quiso Adolf comprenderlo así, aun cuando él fue quien, desde el primer momento, tuvo a su cargo la dirección de este complicado asunto. Ya en los primeros meses de nuestra amistad, es decir, en un tiempo en que yo no podía imaginarme mi futuro más que en el polvoriento taller de tapicero, me había expuesto Adolf, de manera convincente, que yo debía llegar a ser músico, y ello a pesar de que era casi un año más joven que yo. Después de haberme “metido este pájaro en la cabeza”, como dijo en aquel entonces mi madre, no cejó ya en este propósito. Me animaba cuando yo flaqueaba, reforzaba mi confianza en mí mismo cuando yo amenazaba perderla, alababa, criticaba, se mostraba a veces grosero y me increpaba indignado, pero sin perder jamás de vista la meta que me había inculcado, y si una vez habíamos discutido fuertemente, de modo que yo creí que todo había terminado, después de un concierto o una representación en los que había yo participado, renovábamos nosotros, con radiante entusiasmo, nuestra amistad. Nadie en este mundo, ni siquiera mi madre, que me amaba tan tiernamente y que era la que mejor me conocía, era capaz de proyectar mis más ocultos deseos tan directamente a la realidad como mi amigo, aun cuando él no había seguido ninguna enseñanza musical sistemática.
En invierno del año 1907, cuando el trabajo en el taller decreció en su intensidad, y yo tenía algo más de tiempo para mí mismo, tomé clases, con otro compañero, de teoría de la armonía con el director de orquesta del Teatro Nacional de Linz. Fue un estudio tan intenso como satisfactorio, y que me llenó de entusiasmo. Desgraciadamente, no podía yo recibir enseñanza en Linz de las otras asignaturas teórico-musicales necesarias, como contrapunto, teoría de las formas, instrumentación, historia de la música, etc. No existía tampoco seminario para la práctica de dirección de orquesta y teoría de la composición. Esta enseñanza podía ofrecérmela solamente el Conservatorio en Viena. Además, allí se me ofrecería también la oportunidad de presenciar representaciones de óperas y conciertos de primera categoría y en su más perfecta interpretación. Mi decisión de dirigirme a Viena era firme, pero carecía de la necesaria tenacidad para ello, como mi amigo, para imponer esta decisión por encima de cualquier obstáculo que pudiera presentarse. Pero Adolf lo había previsto todo. Sin que yo supiera, realmente, cómo lo había hecho, consiguió convencer a mi madre de mi vocación musical. Pero ¿qué madre no escucharía con gusto, cuando se profetiza una brillante carrera como director de orquesta y ejecutante a su único hijo, y, más aún, cuando la música para ella, lo mismo que para mí, significaba también media vida? Así, no tardó ella en formar parte de nuestra alianza. Como mis pulmones no podían resistir el continuo polvo del taller, se unía a ello también la continua preocupación por mi salud. Mi madre, que había encerrado en su corazón a Adolf, como en su tiempo la señora Clara a mí mismo, estaba, pues, ganada para nuestra causa. Así, todo dependía ahora de mi padre. No es que éste se opusiera abiertamente a la realización de mis deseos. Mi padre era todo lo contrario del padre de Adolf, tal y como yo lo conocía por las descripciones de mi amigo. Silencioso y al parecer desinteresado, no intervenía en el curso de las cosas a su alrededor. Su máxima preocupación era el negocio, creado por él de la nada, que había resistido felizmente graves crisis y que había convertido en una considerable y floreciente empresa. Mis inclinaciones musicales las consideraba él como simples caprichos sin importancia. Le era imposible concebir cómo podía uno intentar edificar una segura existencia sobre un rasgueo y tañido más o menos inútil. Hasta el final le fue incomprensible que alguien que, como yo, sabía lo que era la necesidad y la pobreza, pudiese renunciar a un sólido fundamento vital en pos de un vago e incierto futuro. “El pájaro en la mano” y “La paloma en el tejado”, ¡cuántas veces pude escuchar de sus labios estos proverbios! Y cuántas veces también las amargas palabras: “¿Y para esto me he sacrificado yo?” Yo trabajaba con más celo que nunca en el taller, pues no podía consentir que se dijera que descuidaba el oficio aprendido en pos de mis estudios musicales. Mi padre tomó este celo en el trabajo como señal de que me proponía permanecer en el oficio y que algún día me haría yo cargo del negocio. La madre sabía hasta qué extremo dependía mi padre de su empresa. Y prefería guardar silencio para no aumentar sus preocupaciones. Así fue que en la época en que mi educación musical precisaba necesariamente del ingreso en el Conservatorio de Viena, la situación había llegado a un punto muerto en el terreno doméstico. Yo trabajaba con más fervor que nunca en el taller y guardaba silencio. Mi madre guardaba silencio. Mi padre pensaba que yo había renunciado definitivamente a mi proyecto, y guardaba, asimismo, silencio.
Entonces vino Adolf nuevamente a nuestra casa. A la primera mirada se dio cuenta de cuál era la situación y pasó inmediatamente al ataque. Primeramente me puso de nuevo “en forma”. Durante su estancia en Viena se había enterado de todos los detalles del estudio musical, de lo que me informó ahora con exactitud, describiéndome, de vez en cuando, de manera realmente atractiva, sus experiencias musicales en la ópera y en la sala de conciertos. Estas vivas descripciones emocionaron también a mi madre, y así, todo apremiaba en pos de una decisión. Pero no quedaba otra solución que confiar en que Adolf mismo lograra convencer a mi padre.
¡Una difícil empresa! ¿De qué serviría toda la brillante elocuencia, si el viejo maestro tapicero no tenía en la menor estima las cosas musicales? Por lo demás, apreciaba sinceramente a Adolf. Mas a sus ojos no era, finalmente, sino un joven fracasado en la escuela, que se tenía a sí mismo en demasiada estima para aprender un oficio.
El padre toleró nuestra amistad, pero, en realidad, hubiera deseado un compañero más aplicado para su hijo. Así, pues, Adolf se encontraba en una posición bastante desagradable. Que a pesar de ello consiguiera ganar para nuestro plan a mi padre en un espacio de tiempo relativamente breve, es verdaderamente asombroso. Hubiera comprendido perfectamente el que la decisión tuviera lugar después de un violento choque de contrapuestas opiniones; Adolf se hubiera encontrado entonces en su propio elemento y quizá podido jugar todos los triunfos que tenía en reserva. Pero no fue así. No puedo recordar que tuviera lugar un debate en el verdadero sentido de la palabra. Adolf hablaba en un tono como si todo esto no fuera en modo alguno tan importante, y, sobre todo, permitió que mi padre creyera que él solo, mi padre, era quien debía tomar la última decisión. Se dio también por satisfecho con que mi padre no tomara más que una decisión a medias, y propusiera una solución intermedia; dado que el curso normal había empezado en otoño, por el momento debía dirigirse solamente a título de prueba a Viena para examinar, por algún tiempo, la situación. Si las posibilidades de educación correspondían a mis esperanzas, podría decidirme todavía, pero, en caso contrario, regresaría inmediatamente y me haría cargo del negocio paterno. Adolf, que odiaba los compromisos, y estaba acostumbrado a lanzarse siempre a fondo, se dio por satisfecho con ello, ¡cosa sorprendente! Yo me sentía feliz como nunca antes en mi vida, pues mi proyecto se había impuesto finalmente sin enojar por ello al padre, en tanto que mi madre participaba también de mi alegría.
A principios de Febrero regresó Adolf a Viena. Su dirección era la misma, me explicó al despedirnos, pues había seguido pagando el alquiler en casa de la señora Zakreys. Yo debía avisarle con tiempo de mi llegada a Viena. Le ayudé a llevar las maletas a la estación. Si no me equivoco, eran cuatro maletas, todas ellas muy pesadas. Yo le pregunté qué es lo que llevaba en ellas. Me contestó:
—Todos mis bienes.
Pero eran casi solamente libros.
Ya en el andén llevó Adolf de nuevo la conversación a Stefanie. Por desgracia no tuvo ninguna ocasión para dirigirse a ella, pues no la había encontrado nunca sin ir acompañada. Y lo que él tenía que decirle a Stefanie le incumbía sólo a ella.
—Tal vez le escriba yo— me explicó, para terminar.
Sin embargo, yo tomé estas palabras, pronunciadas por primera vez por Adolf, simplemente como la expresión de su desconcierto o, a lo sumo, como un fácil consuelo. Mi amigo subió al tren y me tendió, una vez más, la mano desde la ventanilla. El tren arrancó.
—¡Sígueme pronto, Gustl! — me gritó todavía Adolf.
En casa, mi buena madre me preparaba ya la ropa interior y los trajes para el viaje a la grande y desconocida Viena. Después de todo, mi padre quería también contribuir a ello. Él mismo me confeccionó una gran caja a la que hizo colocar una sólidas bandas de hierro por el cerrajero. En ella empaqueté mis estudios de piano y partituras, y mi madre llenó el espacio aún vacío con ropas y zapatos.
Entre tanto llegó una postal de Adolf, fechada el 18 de Febrero de 1908. Mostraba una vista de la colección de armas del Museo de Historia del Arte de Viena, caballeros armados a pie y a caballo:

“¡Querido amigo! —este título era un signo de lo mucho que habíase ahondado nuestra amistad desde la muerte de su madre. El texto debajo de la fotografía rezaba:

“¡Querido amigo! Espero con impaciencia noticias de tu llegada. Escribe pronto y con certeza, para que pueda prepararlo todo para una solemne recepción. Todo Viena te espera ya. Así, pues, ven pronto. Te iré a buscar, naturalmente.”

En el lado de la dirección de la postal, se dice:

“Ahora empieza aquí un tiempo poco agradable. Confío en que cambiará hasta entonces. Como ya dijimos, primero te quedarás conmigo. Luego ya veremos entre los dos. En el llamado “Dorotheum” se puede encontrar un piano por sólo 50-60 fl. Muchos saludos para ti, así como para tus apreciados padres de tu amigo, Adolf Hitler.”

Y debajo, todavía, la observación:

“¡Te ruego una vez más que vengas pronto!”

Esta postal la había dirigido Adolf como siempre a “Gustav” Kubizek, escribiendo Gustav una vez con “v” y luego de nuevo con “ph”, pues no podía sufrir de ninguna manera mi nombre de August, y me llamaba siempre solamente “Gustl”, razón por la que Gustav le era más inmediato que August.
Probablemente hubiera preferido que yo cambiara mi nombre por completo. Incluso la tarjeta de felicitación que me mandó más tarde para mi santo, San Agustín, el 28 de Agosto, la dirigió a “Gustav”. Bajo el nombre se ve la abreviatura “stud.”; recuerdo que en aquel entonces solía llamarme “stud. mus.”.
Contrariamente a sus anteriores postales, ésta está redactada de manera mucho más cordial. Es típico para el estado de ánimo de Adolf el humor que rezuma de esta postal. “¡Todo Viena te espera!”, me dice, y me habla de una “solemne recepción” que quería prepararme. Señal evidente de que en Viena se siente aliviado y liberado de los sombríos y deprimidos días vividos en Linz después de la muerte de su madre, por inciertas que fueran también allí las condiciones externas. A pesar de ello, esta sensación de soledad parece haberle oprimido mucho. El “impaciente” de la primera frase tal vez lo dijera, incluso, en serio. Que repita el “Ven pronto”, incluso en la forma “¡Te ruego una vez más que vengas pronto!”, demuestra cuánto esperaba mi llegada. Tal vez temiera, en secreto, que un indeciso padre cambiase de opinión en el último instante.
Por lo demás, después de regresar a Viena, seguía fiel a la decisión tomada de estudiar, de una u otra manera, como arquitecto. A este respecto dice lo siguiente:

“Cuando después de la muerte de mi madre me dirigí por tercera vez a Viena, y esta vez para cuatro años, había recuperado yo la tranquilidad y la decisión, gracias al tiempo transcurrido desde entonces. Sentía de nuevo la vieja altivez y había comprendido definitivamente mi meta. Quería ser arquitecto.”

El día de mi partida, el 22 de Febrero de 1907, había llegado. Por la mañana me dirigí todavía con mi madre a la iglesia de los carmelitas. Me daba cuenta de cuán difícil le era a mi buena madrecita la despedida, aun cuando ella era quien más tenazmente se aferraba a la decisión tomada. Pero recuerdo muy bien una típica observación que hizo mi padre aquel día, cuando vio llorar a mi madre:
—No comprendo, madre —dijo—, que te sientas tan abatida. No hemos sido nosotros los que hemos incitado a Gustl a abandonar la casa paterna. Es él mismo quien lo quiere.
Mi madre olvidó el dolor de la despedida en su preocupación por mi bienestar material. Me dio un buen pedazo de asado de cerdo y manteca, para untar con ella el pan, guardada en una vasija a propósito. Preparó algunos bollos rellenos, y me dio un gran pedazo de queso de Emmental. Debía prestar especial atención al pote de mermelada, así como a la botella de café. Mi maleta de lona parda fue rellenada hasta reventar, a pesar de los dos amenazadores pliegues en sus lados.
Así me encaminé yo, bien provisto en todos los sentidos, después de la última comida en familia hacia la estación. Mis padres me acompañaron. Mi padre me estrechó la mano y dijo:
—¡Sé siempre un hombre honesto!
Mi madre me besó con los ojos húmedos, y cuando el tren arrancó me hizo la señal de la cruz. Durante largo tiempo me pareció sentir el tacto de sus delicados dedos cuando trazaban la cruz sobre mi frente.

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