Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Monday, October 30, 2006

Hitler mi amigo de juventud XV


STUMPERGASSE 29

La primera impresión que recibí a mi llegada a Viena fue el de una excitada y ruidosa confusión. Allí estaba yo con mi pesada maleta en la mano, tan desconcertado que, en el primer momento, no sabía adonde debía dirigirme. ¡Todas estas personas y este alboroto! Ya veríamos qué resultaría de todo ello. Por mi gusto me hubiera vuelto stante pede y regresado a casa. Pero los que venían detrás de mí me empujaban y me forzaron a pasar por la barrera, vigilada por los empleados de la estación y los policías. Me encontré, casi sin darme cuenta, en el vestíbulo, mientras buscaba con la mirada a mi amigo. Este primer contacto con el suelo de Viena ha quedado grabado de manera imborrable en mi memoria. En tanto que yo, aturdido todavía por todo este griterío y confusión, estaba allí en pie, sin saber qué hacer, fácil de reconocer desde lejos como uno que llega del campo, Adolf demostraba una actitud desenvuelta, como habituado ya a la gran ciudad. Con su elegante abrigo oscuro, el sombrero negro, el bastón de paseo con su puño de marfil, aparecía casi distinguido. Se alegró de manera evidente de mi llegada, me saludó cordialmente y, según las costumbres de aquel entonces, me besó también ligeramente en la mejilla.
El primer problema que se me planteó fue el del transporte de mi cofre, que gracias a los cuidados de mis padres tenía un peso muy considerable. Yo buscaba con la mirada a un mozo, cuando Adolf asió una de las dos asas y yo la otra. Cruzamos la Mariahilfer Straße; de nuevo gente en todas partes, un angustioso ir y venir y un ruido, tan espantoso, que era imposible percibir las propias palabras, en tanto que los faroles eléctricos iluminaban casi como en pleno día la plaza frente a la estación. Recuerdo aún cuán feliz me sentí, cuando Adolf, poco después, torció en una calle lateral, la Stumpergasse. Todo era aquí tranquilo y oscuro, Adolf se detuvo frente a una casa bastante nueva en el lado derecho, en el número 29. En tanto pude ver, era una casa muy bonita, casi majestuosa y distinguida; tal vez algo demasiado elegante para jóvenes como nosotros, pensé yo. Pero Adolf cruzó el vestíbulo y atravesó un pequeño patio. La parte posterior de la casa parecía considerablemente más modesta. Por una oscura escalera llegamos al segundo piso. Varias puertas daban al rellano. El número 17 era la nuestra. Adolf abrió la puerta. Un fuerte olor a petróleo salió a mi encuentro, el cual debía quedar desde entonces unido a mí al recordar esta vivienda. Al parecer, nos encontrábamos en una cocina. La dueña de la casa no estaba presente. Adolf abrió una segunda puerta. En el estudio donde él habitaba ardía una débil lámpara de petróleo. Miré a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención fueron los dibujos, esparcidos por todas partes, sobre la mesa, sobre la cama. Todo parecía mísero y abandonado. Adolf quitó todo lo de encima de la mesa, extendió sobre ella papel de periódico y trajo de la ventana una botella de leche. A su lado puso pan y embutido. Pero me parece ver todavía su pálido rostro ante mí, cuando eché a un lado todas estas cosas y abrí el cofre delante de sus ojos. ¡Asado de cerdo en frío, bollos rellenos y otras golosinas! Dijo, simplemente:
—¡Sí, cuando uno tiene todavía madre!
Después comimos como reyes. Todo tenía un maravilloso sabor “a casa”. Después de todo el ajetreo pasado empezaba yo, en cierto modo, a recuperarme.
Después de una breve pausa, vino la esperada pregunta por Stefanie. Cuando hube de confesar, que desde hacía tiempo había dejado yo de ir al paseo, opinó Adolf que yo no hubiera debido hacerlo por nuestra amistad. Antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta. Una mujeruca vieja y encogida, de aspecto algo cómico, se deslizó por la puerta. Adolf se incorporó y me presentó con todo el formulismo:
—Mi amigo Gustav Kubizek, estudiante de música de Linz.
—¡Mucho gusto, mucho gusto! —repitió la vieja mujer varias veces y citó asimismo su nombre: Maria Zakreys. Por su cantarina voz y su peculiar y extraña pronunciación me di cuenta al instante de que la señora Zakreys no era vienesa. Mejor dicho, tal vez sí vienesa, tal vez incluso muy típica, pero su cuna no debió haber estado en Hernals o Lerchenfeld, sino en Stanislau o en Neutitschein. No le pregunté por ello, ni lo supe tampoco jamás; después de todo, la cosa era indiferente. La señora Zakreys era para Adolf y para mí la única persona, en esta ciudad de millones de habitantes, con la que teníamos alguna relación. Recuerdo cómo Adolf me llevó a dar una vuelta por la ciudad en la misma noche, a pesar de que yo me sentía tan fatigado. ¿Cómo podía venir alguien a Viena e irse a dormir sin haber visto el edificio de la Ópera? Así, pues, fui arrastrado hasta la Ópera. La representación no había finalizado todavía. Admiré el majestuoso vestíbulo, las maravillosas escalinatas, la balaustrada de mármol, las alfombras de terciopelo, los dorados adornos de estuco en el techo. Recordé, en este instante, la mísera vivienda en la Stumpergasse, como si hubiera sido trasladado a otro planeta, tan enorme fue la impresión causada en mí. Quise ver también la torre de Sankt Stefan, por lo que entramos en la Kärntnerstraße. Pero la niebla de la noche era tan espesa, que la torre desaparecía envuelta en ella. No pude ver más que la ingente y oscura masa de la nave principal, que se levantaba, infinita y casi inquietante, como no creada por la mano del hombre, en medio del gris monótono de la niebla. Con el fin de mostrarme algo especial, Adolf me llevó a la iglesia de María de la Ribera, que, comparada con la impresionante mole de la iglesia de Sankt Stefan me pareció una graciosa capilla gótica.
Cuando regresamos a casa tuvimos que pagar cada uno una moneda al gruñón portero, a quien habíamos despertado de su sueño, para que nos abriera la puerta. La señora Zakreys me había preparado un primitivo lecho en el suelo del gabinete. Aun cuando hacía tiempo que había pasado la medianoche, Adolf seguía hablando con pasión. Pero yo no le escuchaba ya. Todo esto era demasiado para mí. La emocionante despedida de los míos, el atormentado rostro de mi madre, el viaje, la llegada, el ruido, el bullicio, la Viena en la casa posterior de la Stumpergasse, la Viena de la Ópera Imperial; agotado, me dormí.
Como es natural, yo no podía quedarme en casa de la señora Zakreys. Era también imposible instalar un piano de cola en el pequeño gabinete. Así, pues, a la mañana siguiente, una vez que Adolf se hubo levantado, nos lanzamos a la busca de una habitación. Como quería vivir lo más cerca posible de mi amigo, recorrimos minuciosamente las calles y callejuelas próximas del distrito sexto y séptimo. Una vez más pude ver, desde el “reverso”, esta Viena tan atractiva. Oscuros patios posteriores, estrechas y oscuras casas de viviendas, y escaleras, siempre escaleras. Adolf pagaba diez coronas por la pensión en casa de la señora Zakreys, y lo mismo me proponía yo pagar por la mía. Pero todo lo que nos fue enseñado era tan pequeño y mísero, por lo general, que era imposible instalar allí un piano, y cuando, finalmente, pudimos encontrar una habitación lo bastante grande para ello, no estaban dispuestos a acoger a un huésped que tocara el piano. Yo me sentí muy deprimido y abatido. La nostalgia me atormentaba dolorosamente. ¡Qué gran ciudad era esta Viena! Sólo vivían aquí personas extrañas, indiferentes, ¿no sería terrible vivir aquí? Caminaba tímido e intimidado al lado de Adolf por la Zollergasse. Entonces vimos de nuevo en una casa un rótulo: “Se alquila habitación.” Cuando llamamos a la puerta, nos abrió una doncella vestida muy correctamente que nos llevó hasta una habitación instalada de manera muy elegante, en la que se veía un magnífico lecho doble.
—La señora vendrá enseguida— nos dijo la muchacha, hizo una reverencia y desapareció.
Los dos comprendimos al instante que esto era demasiado elegante para nosotros. Pero en aquel momento aparecía ya la señora en la puerta, una verdadera dama, no muy joven, pero sí muy elegante. Vestía una bata de seda, y calzaba unas pantuflas muy graciosas, forradas de piel. Nos saludó sonriente, examinó a Adolf y luego a mí, y nos ofreció asiento. Mi amigo preguntó qué habitación era la que se alquilaba.
—¡Esta! — exclamó la mujer, y señaló las dos camas.
Adolf sacudió la cabeza.
—En este caso habría que quitar de aquí una cama, pues mi amigo tiene que acomodar un piano— dijo concisamente.
La mujer pareció desconcertada que no fuera Adolf, sino yo quien deseara alquilar una habitación, y preguntó si él, Adolf, tenía ya habitación. Cuando le contestó afirmativamente, le propuso trasladarme a mí, juntamente con el piano, a su habitación, y alquilar en cambio para él esta habitación.
Mientras exponía esta proposición con vivas palabras a Adolf, soltó, con un movimiento demasiado vivo, el lazo que sostenía su bata.
—¡Oh, perdonen ustedes! — exclamó la mujer al instante y sujetó de nuevo la bata. Pero este instante había sido suficiente para mostrarnos que debajo de la bata de seda no llevaba más que unos pantaloncillos. Adolf enrojeció como la púrpura, se levantó, me tomó del brazo y dijo:
—¡Ven conmigo, Gustl!
No sé siquiera cómo salimos de la casa. Sólo recuerdo las palabras pronunciadas por Adolf, lleno de indignación, cuando estuvimos por fin en la calle:
—¡Una Putifar así!
Pero, al parecer, tales experiencias pertenecían también a Viena. Una vez más me encontraba yo ante uno de aquellos contrastes tan inconcebibles y, sin embargo, tan típicos para la Viena de aquel entonces:
¡Durante cuatro horas sólo una negativa fría e indiferente, y luego, de manera totalmente inesperada, una tan inequívoca invitación!
Adolf hubo de darse cuenta de cuán difícil me era orientarme en esta laberíntica capital, pues en el camino de regreso me propuso alquilar una habitación entre los dos. Él hablaría con la señora Zakreys. Tal vez pudiera encontrarse una solución en su propia casa.
Y, en efecto, consiguió persuadir a la señora Zakreys para que ella se trasladara a su pequeña habitación, y nos dejara a nosotros la algo más amplia estancia en que ella vivía hasta ahora. Para ello se convino un alquiler de veinte coronas. No tenía nada que objetar a que yo tocara el piano. Era, pues, una magnífica solución que me satisfizo grandemente.
A la mañana siguiente —Adolf dormía todavía— me dirigí al Conservatorio para inscribirme en él. Mostré los certificados de la Asociación Musical de Linz y fui examinado al instante. Primero tuvo lugar un examen general auditivo, después tuve que cantar con la partitura y, finalmente, me pusieron un tema de teoría de la armonía. Todo ello pasó con suma facilidad. Solamente en la Historia de la Música —esta asignatura la había estudiado tan sólo particularmente— me ocasionó algunas dificultades el tema planteado en el examen “La época de la ópera barroca”. Los estudios de Bülow-Cramer en el piano concluyeron en examen de ingreso. Fui citado en la secretaría. El director Kaiser —para mí era verdaderamente el Kaiser— me felicitó por mi éxito y me orientó sobre las asignaturas a estudiar. Me aconsejó inscribirme como oyente en la universidad, y asistir a las clases de Historia de la Música. Además, me presentó al catedrático Gustav Gutheil, quien debía darme lecciones prácticas de lectura y de ejecución de partituras. Por otra parte, fui aceptado en la orquesta del instituto como viola.
Todo esto tenía ya un sentido, y así, a pesar de la inicial confusión me encontré pronto en un terreno más firme. Como tan a menudo en mi vida, encontraba consuelo y ayuda en la música, más aún, se convirtió ahora para mí en el contenido de mi vida. Finalmente había podido huir del polvoriento taller de tapicero y vivía dedicado por entero a mi arte.
En la cercana Liniengasse descubrí un salón de pianos, cuyo propietario se apellidaba Feigl. Allí examiné los pianos de alquiler. Naturalmente, no eran pianos extraordinariamente buenos, pero por fin encontré un piano de cola bastante pasable y que contraté por un alquiler mensual de diez coronas. Cuando Adolf —cuya distribución del día no había yo acabado de entender todavía— regresó por la noche, se sintió asombrado de ver el piano en nuestro cuarto. Para esta habitación, no demasiado grande, hubiera sido indicado un pianino. Pero ¡cómo podría yo llegar a ser director de orquesta sin un piano de cola! Desde luego, la cosa no era tan sencilla como me había parecido en el primer instante. Adolf se puso inmediatamente manos a la obra para descubrir la mejor colocación. Para tener bastante luz, el piano debía encontrarse junto a la ventana. Esto lo comprendió claramente. Después de muchas probaturas se colocó de la manera más ventajosa posible todo el inventario de la habitación: dos camas, una mesita de noche, un ropero, un lavabo, una mesa y dos sillas. A pesar de ello, el instrumento ocupaba toda la ventana de la derecha. La mesa hubo de desplazarse al hueco izquierdo de la ventana. El paso entre las camas y el piano, así como entre las camas y la mesa no era apenas de más de treinta centímetros de ancho. Y para Adolf el caminar de arriba abajo era tan importante como para mí tocar el piano. ¡Primera prueba! De la puerta hasta el piano, ¡tres pasos! Esto era suficiente, pues tres pasos adelante y tres hacia atrás hacían seis pasos, aun cuando Adolf, en su incesante pasear, debía volverse tan a menudo que apenas si era ya un paseo, sino más bien un movimiento en torno a su propio eje.
Desde nuestra casa casi no podíamos ver más allá que la enhollinada pared de la casa delantera, todo nuestro mundo exterior. Solamente si nos acercábamos mucho a la ventana libre, y levantábamos la vista hacia lo alto, podíamos descubrir un estrecho jirón del cielo, pero también este modesto pedazo de horizonte estaba, casi siempre, oculto por el humo, el polvo o la niebla. En los días más favorecidos llegábamos incluso a percibir el sol. Es cierto que éste apenas si lucía en la parte trasera de la casa, y nada en absoluto en nuestra habitación. Pero en la fachada de la casa fronteriza podía verse, durante un par de horas, una franja claramente iluminada por el sol, y que debía sustituir para nosotros la luz que tanto encontrábamos a faltar.
Yo expliqué a Adolf que había pasado con éxito el examen de ingreso en el Conservatorio y me alegraba de que ahora, lo mismo que él, pudiera seguir unos estudios concretos. Adolf se limitó a decir:
—No sabía en verdad que tuviera un amigo tan listo.
Estas palabras no parecían muy lisonjeras, pero yo me había acostumbrado ya a ellas. Al parecer, atravesaba unos días de crisis, se mostraba fácilmente irritable y hacía un gesto contrariado cuando yo empezaba a hablar de mis estudios. Poco después se había acostumbrado ya a mi piano. En su opinión, con él podría refrescar también de nuevo sus conocimientos. Yo me ofrecí a darle lecciones. Pero, una vez más, había cometido yo un error. Enojado me increpó:
—¡Guárdate para ti tus estudios y tus escalas! Yo me las arreglaré por mí mismo.
Sin embargo, después se tranquilizó nuevamente y añadió, con entonación conciliadora:
—¡De qué me serviría ser yo músico, Gustl! ¡Si ya te tengo a ti!
Nuestro tren de vida era extraordinariamente modesto. Yo no podía hacer tampoco grandes dispendios con el dinero que me mandaba mi padre como mensualidad. Adolf recibía regularmente, a principios de mes, una suma determinada que le remitía su tutor. Ignoro a cuánto ascendía esta renta, quizá fuera solamente la renta como huérfano, es decir, 25 coronas, de las cuales pagaba inmediatamente diez a la señora Zakreys, o quizá fuera esta suma algo más elevada, caso de que el tutor dispusiera también de la herencia paterna, distribuyéndola adecuadamente. Ignoro también si sus parientes ayudaban a Adolf, tal vez la jorobada tía Johanna. Sé solamente que Adolf pasaba en aquel entonces mucho hambre, aun cuando no le gustaba reconocerlo. ¿Cuál era la dieta diaria de Adolf por lo general? Una botella de leche, un pan, algo de mantequilla. Al mediodía compraba a menudo un trozo de pastel de adormidera o nuez. Con ello se daba por satisfecho. Cada quince días llegaba un paquete de mi madre con comida, y entonces tenía lugar una fiesta en nuestra habitación. Pero en asuntos de dinero era Adolf muy meticuloso. Yo no sabía nunca cuánto, o mejor dicho, cuán poco dinero poseía mi amigo. No cabe duda de que se sentía avergonzado en su interior. Sólo de vez en cuando estallaba de nuevo su cólera. En este caso vociferaba:
—¿No es una vida de perros la que llevamos?
Pero en otras ocasiones se mostraba feliz y contento; cuando volvíamos de la Ópera, escuchábamos un concierto o estaba ocupado en la lectura de un libro interesante.
Durante largo tiempo no me fue posible averiguar dónde comía al mediodía. Mis preguntas a este respecto eran rechazadas groseramente. No le gustaba comentar este tema. Como por las tardes tenía, por lo general, algo más de tiempo, regresaba yo pronto a casa después de la comida del mediodía. Pero a esta hora no encontré jamás a Adolf en la habitación. Quizá comiera en el comedor popular en la Liniengasse, donde yo también a veces iba a comer. Pero, no, tampoco estaba. Fui al “Ojo de Dios”. Tampoco allí le pude encontrar. Cuando por la noche le pregunté por qué no venía nunca al comedor popular, me espetó una conferencia sobre la mísera instalación de estos restaurantes populares, en los que la separación de clases sociales era demostrada con ayuda de la fuente de verdura. Como oyente en la universidad tenía yo la posibilidad de comer en el restaurante universitario gratuito; era todavía la vieja Mensa, pues en aquel entonces no existía la Mensa alemana, organizada más tarde por la Asociación Alemana de Estudiantes. Y podía conseguir también cupones baratos para la comida de Adolf. Finalmente, se decidió éste a acompañarme. A mi entender, la comida debió gustarle de manera excelente, pues en su rostro podía leerse claramente cuán hambriento estaba. Pero él tragaba, con amargura, cada bocado.
—¡No entiendo cómo puede gustarte comer al lado de toda esta gente! — me susurraba, indignado.
Naturalmente, en este comedor universitario frecuentaban miembros de todas las religiones de la monarquía, entre ellos muchos estudiantes judíos. Esto fue para él razón suficiente para no ir más allí. Mejor dicho: a pesar de todo lo consecuente de que era capaz, a veces podía más el hambre. Entonces se sentaba a mi lado en un ángulo del comedor, volvía la espalda a los restantes comensales y engullía con hambre feroz, el pan de nuez, que le gustaba por encima de todo. En mi indiferencia política pude observar a menudo, con silencioso placer, esta contrapuesta atracción entre el antisemitismo y su apetito por el pan de nuez.
Durante días enteros podía vivir Adolf solamente de leche, pan y algo de mantequilla. Yo no estaba por cierto muy mimado, pero hasta este extremo no era capaz de seguirle.
No hicimos ninguna nueva amistad. Adolf no había podido jamás tolerar que, además de él, tuviera yo tiempo para ningún otro. Más que nunca concebía ahora nuestra amistad como algo que excluía cualquier otra relación. Por una casualidad recibí de él una inequívoca confirmación en este sentido.
La teoría de la armonía era mi especial afición. Ya en Linz había destacado yo en esta asignatura. Sin la menor dificultad, como en un juego casi, seguía yo en el estudio. El profesor Boschetti me llamó un día a la secretaría y me preguntó si estaba dispuesto a dar clases de repaso de esta asignatura. En este caso me presentaría a mis futuras discípulas. Eran las dos hijas del propietario de una cervecería en Kolomea, la hija de un hacendado de Siebenburg de Radautz, así como la hija de un gran comerciante de Spalato. El brutal contraste entre las elegantes pensiones en que vivían estas distinguidas señoritas, y nuestra sombría habitación, oliendo siempre a petróleo, me deprimía en gran manera. Una vez terminada la clase recibía yo un refrigerio tan abundante que me hacía las veces de cena. Cuando a ellas se unieron más tarde la hija de un fabricante textil de Jägerndorf, en Silesia, y la hija del presidente del tribunal en Agram, había yo reunido, en mi media docena de alumnas, a muchachas de todas las regiones de la amplia monarquía danubiana. Y entonces sucedió lo imprevisible. Una de ellas, la silesiana, no se vio capaz de llevar a cabo un trabajo escrito, y vino a verme a la Stumpergasse para pedirme consejo. Cuando nuestra buena vieja patrona vio a la joven y bella muchacha, levantó, asombrada, las cejas. Bueno, esto le pareció demasiado. Mi único interés era mostrarle el ejemplo musical que no había comprendido. Le expliqué su dificultad. La muchacha se anotó brevemente el ejemplo. En este instante entró Adolf en la habitación. Yo le presenté a mi alumna.
—¡Mi amigo de Linz, Adolf Hitler!
Adolf guardó silencio. Pero apenas hubo salido la muchacha, Adolf, que desde su desventurada experiencia con Stefanie se mostraba hostil a las mujeres y a las muchachas, cayó, colérico, sobre mí. Me preguntó, lleno de indignación, si nuestra habitación, estropeada ya por este monstruo, el piano, debía servir ahora también para las citas con estas mujerzuelas musicales. Me costó gran esfuerzo convencerle de que la pobre muchacha no sentía el menor deseo amoroso, sino solamente preocupación por los exámenes. El resultado fue una larga conferencia sobre lo absurdo de los estudios femeninos. Una a una se abatían sobre mí sus palabras, como si yo fuera el fabricante textil o el propietario de la fábrica de cerveza, que hubiera mandado a mi hija al Conservatorio. Una y otra vez se lanzó Adolf a la crítica de las condiciones sociales y económicas. Yo permanecía sentado en silencio en el taburete del piano, en tanto que él recorría arriba y abajo los tres pasos, y descargaba su indignación en giros lo más bruscos posibles muy cerca de la puerta o del piano.
En estos primeros tiempos de mi estancia en Viena tuve la impresión de que Adolf había perdido por completo el equilibrio. El menor pretexto podía provocar en él espantosos accesos de cólera. Había días en que yo no hacía nada bien ante sus ojos y se me hacía imposible toda convivencia con él. Pero conocía a Adolf desde hacía más de tres años. Había sido testigo de sus difíciles crisis después del fracaso en el colegio y la muerte de la madre. Ignoraba, ciertamente, a qué debían atribuirse estas depresiones anímicas, pero este estado mejoraría sin duda, opinaba yo.
Estaba reñido con todo el mundo. Adonde dirigía la mirada no veía más que injusticia, odio, hostilidad. No había nada que pudiera escapar a su juicio crítico, no dejaba títere con cabeza. Sólo la música conseguía animarle algo, cuando los domingos asistíamos a las sesiones de música sacra en la capilla del Burg. Aquí era posible escuchar gratuitamente a los solistas de la Ópera de Viena y al coro de los muchachos de Viena. Adolf amaba con especial predilección a este famoso coro de muchachos, y me confesaba, una y otra vez, cuánto debía agradecer a la educación musical recibida por él en la abadía de Lambach. De otra parte, el recuerdo de su despreocupada e indiferente juventud le era justamente entonces muy penoso.
Adolf estaba continuamente ocupado. Yo no tenía una verdadera idea de lo que debía llevar a cabo un estudiante de la Academia de Artes Plásticas. De todas formas, estos estudios debían ser muy variados, pues Adolf permanecía en ocasiones horas enteras sentado ante sus libros, para escribir luego hasta altas horas de la noche; y otras veces, el piano, la mesa, su cama y la mía, incluso el suelo, estaban cubiertos de dibujos. Adolf contemplaba, lleno de tensión, sus obras, caminaba de puntillas entre las láminas dibujadas, mejoraba aquí, corregía allí y hablaba a media voz para sí mismo, subrayando con enérgicos gestos las rápidas palabras. ¡Dios me librara de interrumpirle en esta contemplación! Yo sentía un gran respeto por este difícil y complicado estudio, y me daba por satisfecho con lo que veía. Pero se me sentía impaciente, y abría el piano, se apresuraba él a recoger sus dibujos, los guardaba en su cajón, tomaba un libro y corría con él debajo del brazo hasta el palacio de Schönbrunn. Había descubierto allí un banco solitario, en medio del parque, en el que nadie le molestaba. En aquel banco llevaba a cabo la parte de sus estudios que podían hacerse al aire libre. También a mí me atraía este solitario lugar, en el que podía olvidarse que vivíamos en medio de una ciudad de millones de habitantes. A menudo he vuelto a visitar yo este banco, en el lugar más apartado del parque, años más tarde, cuando venía de nuevo a Schönbrunn.
Pero, al parecer, un alumno de arquitectura podía trabajar mucho más al aire libre y con independencia de lo que podía hacer un alumno del Conservatorio. En cierta ocasión, después de haber estado Adolf escribiendo hasta altas horas de la noche —la pequeña y fea lámpara de escritorio, que despedía enormes cantidades de hollín, estaba casi consumida, y yo no podía dormir— me acerqué a él y le pregunté qué es lo que significaba este trabajo. En lugar de contestar me alargó un par de páginas escritas con rápidos trazos. Con asombro leí: “El monte sagrado en primer término, delante, la enorme piedra del sacrificio, a la sombra de gigantescas encinas. Dos robustos gigantes sostienen por los cuernos al negro animal, que debe ser sacrificado, y aplastan la formidable cabeza de la víctima contra la cavidad de la piedra. Detrás de ellos, erguido, se ve al sacerdote con su clara túnica. En sus manos sostiene la espada del sacrificio, con la que debe inmolar al animal. A su alrededor varios hombres barbudos, apoyados en sus escudos, las lanzas en alto, contemplan fijamente la solemne escena”.
Yo no podía descubrir la menor solución entre esta asombrosa descripción y sus estudios de arquitectura. Así, pues, le pregunté cuál era su significado.
—Una obra de teatro— contestó Adolf.
Después se refirió, con emotivas palabras, al argumento de la obra. Por desgracia, hace ya tiempo que lo he olvidado. Recuerdo solamente que la escena tenía lugar en los Alpes anteriores bávaros, en tiempos de la cristiandad. Los hombres que viven en torno al monte sagrado no están dispuestos a dejarse convertir a la nueva fe. ¡Por el contrario! Se han conjurado para matar a los emisarios cristianos. De ello se deriva el dramático conflicto de esta obra.
Por un instante estuve tentado de preguntarle a Adolf si sus estudios en la Academia de Artes Plásticas le dejaban tanto tiempo libre para poder escribir a ratos perdidos estos dramas. Pero sabía cuán sensible era Adolf en todo lo que hacía referencia con la profesión elegida. Podía hacerme cargo de ello, pues sabía cuán duramente había logrado Adolf el acceso a estos estudios. Esto le hacía particularmente sensible en este punto, opinaba yo. Pero, a pesar de esto, algo parecía no estar aquí del todo en orden.
Su estado de ánimo me ocasionaba de día más preocupaciones. Nunca anteriormente había descubierto yo en él este placer en torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo que hacía referencia a su altivez y la conciencia de su propio valer, en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero ahora parecía manifestarse justamente al revés. Cada vez eran más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero no se precisaba más que un ligero cambio —como se gira suavemente un conmutador y la oscuridad se convierte, de repente, en deslumbrante claridad— y la acusación dirigida contra sí se convertía en una acusación contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio descargaba su cólera contra el presente, contra la humanidad entera, que no era capaz de comprenderle, que no le dejaba manifestar su verdadero valor, por la que se sentía perseguido y engañado. Aún me parece verle ante mí recorriendo con largos pasos el reducido espacio, lleno de incontenible excitación, conmovido hasta lo más profundo. Yo estaba sentado ante el piano, los dedos silenciosos sobre el teclado, y le escuchaba, desconcertado por sus declaraciones de odio y, a pesar de ello, lleno de preocupación por él en lo más hondo de mi ser, pues lo que clamaba ante las desnudas paredes no lo oía nadie fuera de mí y, quizá, de la señora Zakreys, que trabajaba en la cocina, y que tal vez sentía también la preocupación de pensar si este indignado joven podría pagarle en el futuro su alquiler. Pero aquellos contra los que estaban dirigidas sus apasionadas palabras, todos aquellos a los que denostaba no podían oírle. ¿Para qué, pues, toda esta comedia?
De pronto, sin embargo, en medio de estas palabras henchidas de odio, con las que desafiaba a toda una época, se pronunciaron otras que revelaron el sombrío abismo junto a cuyo borde se movía Adolf en sus pensamientos.
—Renunciaré a Stefanie.
Eran éstas las palabras más espantosas que podían salir de sus labios, pues Stefanie era la única persona en este mundo alejada de esta enloquecida humanidad, un ser que, iluminado por su ardiente amor, había dado sentido y contenido a su torturada existencia. El padre muerto, la madre muerta, la única hermana, una chiquilla todavía, ¿qué le quedaba a él? Carecía de familia, de hogar. Sólo su amor, sólo Stefanie había permanecido fiel a su lado en medio de las graves crisis y catástrofes; naturalmente, sólo en su imaginación. Pero esta imaginación había sido, hasta ahora, lo bastante fuerte para ayudarle a sobreponerse a su propio destino. Pero, al parecer, en la conmoción anímica porque atravesaba en estas semanas, también esta fantasía, tenazmente creída realidad, habíase quebrado.
—Creí que pensabas escribirle— objeté, para ayudarle con mis palabras.
Con un gesto imperioso rechazó mis palabras (tan sólo cuarenta años más tarde supe yo que, en aquel entonces, había escrito efectivamente a Stefanie), y después pronunció lo que yo no había oído jamás de sus labios:
—Es inútil esperar a Stefanie. No cabe duda de que su madre habrá encontrado ya al hombre con el que deba casarse su hija. ¿Amor? Esto no se pide. Un buen partido, esto es lo que importa. Y yo soy un mal partido, por lo menos a los ojos de su señora madre.
Siguió una violenta diatriba con la señora “madre”, con los miembros de aquellos distinguidos círculos que se garantizan mutuamente inmerecidas ventajas mediante matrimonios astutamente comprometidos, ventajas que se ponen de manifiesto dentro de la sociedad humana.
Renuncié al intento de seguir practicando en el piano, y me acosté. Adolf se precipitó sobre sus libros. Recuerdo todavía cuán emocionado me sentí en aquel entonces. Si Adolf no se sentía ya ligado a Stefanie, ¿qué es lo que podría ser de él?
Me sentía dominado por encontrados sentimientos. De una parte, me alegraba que este amor sin esperanzas hacia Stefanie terminara de una vez, liberando su espíritu, pero de otra parte sabía yo que Stefanie era su único ideal, que le daba su inspiración y que ponía una meta a sus proyectos.
Al día siguiente hubo entre nosotros una violenta disputa. El pretexto carecía de toda importancia. Yo tenía que hacer mis ejercicios en el piano, y Adolf quería leer. Fuera caía la lluvia. Por consiguiente, no le era posible dirigirse a Schönbrunn.
—Esta continua musiquita— me increpó Adolf—. Uno no está nunca tranquilo aquí.
—Muy sencillo— contesté yo. Me levanté, saqué mi horario de clases de la cartera de música y lo clavé con chinchetas a la pared.
De este horario podía deducir Adolf claramente cuándo estaba yo ausente, cuándo no y cuáles eran las horas destinadas a mis ejercicios.
—Y ahora, cuelga tu horario debajo— añadí yo.
¿Horario? Él no tenía por qué anotarse una cosa semejante. Su horario lo llevaba en la cabeza. Esto le bastaba y tenía que bastarme también a mí.
Me encogí de hombros, vacilante. Su trabajo lo era todo menos ordenado y sistemático. Trabajaba casi sólo de noche, y dormía por las mañanas.
Yo me había acostumbrado muy rápidamente a la vida en el Conservatorio; en éste se hacía honor a mis conocimientos, era alabado, incluso distinguido, por mis maestros, tal como lo demostraba la invitación a hacer clases de repaso a otros alumnos. Como es lógico, esto me llenaba de orgullo, lo que seguramente me haría algo engreído. La música, por ser un arte accesible desde el punto de vista de la comprensión y de los conocimientos permitía, también, fácilmente, pasar por alto una deficiente instrucción escolar. Y es por ello que cada mañana me encaminaba yo hacia el Conservatorio, feliz y satisfecho, con el pecho henchido de nuevas esperanzas. Y era justamente esta claridad de propósitos, esta seguridad en el éxito que excitaba a Adolf, sin que hablara empero de ello, incitándole a amargas comparaciones.
Y así se llegó a la explosión, con el fútil pretexto del horario fijado a la pared, que debía causar en él la impresión de un certificado notarialmente legalizado de mi rosado y optimista futuro.
—¡Esta Academia! — gritó —. ¡Todos ellos no son más que viejos y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión, estúpidos funcionarios! ¡Toda la Academia debiera saltar por los aires!
Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero los ojos refulgían. ¡Qué inquietantes se me aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se concentraran en ellos.
Quise objetarle que aquellos hombres de la Academia, sobre los que él rompía el flagelo de su incontenible odio, eran también, a fin de cuentas, sus maestros y profesores, de los cuales podría sin duda sacar un gran beneficio. Pero él se adelantó a mis palabras.
—Me han suspendido a mí, me han rechazado, me han echado de sus clases...
Me sentí aterrado. Así, pues, de esto se trataba. Adolf no asistía a las clases de la Academia. Ahora podía explicarme muchas cosas que antes me habían extrañado en él.
En mi emocionado interés por su suerte le pregunté si había escrito a su madre, informándole de su fracaso en la Academia.
—¿Qué ocurrencias? — me replicó —, yo no podía darle este disgusto a mi madre moribunda.
Lo comprendí perfectamente.
Durante unos instantes reinó el silencio entre nosotros. Quizá pensara Adolf ahora en su madre.
Yo intenté llevar la conversación a una conclusión práctica.
—¿Y qué te propones hacer ahora? — le pregunté.
—¿Qué me propongo? ¿Qué me propongo? — repitió, lleno de indignación—; también tú empiezas con esto: ¿qué te propones ahora?
Él debía haberse planteado cien veces esta pregunta a sí mismo, y más a menudo aún, pues no había hablado con nadie de ello.
—¿Qué me propongo ahora? — remedó Adolf mi preocupada pregunta; pero, en lugar de contestar, se sentó ante la mesa y extendió los libros a su alrededor.
Después se acercó la lámpara, tomó uno de los libros, lo abrió y empezó a leer.
Yo hice ademán de quitar el horario de la pared. Adolf levantó la cabeza, adivinó mi intención y dijo tranquilamente:
—Déjalo estar.

La Alemania de Hitler XVI


XVI La Juventud Alemana


El movimiento juvenil, fenómeno de indudable importancia en la historia moderna de Alemania, se inició a fines del siglo pasado, en una época del más profundo materialismo. La educación revestía normas severas y no se manifestaba ninguna disposición de reconocer a la juventud sus derechos naturales y su carácter propio. Esta edad no era considerada entonces que una etapa preparatoria para llegar a ser un buen ciudadano, un buen patriota, y para estar en condiciones, más tarde, de cumplir con los deberes de su profesión. Las ideas reinantes no permitían una comunidad verdadera entre el maestro y el alumno, y los jóvenes, por su parte, veían en el maestro no al guía y consejero, sino solamente al funcionario, cuya única preocupación era cumplir con los reglamentos. Tampoco pudo encontrar la juventud la oportunidad de expansión y desarrollo, conforme a su verdadera naturaleza, dentro de las asociaciones religiosas, sociales y semimilitares, ya que estas estaban constituidas generalmente por personas de mayor edad, que perseguían una finalidad educativa unilateral y un adiestramiento mal interpretado.
Sin embargo, el espíritu combativo de la juventud, que se sentía oprimido y turbado en sus aspiraciones, se iba concretando poco a poco, y el toque de clarín lo dieron algunos renovadores jóvenes y entusiastas, entre ellos Hermann Lietz y el Dr. Gustav Wynecken. Ellos fueron los que fundaron los primeros centros de enseñanza libre en el campo: los institutos de Ilsenburg, Haubinda y Wickersdorf, en los cuales pudo manifestarse el espíritu de la juventud y de la camaradería entre el maestro y el alumno. Casi al mismo tiempo, e independientemente de estas tentativas de reforma escolar, surgió en un barrio suburbano de Berlín, en Steglitz, otro movimiento, el de los “excursionistas” (Wandervögel), que se extendió rápidamente por toda Alemania. En el año 1896, un alumno del instituto, Karl Fischer, reunió a su rededor a algunos compañeros de estudios, todos ellos de genio ardiente, combativo y enemigos de la rutina diaria. Todos los domingos Fischer conducía a sus amigos a Fohlenkoppel, a las praderas que se extienden al sur de Potsdam, algunas veces más lejos, en la Marca de Brandenburgo, y, más tarde, sus excursiones los llevaron hasta los lejanos bosques de Bohemia. Fischer había estudiado profundamente leyendas, costumbres e indumentaria de los antiguos germanos así como la historia de la civilización y de las distintas razas.
Los paseos por los bosques de los alrededores de Berlín y en Bohemia, las noches de vivac en las orillas del Nuthe, las conferencias solemnes bajo el cielo estrellado, las danzas y los cantos antiguos constituían la base del movimiento de los “excursionistas” que, quince años más tarde, al estallar la guerra mundial, contaba con 60.000 afiliados, distribuidos por toda Alemania, ejerciendo una gran influencia en la vida de la juventud en pleno y en su actitud hacia la nación.
Otros grupos constituidos simultáneamente, pretendían implantar las más diversas reformas. Consecuencia de ello fue una disgregación que terminó cuando sus elementos directivos, apóstoles de una nueva época, resolvieron reunirse en la cumbre del Alto Meissner, una montaña situada en las cercanías de Kassel, con objeto de celebrar allí una fiesta adecuada a los gustos y tendencias del nuevo movimiento. De esta reunión surgió la “Juventud Libre Alemana”, gran asociación unificada, que adoptó como principio fundamental organizar su vida a libre albedrío asumiendo la responsabilidad consiguiente y con la firme resolución de defender su libertad en todas las circunstancias.
La guerra suscitó gran desconcierto en sus filas poniéndose ello especialmente en evidencia durante los años de la revolución 1918/19. Tanto fue así, que muchos de los partidarios del movimiento de la “Juventud Libre Alemana” pertenecientes al proletariado, luchaban en favor de la revolución, mientras otros lo hacían en las filas de las milicias voluntarias, para combatir a los “anarco espartaquistas”, viendo en la victoria del bolchevismo un peligro inminente para la patria y la raza alemana. Una tentativa de reconciliación y de concordia, iniciada en Abril de 1919 en Jena, fracasó por completo. — Los años siguientes ofrecen una decadencia en todos los sectores juveniles, incluso entre, los “excursionistas”.

Los jefes actuales de la juventud nacionalsocialista, no niegan los méritos que en su tiempo se acreditaran los “excursionistas” de Karl Fischer. El jefe de la Juventud del Reich, Baldur von Schirach, escribe a este propósito en su libro titulado “La Juventud Hitleriana”, que aquel movimiento tenía en aquel entonces la misma razón de ser, que la tiene hoy la Juventud Hitleriana. Las ideas y normas de conducta del movimiento de la “Juventud Libre Alemana”, han creado las bases fundamentales, sobre las que se apoya también la Juventud Hitleriana, como, por ejemplo, el principio de la dirección autónoma de la juventud, el antagonismo hacia los conceptos anticuados de la burguesía, y la estima hacia la tradición nacional, el compañerismo, etc.
Y no obstante, aquel primer paso dado en público, la reunión de Octubre de 1913 celebrada en la cumbre del Alto Meissner, resultó ser sólo un primer impulso. Lo que la juventud actual busca en los antiguos informes de aquella reunión, tan importante para el movimiento de la juventud, es la voluntad decisiva hacia la forma y la organización. Los precursores tuvieron la valentía de exponerse a las burlas públicas, lo mismo que diez años más tarde hubieran de soportar impávidamente los combatientes del nacionalsocialismo.
La Juventud Hitleriana heredó del antiguo movimiento alguna que otra forma exterior, pero la substancia y el espíritu lo ha recibido de Adolf Hitler.
“El que de, golpe un pueblo se levantara en armas —dice Baldur von Schirach— y que católicos y protestantes, mendigos y millonarios, labradores y empleados de oficina, comerciantes y obreros, todos obedecieran a una sola voluntad y no fueran más que alemanes y sólo alemanes, fue lo que nos ha impulsado al movimiento. De nada valieron títulos, ni privilegios de casta, u otra prerrogativa cualquiera. ¡Y ello es lo que nosotros queremos también..! De nuevo resurge en Alemania una juventud que nada quiere saber de lucros, ni de egoísmos, sino que se halla dispuesta a servir a la comunidad y está pronta al sacrificio a favor de la misma. Tal es el ideal de la Juventud Hitleriana. ¡Un compañerismo entre todos los alemanes que nada desean para sí pero todo para todos! Porque nada quieren para sí, todo lo pueden para su gran pueblo. No es una juventud investida de nuevos derechos, sino una generación educada en el más severo espíritu del cumplimiento del deber”.


Desarrollo del Movimiento de la Juventud Hitleriana (HJ)

El creador de este movimiento fue el estudiante Kurt Gruber, quien, en el año 1926, utilizando como punto de reunión un sótano, en Plauen, organizó un gran número de grupos juveniles en Sajonia. Gracias a la actividad del actual jefe regional, Rudolf Engels, surgieron también rápidamente en Franconia numerosos grupos de la Juventud Hitleriana.
Gruber en aquellos tiempos de cruenta lucha dedicó todas sus fuerzas a consolidar y fomentar el movimiento de la juventud. Sus tentativas se vieron coronadas del éxito: los afiliados de la HJ aumentaban en igual proporción, el mismo movimiento nacionalsocialista. En el Congreso del Partido en 1929 Gruber pudo desfilar ante su Führer a la cabeza de 2.000 jóvenes hitlerianos, y este fue el espectáculo más emocionante de aquella manifestación.
Entre tanto, el Dr. Wilhelm Tempel había fundado la Unión de Estudiantes Universitarios Nacionalsocialistas, cuya dirección pasó más tarde a manos de Baldur von Schirach. Posteriormente nació la Liga de Estudiantes de Bachillerato Nacionalsocialistas, bajo la presidencia del Dr. von Renteln.
Por motivos de salud y por exceso de trabajo, Gruber tuvo que retirarse en 1931. El Führer nombró en su lugar a Baldur von Schirach Jefe Nacional de las Juventudes del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista. A consecuencia de su actividad incansable, el nuevo jefe de la Juventud Hitleriana fue objeto de continuas persecuciones por parte de las autoridades, sufriendo así mismo una encarcelación transitoria. Algún tiempo más tarde el ministro del Interior, Gröner, decretó la suspensión de la HJ, como también la de las secciones de asalto (SA). La consigna que recibieron entonces de sus jefes fue la de continuar la obra de manera inadvertida y disimulada, sin lucir uniformes ni insignias. Durante este tiempo, la HJ adquirió sus afiliados más valiosos. Por millares acudían de las escuelas y de las fábricas a enrolarse bajo las banderas negras de la HJ. Baldur von Schirach y sus jóvenes adeptos se hallaban a la sazón en peligro constante y bajo la amenaza continua de ser detenidos y registrados sus domicilios.
Al ser nombrado el Dr. von Renteln asesor en cuestiones económicas en la dirección del Partido, Schirach tomó también a su cargo, de acuerdo con aquél, la dirección de la Liga de Estudiantes de Bachillerato. A mediados de 1932 una vez que el decreto de suspensión quedara abolido, von Schirach concibió el atrevido plan, de convocar en Potsdam a toda la Juventud Hitleriana de uniforme. Con ardor febril se dio comienzo a la construcción de un grandioso campamento de vivac para 100.000 miembros de la HJ. Los gastos originados fueron cubiertos con, la venta de insignias conmemorativas. En la noche del 1 de Octubre se celebró en el estadio de Potsdam la primera asamblea de la Juventud Hitleriana, en la que habló Adolf Hitler. Al día siguiente tuvo lugar un desfile de la juventud que duró siete horas y media, espectáculo impresionante, del que pudo concluirse sin equívocos que si, en efecto, el gobierno de Weimar poseía las bayonetas, el Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista tenía la juventud de su lado.
La enorme fuerza impulsiva de esta demostración reposaba sobre todo en un hecho que todavía hoy es el orgullo de la HJ y de su jefe: La juventud obrera, por cuya conquista se había luchado incansablemente durante muchos años se hallaba en sus filas. Todavía hoy la gran mayoría de la HJ está integrada por jóvenes obreros. La estadística profesional de la dirección de la HJ demuestra asimismo que un 70% de los puestos directivos del movimiento de la juventud nacionalsocialista están ocupados por muchachos oriundos de las esferas más modestas. Ello fue un verdadero triunfo de la Juventud Nacionalsocialista. Ya antes de la toma del poder, la mayoría de la juventud de los grandes centros industriales del Oeste y centro de Alemania, estaba incorporada a la Juventud Hitleriana. La fuerza del marxismo quedó quebrantada, y con ello cesó su derecho de proclamarse representante de la clase obrera.

La HJ aprovechó el invierno 1932/33 para celebrar numerosas manifestaciones públicas que tuvieron como resultado inmediato la afluencia de miles de afiliados nuevos a sus filas. El 30 de Enero de 1933 llegó el Partido al poder. En vista de que el nuevo gobierno se hallaba agobiado de numerosas tareas, la dirección de la HJ decidió tomar por sí misma la iniciativa y fusionarse con las demás organizaciones juveniles existentes, en particular con el Comité nacional de las asociaciones de las juventudes alemanas. En tales asociaciones y gozando de los mismos derechos, se hallaban todas las organizaciones juveniles alemanas, marxistas, religiosas etc., esforzándose en demostrar en discusiones interminables, su derecho de existencia. Su jefe el general Vogt, dándose cuenta de la situación, se declaró dispuesto a colaborar con Baldur von Schirach.
La incorporación del comité nacional facilitó notablemente la unificación de las distintas organizaciones y ligas, a pesar de no haber sido llevado a cabo sin alguna resistencia, especialmente por parte de la Unión de la juventud de la Gran Alemania, que era dirigida por el célebre almirante von Trotha. El nombramiento de von Schirach como Jefe Nacional de la Juventud del Reich hizo posible la disolución de la citada Unión. El almirante von Trotha con generosidad que le honra, se puso incondicionalmente al servicio del movimiento de la Juventud de Adolf Hitler, como jefe honorario de la HJ marina. Después siguió la incorporación del “Scharnhorst”, de la juventud de los Cascos de Acero y otras organizaciones menos importantes, de manera que del millón de HJ, que había en 30 de Enero de 1933, se pasó bien pronto a tres millones de afiliados. Solamente quedaban subsistentes, con carácter independiente, las dos grandes asociaciones religiosas de las juventudes evangélica y católica.
En la entrevista celebrada entre el obispo luterano del Reich, Ludwig Müller, recientemente nombrado, y el Jefe Nacional de las juventudes, que tuvo lugar en los últimos días del año 1933, se convino, que ninguna organización de la juventud evangélica debía subsistir en su estructura primitiva, —esto se refería a aquellas asociaciones que tuvieran una injerencia en la esfera de actividad de la Juventud Hitleriana. Los grupos evangélicos les fueron habilitados en su continuidad como comunidad espiritual, siempre que se desenvolvieran dentro de la esfera que les es propia, o sea, en las prácticas religiosas del culto evangélico. En un determinado día de la semana, la HJ había de conceder asueto a sus miembros evangélicos, para que estos pudieran atender a sus deberes religiosos. A base de este convenio, la juventud evangélica fue incorporada a la HJ. Según el criterio de von Schirach, tal acuerdo hubiera podido constituir un punto de referencia para una inteligencia futura con las asociaciones de la juventud católica.

El 1. de Diciembre de 1936, el gobierno del Reich promulgó la ley sobre la “Juventud Hitleriana”, según la cual toda la juventud alemana, dentro de los confines del Reich, queda comprendida en la HJ. Los jóvenes, además de la educación que reciben en casa de los padres y en la escuela, serían educados en la HJ tanto física, como intelectual y moralmente, conforme a los preceptos del espíritu nacionalsocialista, para servir así mejor al pueblo y a la comunidad nacional. La misión de la educación pasaría a manos del Jefe Nacional de la Juventud del Partido Alemán Nacionalsocialista. De esta forma, el jefe de la juventud del Reich alemán asume las funciones de una autoridad superior del Reich con residencia en Berlín, y está subordinado directamente al Führer y Canciller.
Aun cuando esta ley constituye algo único y sin precedentes, no ha sido, sin embargo, más que el reconocimiento legal de una fase de desarrollo ya consumada. La juventud que de ahora en adelante había prestar servicio en la HJ, se encontraba ya reunida, en su mayoría, voluntariamente bajo sus banderas. En una declaración sobre la citada ley, von Schirach hizo alusión a las circunstancias, bajo las cuales la juventud ingresaba en otros tiempos en la organización, exponiendo luego sus proyectos para la realización de la labor a él encomendada.
“La juventud debe ser dirigida por la juventud”; este lema, —así decía el Jefe Nacional de la Juventud—, que en los días de la lucha más difíciles me dio el Führer como divisa al confiarme el sector de la Juventud del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista, continuará siendo en lo sucesivo la norma directiva de nuestra actuación. No pienso yo tampoco presentarme ante la juventud a mí encomendada con luengas barbas larga y paso vacilante. La dirección de la Juventud debe regirse por un espíritu juvenil No serán los incapacitados, sino jóvenes activos, educados en la disciplina rigurosa de nuestras escuelas especiales y en nuestras academias, quienes en lo futuro se colocarán al frente de la juventud.
No procederemos, sin embargo, de manera dogmática, y nos guardaremos muy bien, ahora que hemos llegado a ser una autoridad superior, de encerrarnos en artículos y párrafos legales, ahogando así el sano instinto en el polvo de los expedientes. Durante todo el tiempo de nuestra lucha he tenido a mi lado una cantidad de colaboradores que si bien mayores en años, podrían servir de ejemplo, a pesar de sus canas, por su espíritu juvenil y su elasticidad, a cualquiera de los “pibes” (Pibes, en alemán “Pimpfe”, son los miembros de 10 a 14 años de edad que forman la organización preparatoria de la HJ propiamente dicha. Anot. del A.). Además de esto considero mi misión mantener para la juventud, en una forma ya completamente ideada y concebida en mi imaginación, el principio de la libre voluntad, inherente a las circunstancias actuales, después de la publicación de la ley.”

En realidad hasta después del 1 de Diciembre de 1936, no se ejerció presión alguna sobre la juventud perteneciente a las asociaciones confesionales para inducir a sus adeptos a ingresar en la organización nacionalsocialista.

“Mi actividad en lo futuro —continuó diciendo von Schirach— estará dedicada enteramente a las funciones de dirección y organización de los millones de afiliados de la HJ. Las divergencias relativas a la unidad de la juventud han pasado, así como en su tiempo pude conquistar la juventud de las asociaciones marxistas para convertir a sus afiliados en fieles camaradas y colaboradores, así también espero reconciliar y ganar espiritualmente a todos aquellos que, por la voluntad del Reich, lleguen en lo sucesivo a nuestra comunidad.
No es, por cierto, mi intención erigir en los bosques de Germania templos para sacrificios paganos o llevar a la juventud a un culto de Wotan, ni someterla a las artes mágicas de algún barbudo apóstol vegetariano. ¡Todo lo contrario! Que profese cada cual la convicción religiosa que le dictara su conciencia ¡La Juventud Hitleriana no es Iglesia, como tampoco la Iglesia puede ser Juventud Hitleriana!
La comunidad por mí dirigida y de la que soy responsable, será guiada conforme al espíritu del Führer, hacia el nacionalsocialismo, y será regida exclusivamente por mí y mis subjefes.”

Creemos ahora conveniente tratar de la posición fundamental de la jefatura de la HJ frente a la cuestión de las asociaciones religiosas.
En un discurso que Baldur von Schirach pronunció en Berlín ante el cuerpo diplomático y representantes de la prensa extranjera, declaró que la educación de la juventud es un derecho soberano inalienable del Estado. La finalidad de la educación oficial de la Juventud constituye la educación sistemática del joven inexperto en ciudadano consciente y portador de la idea del Estado El medio de educación más importante para alcanzar esta meta es la Juventud del Estado, es decir, la comunidad de los jóvenes alemanes de todas las esferas, y clases sociales, patrocinada por el Estado. Tal es la juventud hitleriana, que constituye la escuela ideológica de la joven Alemania.
La asociación religiosa en su forma antigua era, según criterio de la jefatura de la juventud, una agrupación situada fuera del Estado que negaba la idea del mismo. Resultaba ser una continuidad de aquellos tiempos en que imperaba la diferencia de clases. Ahora bien, el principio socialista del Tercer Reich se funda en el postulado de la subordinación incondicional del ser individual bajo el ideal socialista de su pueblo. Este ideal socialista dentro de la juventud tiene solamente una forma de manifestación admisible: la Juventud Hitleriana. Toda asociación juvenil fuera de la Juventud Hitleriana, contraviene como tal el espíritu de la comunidad, que es el espíritu del Estado.
Sin embargo, hay un campo en el cual la unión religiosa debe conservar su derecho intrínseco de existencia. Este derecho ha sido reconocido y respetado por la HJ, pero no debe servir, sin embargo, de pretexto para la realización de intenciones políticas determinadas, sino que debe mantenerse dentro de los límites fundamentales de la asociación, pues de otro modo resultaría en menoscabo de intereses esenciales, que deben permanecer intactos. En primer lugar vendría a lesionar los intereses del Estado, cuya primacía en asuntos de educación debe quedar intangible, y en segundo los de la religión, de la que la asociación religiosa se aleja en la misma medida que tiende a la actividad política.
Por lo tanto, el nacionalsocialismo exige que la asociación religiosa se limite exclusivamente al cuidado espiritual de sus fieles, y al mismo tiempo no deja de abogar por la continuidad de la religión. No se hace objeción alguna a que la juventud religiosa de Alemania, compuesta de muchos o de pocos miembros, se organice en grupos, siempre que la dirección y actuación de los mismos sean íntimamente compenetrados de su finalidad puramente religiosa. Con esta restricción de las actividades de la juventud, concentrándola en el campo de su labor educativa, religiosa y espiritual, la jefatura de la HJ estaría dispuesta hasta a levantar la prohibición de doble asociación desapareciendo así el peligro de que las agrupaciones religiosas se dediquen a ejercer funciones cuya actitud y resolución deben ser de incumbencia exclusiva del Estado.
¡La instrucción religiosa para la Iglesia, y la educación política para el Estado! Esta es la fórmula que, según von Schirach, puede establecer la base de una colaboración fecunda.
Algunos días después de la promulgación de la Ley sobre la HJ, Baldur von Schirach, en un discurso irradiado por las difusoras del país, dirigiéndose a los padres alemanes y a la juventud, trató de nuevo sobre este tema:

“Algunos eclesiásticos mal orientados —dijo el Jefe Nacional de la Juventud— han tratado de caracterizarme como enemigo de la educación religiosa. Si sus palabras no han encontrado ningún eco en la Juventud, ello es debido a que la Juventud me conoce mejor. Jamás he tolerado la presencia de un ateo en la Juventud Hitleriana. Quien jura la bandera de la HJ, se liga no sólo a esta bandera, sino también se consagra a un poder superior. Ya mucho antes del l de Diciembre la juventud que ingresaba en nuestra comunidad, solía avalorar su juramento de fidelidad con la apóstrofe adicional: ¡Así Dios me valga!
En lo que concierne a las profesiones de fe en particular, no me es dado, en mi calidad de Jefe de la Juventud del Reich, desde que en nuestras filas contamos con varias religiones, proclamar ninguna, de ellas con carácter de primacía, así como, por otra parte, es mi deber evitar todo aquello que fuera susceptible de promover la discordia o desunión dentro de la Juventud.
Por ello, dejo en manos de las iglesias la misión de educar a la juventud en la religión, conforme a sus credos religiosos, cuidándome muy bien de no inmiscuirme jamás en este asunto. Mi misión me ha sido confiada por el Reich Alemán, —soy responsable ante el Reich de que toda la juventud sea educada física, intelectual y moralmente de acuerdo con el ideal del Estado nacionalsocialista. Para la realización de este fin educativo, se creará un servicio determinado. No tengo inconveniente alguno en que fuera de este servicio cada joven se instruya en la religión allí donde sus padres y él mismo quieran. Los domingos, durante las horas en que se oficien los actos religiosos, no se fijará servicio alguno para la HJ, para proporcionar a todos la ocasión de poder concurrir a las iglesias.
Una vez terminada la divergencia entre la HJ y las asociaciones religiosas de la juventud por medio de la Ley del 1 de Diciembre, resulta para mí una consecuencia natural ordenar que en el cuadro de la gran organización nacional que acaba de constituirse, estén obligados todos sus jefes a abstenerse de toda clase de manifestaciones al estilo de las antiguas controversias, debiendo ellos, por otra parte, velar porque los oficios divinos de los domingos, así como los demás actos puramente religiosos no sufran por las obligaciones de los jóvenes en el servicio en la HJ.”
En cumplimiento de esta promesa, el 26 de Junio de 1937 fue delimitada y reglamentada la relación de la HJ con las confesiones religiosas por medio de disposiciones dictadas por el Jefe Nacional de la Juventud. Una vez hecho constar en el plan de servicio de la HJ que esta había de quedar libre el tiempo fijado para el culto religioso, se estableció que, en consideración a las funciones espirituales de las iglesias y las asociaciones religiosas, se concediera permiso a requerimiento de los interesados, para concurrir a los oficios de culto extraordinarios, a saber: Ejercicios durante varios días, peregrinaciones, cursos misionarios, preparación para el examen religioso, instrucción de los catecúmenos, etc. Sin embargo, la asistencia a estos actos sin la debida licencia sería castigada de acuerdo con las disposiciones disciplinarias de la HJ. Durante el tiempo de permanencia en un campamento no se concederían licencias, como tampoco cuando con el otorgamiento de las mismas quede obstaculizado el desenvolvimiento regular del servicio en la HJ, ni cuando las peticiones se hicieran en número excesivo.
Por otra disposición se regula la cuestión de la doble pertenencia de afiliados inscritos simultáneamente en la HJ y en alguna de las asociaciones religiosas, y se admiten excepciones en casos justificados para la conservación de la doble pertenencia a pesar de la prohibición fundamental.


Organización de la Juventud Nacionalsocialista

La Juventud se divide en tres grandes pilares: El “Jungvolk”, Juventud Hitleriana (HJ) y la Asociación Femenina Alemana (BDM). Los Pibes comprenden, como ya se ha dicho, los muchachos de 10 a 14 años, la Juventud Hitleriana los de 14 a 18 años de edad, y la Asociación Femenina, con una diferencia equivalente, comprende las muchachas de 10 a 14 y las jóvenes hasta los 21 años de edad. El movimiento se divide territorialmente en cinco regiones: Este, Norte, Sur, Centro y Oeste. Las regiones se subdividen en 4 a 5 comarcas; una comarca (100.000 jóvenes por término medio), se divide a su vez en 2 a 5 banderas superiores, las cuales se componen de subbanderas, y estas a su vez de secciones. Las secciones, por último, se dividen en bandas y escuadras. La escuadra representa la unidad más pequeña de la Juventud (unos 15 afiliados).
Al frente de cada unidad se halla un jefe. La HJ cuenta con unos siete millones de asociados, siendo así la organización más grande del movimiento nacionalsocialista. Por esta razón, no es de extrañar que la HJ tenga necesidad de un gran número de jefes de ambos sexos. En las unidades inferiores existen todavía sin cubrir unas 290.000 plazas, y en las unidades medias unas 30.000. 1.250 plazas superiores carecen de jefes. Por la incorporación obligatoria al servicio militar o al servicio del Trabajo se produce todos los años un cambio sensible (un 20% aproximadamente) en el personal directivo de la Juventud.
La instrucción de este cuerpo de jefes se lleva a cabo en las escuelas regionales especiales, y en las tres escuelas nacionales creadas a este fin. Las muchachas se instruyen igualmente en escuelas provinciales propias, y en tres escuelas nacionales para jefes femeninos. La Juventud Hitleriana posee actualmente en total 79 institutos de esta clase, los que trabajan de acuerdo con un plan de enseñanza único, y están dirigidos por un cuerpo de maestros directamente inspeccionados por la dirección nacional de la Juventud, por mediación del Departamento de Educación e Instrucción Física. Las escuelas para jefes del Movimiento de la Juventud Nacionalsocialista están situadas casi sin excepción en comarcas de un paisaje extraordinariamente bello. La instalación de las mismas es homogénea en un principio. Son equipadas con el mismo excelente material de deporte, medios de enseñanza etc. Cada escuela dispone además de su correspondiente campo de deportes; la cultura física que se realiza sistemáticamente en las escuelas regionales para jefes, ha avanzado a un puesto preeminente en el plan de enseñanza. Las escuelas nacionales para jefes están orientadas con preferencia en el sentido de una educación teórica e ideológica. Los cursos en las escuelas duran generalmente tres semanas; sin embargo, a partir de un cierto grado, por ejemplo, del de jefe de bandera para arriba sólo se nombra jefe al que haya pasado un curso preparatorio que consta de tres años, de los cuales es necesario haber cumplido los servicios prácticos durante dos años y durante un año la asistencia a distintas escuelas para jefes. Los miembros del cuerpo de jefes de la HJ deberán haber cumplido el servicio militar. Por medio de esta escala de selección se consigue la máxima garantía de la calidad tanto práctica como moral del jefe de la HJ.
Cualquiera que sea la situación y el rango que el jefe ocupe dentro de la organización, dispone del mando absoluto dentro de su esfera de responsabilidad, El principio nacionalsocialista de la responsabilidad absoluta del jefe frente a sus superiores y de su completa autoridad frente a sus subordinados, ha sido realizado en la juventud hitleriana. El jefe de la HJ dispone el plan de servicio de sus subordinados, dirige sus excursiones y campamentos, organiza las veladas que corresponden a un joven alemán de nuestros tiempos.
En contraste con los usos en muchos otros países, Alemania ha desistido de instruir a su juventud en e1 manejo de las armas militares. La enseñanza del tiro al blanco que en proporciones adecuadas se lleva a cabo con fusiles de aire en las escuelas para jefes, sólo tiene importancia deportiva. En cambio, la cultura física de los jóvenes hitlerianos representa una excelente y completa educación deportiva, cuya dirección se halla en manos del Jefe Nacional del Deporte, von Tschammer und Osten.

Domicilio social, Campamento y Excursión —merecen una explicación especial en el presente tema relativo al Movimiento de la Juventud Hitleriana.
El Domicilio social es el punto de congregación de las unidades inferiores de la organización nacionalsocialista. Debido a él la juventud se aleja de las tabernas y cafés, y con ello del peligro que representa el alcohol y la nicotina para su salud. Un “Heim” puede ser lo más modesto posible. Dos viejos vagones de ferrocarril, uno junto a otro, con instalación interior dispuesta por los mismos jóvenes, son tan buen domicilio como pudiera serlo un chalet o quinta desocupada, que amigos benévolos hubieran puesto a disposición de los jóvenes. No obstante, Baldur von Schirach en su acostumbrada proclamación de día de año nuevo en 1937 hizo destacar la necesidad de crear centros amplios y adecuados, como digna expresión de la importancia de nuestro tiempo. Por su parte, los ministros de la Propaganda, del Interior, de Ciencias, Educación e Instrucción Pública, hicieron un llamamiento en el que ponían de manifiesto que tales “Heime” significaban la alegría y felicidad de la generación joven alemana y constituían la base previa del compañerismo incondicional que se exige de la juventud. Los ministros requirieron a todas las organizaciones del Partido, del Reich, de los distritos y municipios de aportar una colaboración activa en la campaña para la creación de “Heime” para la Juventud Hitleriana (Fig. 172).
En estos “Heime” tienen costumbre de reunirse todos los jóvenes, y cada uno de ellos puede estar seguro de que encontrará allí alguno que otro de sus amigos. El domicilio de reunión es destinado además con preferencia a la educación ideológica de la juventud. Todos los miércoles por la noche tienen lugar veladas instructivas. Los jóvenes y las muchachas se reúnen en sus respectivos Heime regionales. El jefe de servicio toma en sus manos la carpeta destinada para esas sesiones y preparada por la dirección nacional de la Juventud. En la carpeta en cuestión están registradas las canciones que han de ser cantadas en común y se encuentran fotografías que, pasando de mano en mano, sirven como ilustración al tema tratado, y que es idéntico en todo el Reich para cada conferencia.
Enseguida se conectan los altavoces, y todos los jóvenes escuchan la emisión de la “Hora de la Nación Joven”, que tiene lugar todos los miércoles a las 20.15 en punto y se transmite por todas las estaciones difusoras de Alemania simultáneamente El tema elegido es tratado por medio de una escena, un diálogo o una conferencia. De este modo son educados en común millones de jóvenes Aparte de esta transmisión general, tienen lugar otras de carácter complementario, por medio de los distintos grupos de emisoras, que se componen principalmente de lecciones de canto, trabajos manuales para los niños, informes de viaje, etc.
Los campamentos son formados por tiendas de campaña. La permanencia y modo de vida en los mismos contribuye a restablecer el equilibrio de la salud en la juventud de las grandes ciudades, particularmente en la juventud obrera, que trabaja en la industria. El tiempo de permanencia en un campamento es de distinta duración, —en general de 4 a 6 semanas. El día en el campamento transcurre en medio de juegos y deportes. Los jóvenes, tienen allí la oportunidad de nadar, montar a caballo, etc. Por la noche se organizan en un pequeño espacio libre situado en medio del campamento, grandes veladas amenizadas con corales. Muchos de los pequeñuelos vierten amargas lagrimas la víspera de la clausura del campamento: un año entero ha de transcurrir, hasta que puedan volver a disfrutar otra vez de tan hermosos momentos y ratos tan divertidos (Figs. 168 a 170, 174 y 176).
Mientras en el campamento el joven permanece durante varias semanas en el mismo sitio, puede naturalmente, cuando va de viaje, estar hoy aquí y mañana en otro lugar muy lejano. En grupos pequeños o grandes, llevando la tienda de campaña y los utensilios de cocina a la espalda, marchan los jóvenes a través de su país, permaneciendo un par de días en el lugar que más les agrada. Estos grupos han hecho viajes hasta los más lejanos puntos del extranjero, y son muchos los jóvenes hitlerianos que han conocido de esta manera muchos países.
Una organización especial de la Juventud ofrece al excursionista individual y sobre todo a la Juventud Hitleriana, durante las estaciones desapacibles del año la posibilidad de obtener alojamiento y reposo. Nos referimos a la Asociación Nacional de Albergues para la Juventud, que ha servido de modelo a 19 Estados extranjeros para la organización de sus propias asociaciones de albergues para la juventud. La Asociación de Albergues es, si se quiere, el sindicato hotelero más grande del mundo, con la sola diferencia de que no actúa para el interés de un hotelero o de una compañía de accionistas, sino que persigue una finalidad de interés común a favor de la juventud.
Una red de unos 2.000 albergues con 25.000 camas está distribuida por toda Alemania. En estos albergues el joven puede pernoctar por unos pocos centavos en un alojamiento aseado y disfrutar de una comida sencilla y buena. Muy a menudo estos albergues se encuentran en los más hermosos castillos medievales, en antiguos torreones de las ciudades, etc.; pero casi tan grande como las antiguas es el número de las nuevas construcciones, edificadas especialmente para este objeto con los medios propios de que dispone la Asociación General de Albergues Alemanes. Por su estilo arquitectónico y disposición interior y sobre todo por su instalación higiénica, pueden considerarse como modelo. Al frente de cada uno de los albergues está un matrimonio, comúnmente llamado padres del albergue, y ellos son los responsables del mantenimiento del orden dentro del mismo. Los inspectores de la Asociación vigilan el buen estado de los albergues y sus necesidades, con el objeto de ampliar la instalación allí donde ello se haga necesario (Fig. 171).
Mediante un acuerdo con los demás países que disponen de una organización de albergues semejante, se creó la tarjeta de identidad internacional, que concede a su titular el derecho de alojarse en todos los albergues de los países extranjeros respectivos, en las mismas condiciones que en su patria. Las asociaciones de albergues se han fusionado en una asociación internacional, cuya sede se halla en Holanda. Su presidente es un alemán.
La organización de albergues para la juventud ha proporcionado alojamiento el año pasado a 7,5 millones de jóvenes excursionistas (frente a 4,3 millones en el año 1932). Como ya hemos dicho antes, la Asociación alemana, de albergues para la juventud es, tomando en consideración estas cifras, el hotelero más grande del mundo. En el año 1936 fueron hospedados 200.000 jóvenes extranjeros en los albergues alemanes.

La acción social de la HJ tiene como finalidad aumentar la prestación y el aporte de los futuros ciudadanos. Esta colaboración encuentra su expresión más genuina en los concursos profesionales que la jefatura de la HJ conjuntamente con el Frente alemán del Trabajo organizan todos los años. El concurso se clausura con el acto de presentación al Führer y Canciller del Reich de los jóvenes vencedores.
La idea de organizar concursos profesionales no es completamente nueva. Desde la edad media se han venido celebrando, en muchos países y en las épocas más distintas, pequeños concursos gremiales. Sin embargo, hasta ahora nunca habían asumido tan vastas proporciones, ni han sido organizados y llevados a cabo en una escala tan amplia. Si se toma en cuenta que de entre unos 2 millones de jóvenes obreros, admitidos a los concursos profesionales, han de seleccionarse las 20 mejores labores, ejecutadas técnicamente con el máximo de exactitud, y que en la realización de esta selección se ocupan miles de comisiones técnicas, podrá formarse una idea del enorme aparato que se necesita para dar término a una obra de esta envergadura.
La importancia de los concursos profesionales, la educación de la juventud en el sentido de la máxima potencialidad técnica, y con ello del trabajo de calidad, está demostrada de manera patente. Estas ventajas, sin embargo, quedan en segundo plan ante el enorme impulso moral y la fe de toda una juventud en el socialismo verdadero, es decir, en el sistema que actualmente prevalece en Alemania. El valor de los concursos profesionales es, por lo tanto, no sólo de índole técnica, sino también política. Lo mismo se puede decir respecto a la educación y al régimen de instrucción de la HJ. Lo que pretende la Jefatura de la HJ es, amonestar a los jóvenes y muchachos, inculcándoles los principios fundamentales de la ideología nacionalsocialista, la noción de la raza y de la tierra, como bases vitales del pueblo. Esto se efectúa de la manera adaptada lo mejor posible a las diferentes edades de los jóvenes. A los más pequeños se les explican los deberes que se exigen de ellos, por medios intuitivos y a menudo con descripciones históricas de personajes de otros tiempos; el joven hitleriano observa la evolución histórica del pueblo alemán y de este modo aprende a deducir las consecuencias para el presente. Del cúmulo de pequeños detalles obtiene así la historia de su pueblo (Figs. 173, 175).
Un cometido especial en esta tarea lo llena la reciente creación de las Escuelas Nacionalsocialistas Adolf Hitler, las cuales servirán de preparatorias para las escuelas políticas superiores. En estas escuelas son admitidos los jóvenes de 12 años de edad que hayan demostrado en la HJ cualidades sobresalientes.
Es de importancia señalar que una vez pasado el examen final (la escuela comprende 6 clases y dura hasta el enrolamiento en el servicio militar) al alumno ingresado de las escuelas Adolf Hitler se le ofrece la oportunidad de entrar al servicio del Estado o del Partido. De estas nuevas escuelas, dirigidas enteramente por el Partido, habrán de salir los jefes futuros del Reich. Allí se forma la voluntad política del pueblo de mañana.
Un importante campo de actividad de la HJ lo constituye la obra del Servicio de ayuda agrícola. Su finalidad es la de despertar el amor por el campo en la juventud de las ciudades, y de forzar al mismo tiempo el aumento de la producción. En el año 1936 fueron distribuidos en el campo 6.608 jóvenes obreros en 642 grupos rurales. Actualmente está en vías de realizarse un desarrollo de mucha mayor trascendencia a este respecto. La denominación de “grupo rural” se aplica a un equipo del servicio que es destinado a un pueblo agrícola. Sus miembros son distribuidos entre los labradores, pero el alojamiento se efectúa en una sola casa común.
En el Servicio de Ayuda Agrícola crece una juventud sana de cuerpo y de alma; el espíritu de compañerismo se une con el severo deber del trabajo y constituye desde luego una de las más significativas comunidades de la juventud alemana. Como ya hemos dicho, es la única forma —y la más adecuada— para estimular el retorno de los elementos jóvenes de las ciudades al campo.

El problema de la educación de la juventud debe ocupar con preferencia la atención de todas las naciones civilizadas. Es evidente que cada país ha de proceder a la solución de este cometido de una manera distinta, de acuerdo con las características nacionales de su pueblo, pero no se debe olvidar que precisamente este medio es, como ningún otro, el más apropiado para fomentar un intercambio pacífico de ideas entre los pueblos. Cuanto más fácil sea a los educadores de la juventud de las naciones civilizadas, llegar a una inteligencia sobre ciertos principios fundamentales de la educación, tanto mayor será la probabilidad de que los jóvenes de todas las naciones no se eduquen en un espíritu de mutuo recelo, sino por el contrario, se sientan animados del mismo sentimiento de comprensión mutua y puedan, de este modo, colaborar a favor de la paz.
Convencido de ello, Baldur von Schirach ha establecido como 'base de conducta para los jefes de la HJ, que se abstengan de toda actividad política en el extranjero, consagrando, en cambio, todos sus esfuerzos a la colaboración internacional por medio de una aproximación entre la juventud alemana y la de los otros países. Con este objeto, la juventud alemana va todos los años de viaje al extranjero, para tener ocasión de conocer a otros países y pueblos extraños, sus costumbres y sus tradiciones etc. Simultáneamente, la juventud de las otras naciones es invitada en escala cada vez mayor, a visitar Alemania y la Juventud Hitleriana. En los últimos años más de 50.000 muchachos extranjeros han tenido ocasión de visitar la HJ y apreciar su labor. Además, se introducen en las formaciones hitlerianas cursos para la enseñanza de idiomas extranjeros y ciencias topógrafo-etnológicas.
La nueva Alemania aporta especial cuidado en lograr que de las filas de la Juventud surja una nueva generación física y espiritualmente más vigorosa que la juventud de la época de posguerra. Adolf Hitler se interesa personalmente en este problema. El hecho de que el Jefe Nacional de la Juventud se halla directamente subordinado a su persona y, por otra parte, el movimiento juvenil quede liberado de toda sujeción a la burocracia del Estado, lo demuestran bien elocuentemente. El Führer ve en la Juventud el porvenir de la Nación y la continuación de su obra.
“Vendrá un día en que el pueblo alemán pondrá su mirada radiante de alegría y orgullo en su juventud; y todos nosotros podremos, con la máxima tranquilidad y la más absoluta confianza, llegar a nuestra vejez con el íntimo y feliz convencimiento, de que nuestra lucha no ha sido estéril. La juventud marcha tras de nosotros, su espíritu es el nuestro, es nuestra su energía, nuestro su temple, es la representación de la nueva vida de nuestra raza” (Hitler, en la Asamblea del Partido, 1935).
Las comparaciones, como es sabido, resultan casi siempre defectuosas, y muy a menudo están fuera de lugar. Sin embargo, no dejaremos de aducir dos ejemplos, confrontando el movimiento de' la Juventud alemana con los boy-scouts ingleses y los balilla italianos; estas últimas organizaciones con sus formaciones complementarias, resultan, tanto en la idea como en la forma, la solución más feliz de la cuestión juvenil en los indicados países. La HJ, aún cuando en su estructura difiere en puntos esenciales de las dos instituciones mencionadas, representa para Alemania sin duda la forma más conveniente de asociación juvenil. Al igual que los boy-scouts y los balillas, la Juventud hitleriana encarna también el modo de ser nacional de su país.

“¡Al avanzar nuestra bandera ondea,
y símbolo ella es de nueva era!”

así suena el himno de la juventud hitleriana.

Monday, October 09, 2006

Hitler mi amigo de juventud XIV


“¡VEN CONMIGO, GUSTL!”

¡Cuán a menudo se habían pronunciado estas palabras, cuando Adolf hablaba de su propósito de trasladarse a Viena! Sin embargo, cuando más tarde se dio cuenta de hasta qué punto me obsesionaba a mí este ofrecimiento, no manifestado en un principio siquiera seriamente, se familiarizó con todas las formas del pensamiento de que nos trasladaríamos conjuntamente a Viena para ingresar él en la escuela de arte, yo en el conservatorio. En su genial fantasía me dibujó esta vida con todos sus colores, de manera tan palpable y concreta, que a menudo no sabía yo mismo si todo esto no era más que deseo o ya realidad. Para mí, una tal fantasía tenía una base muy real. Es cierto que yo había aprendido mi oficio a fondo y que mi padre, como también los clientes, estaban sumamente complacidos con mi trabajo. Pero el trabajo en el polvoriento taller había afectado considerablemente mi salud, y el médico, mi aliado en secreto, insistía en que yo abandonara el oficio de tapicero. Para mí, a quien la música llenaba todo mi corazón, significaba esto buscarme en ella una posibilidad profesional. Este deseo, por muchos que fueran los obstáculos que pudieran oponérsele, adquiría formas cada vez más concretas. Lo que yo podía aprender en Linz lo había aprendido ya. También mis maestros me habían reforzado en mi decisión de dedicarme por entero a la música. Esto, sin embargo, significaba para mí tener que trasladarme a Viena. Con ello, la que en un principio casual invitación “¡Ven conmigo, Gustl!”, de mi amigo, adquiría, para mí, el carácter de una clara invitación y de bello objetivo. A pesar de ello, no creo que yo, con mi pasiva naturaleza hubiera conseguido imponer este cambio de profesión y el traslado a Viena, de no haber intervenido aquí Adolf con toda su decisión.
No cabe la menor duda de que mi amigo pensó aquí, con seguridad, en sí mismo. Sentía temor de partir solo para Viena, pues ahora, en ocasión de su tercer viaje, las cosas eran algo distintas que anteriormente. Antes poseía todavía a su madre. Aun cuando se dirigiera a Viena, seguía conservando su tranquilo hogar. No era un paso a lo desconocido, pues saber que la madre le estaba aguardando en todo momento y en cualquier situación, sucediese lo que sucediese, con los brazos abiertos, daba un firme sostén. El hogar de la madre era el punto tranquilo, en torno al cual se agitaba su tormentosa existencia. Y ahora había perdido este sostén. El dirigirse ahora a Viena era una decisión final, definitiva, de la que no existía ningún regreso, es decir, un salto a la oscuridad, a un lago sin orillas. En los meses pasados en Viena en el otoño pasado no había conseguido encontrar conexión en ningún lado. Es posible que no la hubiera buscado siquiera. En Viena vivían parientes de la madre, con los que había estado anteriormente en relación, y en cuya casa, si no me equivoco, había vivido incluso en ocasión de su primera estancia en Viena. No volvió a visitarlos más, ni tampoco más tarde se habló nuevamente de ellos. Es fácil de comprender la razón que le llevó a dejar de verlos. Temía ser interrogado por su trabajo, la manera cómo se ganaba la vida. Es posible que estuvieran también informados de que había sido rechazada su solicitud de ingreso en la Academia. Prefería sufrir hambre y miseria a presentarse ante sus parientes en demanda de auxilio. ¡Qué más natural, por consiguiente, que llevarme a mí con él a Viena, a su mejor amigo, y también el único enterado del secreto de su gran amor! Este “¡Ven conmigo, Gustl!”, había adquirido el tono de un amistoso ruego en labios de Adolf desde la muerte de su madre.
A principios de 1908 me dirigí con Adolf a la tumba de sus padres en Leonding. Era un bello y frío día de invierno, de extraordinaria claridad, y que ha quedado bien grabado en mi recuerdo. La nieve cubría los familiares caminos. Adolf conocía aquí aún los menores detalles, pues durante muchos años éste había sido el camino seguido hasta la escuela. Cuando hubimos llegado a la altura del Pulverturm, vimos a nuestros pies, agrupadas en torno a la iglesia, las casas de Leonding. Detrás de la amplia llanura, resplandecientes bajo la nieve, se alzaban las montañas, desde el Hoher Priel hasta el Untersberg de Salzburgo, cada una de cuyas cimas se destacaba claramente contra el cielo azul de acero.
Adolf estaba muy sereno. Yo me sentía admirado por este cambio. Bien sabía yo cuán hondamente le había afectado la muerte de su madre, cuánto sufría por ello, incluso físicamente, y cómo había llegado al borde del agotamiento. Mi madre le había invitado a comer en las fiestas de Navidad, para que pudiera por lo menos recuperar las perdidas fuerzas, y saliera de la vacía y fría casa en la que todo le recordaba a su madre. Y Adolf había venido a comer con nosotros. Se había sentado a nuestra mesa muy serio, taciturno, encerrado en sí mismo. Todavía no había llegado el momento oportuno para hablar de los proyectos para el futuro.
Incluso ahora, al caminar sosegadamente a mi lado, parecía mucho mayor que yo, mucho más maduro, más viril, ocupado también con sus propios asuntos. Me admiró cuán clara y superiormente hablaba ahora de ello. Parecía como si se tratara de cosas ajenas a su incumbencia: Angela le había mandado decir que Paula podía quedarse a vivir con ellos. Su esposo estaba de acuerdo con ello, pero se negaba a acoger a Adolf en su familia, pues se había portado con él de manera improcedente. Con ello se veía Adolf libre de su mayor preocupación, pues la pequeña tenía ya un hogar seguro. El mismo no había tenido jamás la intención de colocarse, bajo la tutela de los Raubal. Había hecho dar las gracias a Angela, y decir que todo el mobiliario paterno pertenecía a Paula. Los gastos del entierro serían pagados de la herencia de la madre. Por lo demás, Angela había dado ayer a luz. Este su segundo hijo fue una niña, que debía llamarse, como la madre, Angela. Su tutor, el burgomaestre de Leonding, se había hecho cargo del asunto de la herencia y estaba dispuesto a ayudarle también para que le fuera concedida una pensión como huérfano.
Todo esto sonaba muy sobrio y objetivo. Después pasó a referirse también a Stefanie. Estaba decidido a poner fin a la actual situación. En la próxima ocasión se presentaría a Stefanie y a su madre, ya que no le había sido posible hacerlo durante las fiestas de Navidad. Era ya, realmente, hora de llegar a una decisión.
Cruzamos por la nevada aldea. Allí se alzaba la pequeña edificación de una sola planta, con el número 61, que el padre de Adolf había comprado en su tiempo. Aun se veía la gran colmena de la que su padre se sentía tan orgulloso. Al vender la propiedad todo había ido a parar a manos extrañas. Adolf no conocía a la gente que ahora vivía en su casa paterna. En su inmediata vecindad se encontraba el cementerio. La tumba en la que habían sido enterrados sus padres, se encontraba en la parte del muro en dirección Este. La nieve cubría la tierra recién removida, ante la que nos detuvimos. Adolf permaneció con el rostro serio e inmóvil. Su rostro era duro y severo, y ninguna lágrima humedecía sus ojos. Sus pensamientos estaban junto a la amada madre. Yo estaba a su lado y rezaba.
En el camino de regreso me explicó Adolf que probablemente debería permanecer aún el mes de Enero en Linz, hasta haber levantado la casa y resuelto el asunto de la herencia. Le esperaba todavía una encarnizada discusión con su tutor. Era evidente que éste no se proponía más que lo mejor para él, pero ¿de qué podía servirle, si lo mejor no era más que un puesto de aprendiz en una panadería de Leonding?
El viejo Josef Mayrhofer, el tutor de Hitler, vive aún hoy, a edad avanzada, en Leonding. Naturalmente, muy a menudo se le ha preguntado acerca de las experiencias e impresiones obtenidas del joven Hitler. A su manera franca y campesina, Mayrhofer ha dado respuesta a todos los que llegaban hasta él; primero a los enemigos, después a los amigos, y luego, de nuevo, a los enemigos de su pupilo. Pero decía siempre lo mismo, sin preocuparse por las opiniones de los que le preguntaban. El que los tiempos fueran de uno u otro modo, esto no le hacía cambiar una sola frase en su declaración.
Un día de Enero del año 1908 había venido a verle Adolf, en aquel entonces ya muy alto, y con una sombra de bigote en el labio superior y una voz profunda, casi un hombre ya, para aconsejarse en relación con la herencia. Pero sus primeras palabras fueron:
—Señor tutor, quiero partir de nuevo a Viena.
Habían sido inútiles todos los intentos para disuadirle de su propósito; era un testarudo lo mismo que su padre, el viejo Hitler.
Josef Mayrhofer conserva todavía los documentos que guardan relación con aquellas gestiones. La instancia que escribió Adolf por encargo del tutor, para solicitar una pensión como huérfanos para él y para su hermana Paula, tiene el siguiente contenido:

“¡Muy alta Dirección Imperial de Finanzas!
“Los respetuosos firmantes solicitan por la presente la bondadosa concesión de la correspondiente pensión de huérfanos. Los dos solicitantes, que han perdido a su madre, fallecida el 21 de Diciembre de 1907, viuda del inspector de aduanas imperiales, han quedado, en consecuencia, huérfanos, menores de edad e incapaces de ganarse su propio sustento. La tutoría de los dos solicitantes, de los que Adolf Hitler nació el 20 de Abril de 1889 en Braunau a. I., y Paula Hitler el 21 de Enero de 1898 en Fischlham bei Lambach Ob. Öst., la desempeña el señor Joseph Mayrhofer en Leonding b. Linz. Los dos solicitantes pertenecen a la jurisdicción de Linz. Repiten su ruego con el mayor respeto,

Adolf Hitler, Paula Hitler

Adolf firmó en esta instancia también en nombre de su hermana Paula, pues la firma muestra en el nombre de “Hitler”, en las dos veces, el mismo rasgo inclinado hacia abajo, tan característico del la ulterior firma de Hitler. Además, Adolf se equivocó en la fecha del nacimiento de su hermana. Paula no nació en 1898, sino en 1896, es decir, hizo a la pequeña dos años más joven.
Según las leyes vigentes en aquel entonces, los huérfanos de padre y madre, siempre que carecían de toda fortuna y no hubieran cumplido todavía los veinticuatro años de edad, tenían derecho a percibir, en total, cincuenta coronas al mes. En consecuencia, a Adolf le correspondían veinticinco coronas al mes. Naturalmente, esto era demasiado poco para poder vivir de ello. A modo de comparación, diré solamente que Adolf debía pagar diez coronas de alquiler mensual por su habitación en casa de la señora Zakreys.
La instancia fue resuelta en sentido favorable. El primer pago tuvo lugar el 12 de Enero de 1908, cuando Adolf se encontraba ya en Viena. Por lo demás, tres años más tarde renunció Adolf a esta renta a favor de su hermana Paula, aun cuando, de por sí, hubiera tenido derecho a seguir cobrando la misma hasta cumplir los veinticuatro años, es decir, hasta Abril de 1913. Esta renuncia de Adolf del 4 de Mayo de 1911 se encuentra aún hoy en posesión del tutor Joseph Mayrhofer en Leonding.
El protocolo de la herencia, que Hitler firmó en casa de su tutor antes de partir para Viena, contenía también su pretensión a la herencia paterna que constaba de algo más de setecientas coronas. Es posible que gastara una parte de esta suma en ocasión de su anterior estancia en Viena. En su extraordinariamente sobria norma de vida —su único gasto de importancia eran los libros— le quedaría, con seguridad, todavía lo bastante para poder vivir por lo menos un tiempo en Viena.
Por lo que concierne a la seguridad de una futura existencia, Adolf no sólo me llevaba la ventaja de poseer una herencia, aun cuando modesta, y una renta fija mensual —extremos que yo debía aclarar todavía con mis padres—, sino también porque ahora, una vez “sorteado” el tutor de manera satisfactoria, podía decidir su futuro con entera libertad y sin obstáculos, en tanto que mi decisión dependía de la aprobación de mis padres. El eventual traslado a Viena iba también unido a la renuncia del oficio aprendido, en tanto que Adolf podía proseguir en Viena su vida actual, más o menos en la misma forma. Esta circunstancia dificultaba de manera considerable mi decisión; durante algún tiempo no quiso Adolf comprenderlo así, aun cuando él fue quien, desde el primer momento, tuvo a su cargo la dirección de este complicado asunto. Ya en los primeros meses de nuestra amistad, es decir, en un tiempo en que yo no podía imaginarme mi futuro más que en el polvoriento taller de tapicero, me había expuesto Adolf, de manera convincente, que yo debía llegar a ser músico, y ello a pesar de que era casi un año más joven que yo. Después de haberme “metido este pájaro en la cabeza”, como dijo en aquel entonces mi madre, no cejó ya en este propósito. Me animaba cuando yo flaqueaba, reforzaba mi confianza en mí mismo cuando yo amenazaba perderla, alababa, criticaba, se mostraba a veces grosero y me increpaba indignado, pero sin perder jamás de vista la meta que me había inculcado, y si una vez habíamos discutido fuertemente, de modo que yo creí que todo había terminado, después de un concierto o una representación en los que había yo participado, renovábamos nosotros, con radiante entusiasmo, nuestra amistad. Nadie en este mundo, ni siquiera mi madre, que me amaba tan tiernamente y que era la que mejor me conocía, era capaz de proyectar mis más ocultos deseos tan directamente a la realidad como mi amigo, aun cuando él no había seguido ninguna enseñanza musical sistemática.
En invierno del año 1907, cuando el trabajo en el taller decreció en su intensidad, y yo tenía algo más de tiempo para mí mismo, tomé clases, con otro compañero, de teoría de la armonía con el director de orquesta del Teatro Nacional de Linz. Fue un estudio tan intenso como satisfactorio, y que me llenó de entusiasmo. Desgraciadamente, no podía yo recibir enseñanza en Linz de las otras asignaturas teórico-musicales necesarias, como contrapunto, teoría de las formas, instrumentación, historia de la música, etc. No existía tampoco seminario para la práctica de dirección de orquesta y teoría de la composición. Esta enseñanza podía ofrecérmela solamente el Conservatorio en Viena. Además, allí se me ofrecería también la oportunidad de presenciar representaciones de óperas y conciertos de primera categoría y en su más perfecta interpretación. Mi decisión de dirigirme a Viena era firme, pero carecía de la necesaria tenacidad para ello, como mi amigo, para imponer esta decisión por encima de cualquier obstáculo que pudiera presentarse. Pero Adolf lo había previsto todo. Sin que yo supiera, realmente, cómo lo había hecho, consiguió convencer a mi madre de mi vocación musical. Pero ¿qué madre no escucharía con gusto, cuando se profetiza una brillante carrera como director de orquesta y ejecutante a su único hijo, y, más aún, cuando la música para ella, lo mismo que para mí, significaba también media vida? Así, no tardó ella en formar parte de nuestra alianza. Como mis pulmones no podían resistir el continuo polvo del taller, se unía a ello también la continua preocupación por mi salud. Mi madre, que había encerrado en su corazón a Adolf, como en su tiempo la señora Clara a mí mismo, estaba, pues, ganada para nuestra causa. Así, todo dependía ahora de mi padre. No es que éste se opusiera abiertamente a la realización de mis deseos. Mi padre era todo lo contrario del padre de Adolf, tal y como yo lo conocía por las descripciones de mi amigo. Silencioso y al parecer desinteresado, no intervenía en el curso de las cosas a su alrededor. Su máxima preocupación era el negocio, creado por él de la nada, que había resistido felizmente graves crisis y que había convertido en una considerable y floreciente empresa. Mis inclinaciones musicales las consideraba él como simples caprichos sin importancia. Le era imposible concebir cómo podía uno intentar edificar una segura existencia sobre un rasgueo y tañido más o menos inútil. Hasta el final le fue incomprensible que alguien que, como yo, sabía lo que era la necesidad y la pobreza, pudiese renunciar a un sólido fundamento vital en pos de un vago e incierto futuro. “El pájaro en la mano” y “La paloma en el tejado”, ¡cuántas veces pude escuchar de sus labios estos proverbios! Y cuántas veces también las amargas palabras: “¿Y para esto me he sacrificado yo?” Yo trabajaba con más celo que nunca en el taller, pues no podía consentir que se dijera que descuidaba el oficio aprendido en pos de mis estudios musicales. Mi padre tomó este celo en el trabajo como señal de que me proponía permanecer en el oficio y que algún día me haría yo cargo del negocio. La madre sabía hasta qué extremo dependía mi padre de su empresa. Y prefería guardar silencio para no aumentar sus preocupaciones. Así fue que en la época en que mi educación musical precisaba necesariamente del ingreso en el Conservatorio de Viena, la situación había llegado a un punto muerto en el terreno doméstico. Yo trabajaba con más fervor que nunca en el taller y guardaba silencio. Mi madre guardaba silencio. Mi padre pensaba que yo había renunciado definitivamente a mi proyecto, y guardaba, asimismo, silencio.
Entonces vino Adolf nuevamente a nuestra casa. A la primera mirada se dio cuenta de cuál era la situación y pasó inmediatamente al ataque. Primeramente me puso de nuevo “en forma”. Durante su estancia en Viena se había enterado de todos los detalles del estudio musical, de lo que me informó ahora con exactitud, describiéndome, de vez en cuando, de manera realmente atractiva, sus experiencias musicales en la ópera y en la sala de conciertos. Estas vivas descripciones emocionaron también a mi madre, y así, todo apremiaba en pos de una decisión. Pero no quedaba otra solución que confiar en que Adolf mismo lograra convencer a mi padre.
¡Una difícil empresa! ¿De qué serviría toda la brillante elocuencia, si el viejo maestro tapicero no tenía en la menor estima las cosas musicales? Por lo demás, apreciaba sinceramente a Adolf. Mas a sus ojos no era, finalmente, sino un joven fracasado en la escuela, que se tenía a sí mismo en demasiada estima para aprender un oficio.
El padre toleró nuestra amistad, pero, en realidad, hubiera deseado un compañero más aplicado para su hijo. Así, pues, Adolf se encontraba en una posición bastante desagradable. Que a pesar de ello consiguiera ganar para nuestro plan a mi padre en un espacio de tiempo relativamente breve, es verdaderamente asombroso. Hubiera comprendido perfectamente el que la decisión tuviera lugar después de un violento choque de contrapuestas opiniones; Adolf se hubiera encontrado entonces en su propio elemento y quizá podido jugar todos los triunfos que tenía en reserva. Pero no fue así. No puedo recordar que tuviera lugar un debate en el verdadero sentido de la palabra. Adolf hablaba en un tono como si todo esto no fuera en modo alguno tan importante, y, sobre todo, permitió que mi padre creyera que él solo, mi padre, era quien debía tomar la última decisión. Se dio también por satisfecho con que mi padre no tomara más que una decisión a medias, y propusiera una solución intermedia; dado que el curso normal había empezado en otoño, por el momento debía dirigirse solamente a título de prueba a Viena para examinar, por algún tiempo, la situación. Si las posibilidades de educación correspondían a mis esperanzas, podría decidirme todavía, pero, en caso contrario, regresaría inmediatamente y me haría cargo del negocio paterno. Adolf, que odiaba los compromisos, y estaba acostumbrado a lanzarse siempre a fondo, se dio por satisfecho con ello, ¡cosa sorprendente! Yo me sentía feliz como nunca antes en mi vida, pues mi proyecto se había impuesto finalmente sin enojar por ello al padre, en tanto que mi madre participaba también de mi alegría.
A principios de Febrero regresó Adolf a Viena. Su dirección era la misma, me explicó al despedirnos, pues había seguido pagando el alquiler en casa de la señora Zakreys. Yo debía avisarle con tiempo de mi llegada a Viena. Le ayudé a llevar las maletas a la estación. Si no me equivoco, eran cuatro maletas, todas ellas muy pesadas. Yo le pregunté qué es lo que llevaba en ellas. Me contestó:
—Todos mis bienes.
Pero eran casi solamente libros.
Ya en el andén llevó Adolf de nuevo la conversación a Stefanie. Por desgracia no tuvo ninguna ocasión para dirigirse a ella, pues no la había encontrado nunca sin ir acompañada. Y lo que él tenía que decirle a Stefanie le incumbía sólo a ella.
—Tal vez le escriba yo— me explicó, para terminar.
Sin embargo, yo tomé estas palabras, pronunciadas por primera vez por Adolf, simplemente como la expresión de su desconcierto o, a lo sumo, como un fácil consuelo. Mi amigo subió al tren y me tendió, una vez más, la mano desde la ventanilla. El tren arrancó.
—¡Sígueme pronto, Gustl! — me gritó todavía Adolf.
En casa, mi buena madre me preparaba ya la ropa interior y los trajes para el viaje a la grande y desconocida Viena. Después de todo, mi padre quería también contribuir a ello. Él mismo me confeccionó una gran caja a la que hizo colocar una sólidas bandas de hierro por el cerrajero. En ella empaqueté mis estudios de piano y partituras, y mi madre llenó el espacio aún vacío con ropas y zapatos.
Entre tanto llegó una postal de Adolf, fechada el 18 de Febrero de 1908. Mostraba una vista de la colección de armas del Museo de Historia del Arte de Viena, caballeros armados a pie y a caballo:

“¡Querido amigo! —este título era un signo de lo mucho que habíase ahondado nuestra amistad desde la muerte de su madre. El texto debajo de la fotografía rezaba:

“¡Querido amigo! Espero con impaciencia noticias de tu llegada. Escribe pronto y con certeza, para que pueda prepararlo todo para una solemne recepción. Todo Viena te espera ya. Así, pues, ven pronto. Te iré a buscar, naturalmente.”

En el lado de la dirección de la postal, se dice:

“Ahora empieza aquí un tiempo poco agradable. Confío en que cambiará hasta entonces. Como ya dijimos, primero te quedarás conmigo. Luego ya veremos entre los dos. En el llamado “Dorotheum” se puede encontrar un piano por sólo 50-60 fl. Muchos saludos para ti, así como para tus apreciados padres de tu amigo, Adolf Hitler.”

Y debajo, todavía, la observación:

“¡Te ruego una vez más que vengas pronto!”

Esta postal la había dirigido Adolf como siempre a “Gustav” Kubizek, escribiendo Gustav una vez con “v” y luego de nuevo con “ph”, pues no podía sufrir de ninguna manera mi nombre de August, y me llamaba siempre solamente “Gustl”, razón por la que Gustav le era más inmediato que August.
Probablemente hubiera preferido que yo cambiara mi nombre por completo. Incluso la tarjeta de felicitación que me mandó más tarde para mi santo, San Agustín, el 28 de Agosto, la dirigió a “Gustav”. Bajo el nombre se ve la abreviatura “stud.”; recuerdo que en aquel entonces solía llamarme “stud. mus.”.
Contrariamente a sus anteriores postales, ésta está redactada de manera mucho más cordial. Es típico para el estado de ánimo de Adolf el humor que rezuma de esta postal. “¡Todo Viena te espera!”, me dice, y me habla de una “solemne recepción” que quería prepararme. Señal evidente de que en Viena se siente aliviado y liberado de los sombríos y deprimidos días vividos en Linz después de la muerte de su madre, por inciertas que fueran también allí las condiciones externas. A pesar de ello, esta sensación de soledad parece haberle oprimido mucho. El “impaciente” de la primera frase tal vez lo dijera, incluso, en serio. Que repita el “Ven pronto”, incluso en la forma “¡Te ruego una vez más que vengas pronto!”, demuestra cuánto esperaba mi llegada. Tal vez temiera, en secreto, que un indeciso padre cambiase de opinión en el último instante.
Por lo demás, después de regresar a Viena, seguía fiel a la decisión tomada de estudiar, de una u otra manera, como arquitecto. A este respecto dice lo siguiente:

“Cuando después de la muerte de mi madre me dirigí por tercera vez a Viena, y esta vez para cuatro años, había recuperado yo la tranquilidad y la decisión, gracias al tiempo transcurrido desde entonces. Sentía de nuevo la vieja altivez y había comprendido definitivamente mi meta. Quería ser arquitecto.”

El día de mi partida, el 22 de Febrero de 1907, había llegado. Por la mañana me dirigí todavía con mi madre a la iglesia de los carmelitas. Me daba cuenta de cuán difícil le era a mi buena madrecita la despedida, aun cuando ella era quien más tenazmente se aferraba a la decisión tomada. Pero recuerdo muy bien una típica observación que hizo mi padre aquel día, cuando vio llorar a mi madre:
—No comprendo, madre —dijo—, que te sientas tan abatida. No hemos sido nosotros los que hemos incitado a Gustl a abandonar la casa paterna. Es él mismo quien lo quiere.
Mi madre olvidó el dolor de la despedida en su preocupación por mi bienestar material. Me dio un buen pedazo de asado de cerdo y manteca, para untar con ella el pan, guardada en una vasija a propósito. Preparó algunos bollos rellenos, y me dio un gran pedazo de queso de Emmental. Debía prestar especial atención al pote de mermelada, así como a la botella de café. Mi maleta de lona parda fue rellenada hasta reventar, a pesar de los dos amenazadores pliegues en sus lados.
Así me encaminé yo, bien provisto en todos los sentidos, después de la última comida en familia hacia la estación. Mis padres me acompañaron. Mi padre me estrechó la mano y dijo:
—¡Sé siempre un hombre honesto!
Mi madre me besó con los ojos húmedos, y cuando el tren arrancó me hizo la señal de la cruz. Durante largo tiempo me pareció sentir el tacto de sus delicados dedos cuando trazaban la cruz sobre mi frente.