Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Tuesday, May 08, 2007

Hitler mi amigo de juventud XVI


LA CIUDAD IMPERIAL


A menudo podíamos ver al viejo emperador en su carroza, cuando entraba en el Hofburg a lo largo de la Mariahilfer Straße, con su uniforme y la negra capa de oficial, viniendo de Schönbrunn. El emperador iba casi siempre solo en el carruaje descubierto. Como único acompañante llevaba un oficial de ordenanza con espada y bicornio. Cuando nos cruzábamos con él Adolf no hacía la menor alusión ni hablaba tampoco de ello, pues a él no le interesaba en absoluto la persona del emperador, sino el Estado, al que representaba: la Monarquía imperial austro-húngara.
Lo mismo que todos los recuerdos de mi estancia en Viena se agitan llenos de contrastes y han quedado, por ello, más fuertemente grabados en mi memoria, igual sucedió con los acontecimientos políticos en general acaecidos en la ciudad imperial durante aquel agitado año de 1908. Dos acontecimientos contradictorios turbaban entonces a la gente. De una parte, el sexagésimo jubileo del Gobierno del Emperador. En el excitado año de 1848 había subido al trono de los Habsburgo Francisco José, que contaba a la sazón dieciocho años. Seis decenios llevaba, pues, reinando como emperador. El pueblo le tenía gran estima el haberles dado la paz durante esos sesenta años. Desde 1866, es decir, hacía 42 años, no se había conocido ninguna guerra. La joven generación, a la que pertenecíamos también nosotros, no sabía siquiera lo que era una guerra, y se embriagaba con las luchas de los pueblos extranjeros, como la guerra de los boers, que tuvo lugar en los años de nuestra juventud, y la guerra ruso-japonesa, de la que oímos hablar de jóvenes. Pero de la guerra misma no teníamos ninguna idea. El padre de Adolf no había sido nunca soldado. Sólo en alguna que otra ocasión solía hablarnos algún veterano de Königgratz y Custozza. El pueblo veía, por consiguiente, en el Emperador, al guardián de la paz y en todas partes de disponían a conmemorar solemnemente el jubileo del monarca. Nosotros mismos pudimos presenciar con qué emocionante celo tenían lugar por doquier los preparativos. De otra parte, sin embargo, se planteó en relación con este jubileo de 1908 la anexión de Bosnia, una cuestión que en aquel entonces calentaba todas las cabezas. Este considerable aumento externo del poder de la monarquía reveló empero, su debilidad en el interior, pues los acontecimientos no tardaron en augurar la inminente guerra. Fue de poco que ya entonces tuviera lugar lo que seis años más tarde, en 1914, habría de convertirse en realidad. No es ninguna casualidad que la guerra diera principio en Sarajevo. El pueblo de Viena se sentía en aquellos años agitado entre su lealtad al viejo emperador y su preocupación por la inminente guerra, y en medio de ello estábamos nosotros, dos hombres jóvenes y desconocidos. A cada paso se ponían de manifiesto ante nosotros los más crasos contrastes sociales. Ahí estaba la amplia masa de las clases inferiores, que no tenían bastante para comer y que vegetaban en sus míseras viviendas sin luz ni sol. Nosotros debíamos incluirnos, por completo, entre ellas, en nuestra existencia de entonces. Para nosotros no era necesario estudiar esta miseria social de la ciudad. Venía por sí sola a nuestro encuentro. No teníamos más que imaginarnos las húmedas y maltratadas paredes de nuestra habitación, los muebles cubiertos de chinches, el hedor de la lámpara de petróleo para trasladarnos al ambiente en que vivían cientos de miles de seres en esta ciudad. Pero si nos adentrábamos con el estómago hambriento en el centro de la ciudad, veíamos cómo frente a los maravillosos palacios de la nobleza, ante los que montaban guardia altivos criados de librea; o en los lujosos hoteles donde la sociedad burguesa de Viena, la vieja nobleza, muchas veces unida por lazos consanguíneos, los barones de la industria, los grandes hacendados y magnates, celebraban sus deslumbrantes fiestas. Aquí, pobreza, miseria y hambre; allí, fácil goce de la vida, embriaguez de los sentidos y un derroche de lujo.
A mí me atormentaba demasiado la nostalgia para que pudiera deducir cualesquiera consecuencia política de estas contrapuestas experiencias. Pero Adolf, sin hogar, rechazado por la Academia, huérfano de toda posibilidad de poder mejorar su lamentable situación, vivía estos tiempos en una creciente protesta interior. Las evidentes injusticias sociales que le hacían sufrir físicamente conjuraban en él un odio casi demoníaco contra aquella inmerecida riqueza, que salía a nuestro encuentro de manera tan presuntuosa y arrogante. Sólo su violenta oposición a este estado le hacía posible resistir esta “vida de perros”. Es cierto que él mismo era, en gran parte, el culpable de que las cosas hubieran llegado a este extremo. Pero no quería nunca reconocerlo. Más que por el hambre sufría Adolf por la falta de limpieza. En todo lo relativo al cuerpo mi amigo era, comparado conmigo, de una sensibilidad casi enfermiza. Con todos los medios a su alcance se mantenía limpio por lo menos en lo que respecta a la ropa interior y a sus trajes. Quien se hubiera encontrado en la calle con este joven, siempre tan correctamente vestido, no hubiese jamás pensado que debía pasar hambre diariamente y que vivía en una casa trasera llena de chinches en el distrito VI. Su protesta interior contra estas injusticias sociales arrancaba, más que del hambre, de la forzada suciedad del medio en que se veía hundido. La vieja ciudad imperial con su atmósfera de falso brillo y falaz, con su descomposición apenas posible ya de ocultar, fue el suelo en el que se desarrollaron sus ideas sociales y políticas. Lo que llegó a ser más tarde, se formó en esta moribunda ciudad imperial. Aun cuando más tarde escribiera: “Cinco años de miseria y dolor están contenidos para mí en el nombre de esta ciudad”, estas palabras no representan más que el lado negativo de sus vivencias vienesas. El lado positivo para él era que justamente por la continua oposición a la injusticia y desorden social dominante se formó una imagen política a la que más tarde no habría de añadir ya mucho.
A pesar de toda su simpatía y participación en la miseria de la amplia masa, no trató jamás de entrar en contacto directo con los habitantes de la ciudad imperial. El tipo del vienés le era odioso en el fondo del alma. No podía siquiera tolerar su habla suave y melodiosa. Prefería el tosco alemán de la señora Zakreys. Pero odiaba, sobre todo, la indulgencia, la indiferencia de los vieneses, este eterno aplazamiento, este vivir de un día al otro. Todo su carácter estaba en burdo contraste con estos rasgos propios de los vieneses. En tanto alcanza mi recuerdo, Adolf se imponía a sí mismo la máxima reserva, porque el simple contacto con otros seres le era ya físicamente odioso. Pero en su interior bullía, todo en él apremiaba hacia soluciones radicales y totales.
¡Cómo se mofaba Adolf del culto al vino de los vieneses, cómo despreciaba su “estupidez del vino nuevo”! No fuimos más que una sola vez al Prater, y aun ello movidos por el interés. Él no comprendía a la gente que derrochaba su precioso tiempo con estas estúpidas distracciones. Cuando la gente estallaba en risas ante la barraca de una atracción, agitaba indignado la cabeza por tanta tontería y me preguntaba furioso si podía comprender por qué reía esta gente. En su opinión, no hacían sino reírse de sí mismos. Esto podía entenderlo. Además, le repelía la multicolor confusión de vieneses, checos, magiares, eslovacos, rumanos, croatas, italianos y Dios sabe qué países más, que se agolpaban en el Prater. Para él, el Prater no era más que una Babilonia vienesa. Una extraña contradicción me llamaba siempre la atención en él: su pensamiento, su sentimiento y modo de obrar giraban en torno a los seres más desvalidos, los sencillos, honrados, pero carentes de todo derecho, y su deseo era ayudarles en su lucha. Este pueblo de pobres y desheredados estaba siempre presente en todas sus conversaciones y reflexiones. En realidad, sin embargo, evitaba todo contacto con las personas. La abigarrada masa que se agolpaba en el Prater, le era físicamente intolerable. Tan unido como se sentía, en sus sentimientos, a esta pequeñas gentes, no le parecía nunca tenerlas lo bastante alejadas de sí.
Por otra parte, sin embargo, extrañaba también por completo la superioridad y arrogancia de las capas directoras. Pero, mucho menos todavía comprendía la fatigada resignación que en aquellos años hacía presa entre las personas de elevado nivel espiritual. De la certeza de que no era posible ya contener la decadencia del estado de los Habsburgo, se había extendido una especie de fatalismo, justamente entre los tradicionales sostenes de la monarquía, que aceptaba todo lo que traían los tiempos con su típico “No hay nada que hacer” vienés. También entre los poetas vieneses se percibía este agridulce y resignado tono, como entre Rilke, Hofmannstahl, Wildgans, nombres que en aquel entonces apenas si llegaban hasta nosotros, pero no porque nuestros sentidos no estuvieran abiertos a las palabras de un poeta, sino por la única razón de que el ambiente que creaban estos poetas nos era extraño. Es cierto que nosotros veníamos de fuera a dentro, estábamos más cerca del abierto país, de la naturaleza, que de las gentes de esta ciudad. Y, por encima de todo ello, entre estas gentes fatigadas en su esclarecimiento de siglos y los jóvenes de nuestra edad había la considerable diferencia de las generaciones. En tanto que las lamentables condiciones sociales de las que, al parecer, no existía ninguna posible salida, no provocaba más que una sorda apatía y un total desinterés en la vieja generación, forzaban a la nueva generación a la radical crítica y a la más violenta oposición. También en Adolf tendía todo, violentamente, a una clara fijación de su posición y a la defensa. No conocía la resignación. Quien se resignaba, perdía, en su opinión, el derecho a la vida. Sin embargo, se distinguía de la joven generación de aquel entonces en Viena, muy presuntuosa y turbulenta, porque seguía por entero sus propios caminos y no podía identificarse con ninguno de los partidos dominantes en aquel entonces. Aun cuando en él latía una sensación como si fuera el responsable de todo lo que sucedía, en lo más profundo de su ser era un solitario, confiado a sus solas fuerzas y que quería encontrar la meta por sus propios medios.
Hay que mencionar aquí otro aspecto de esta situación. Las visitas de Adolf a Meidling, un barrio abiertamente trabajador. Aun cuando no me hubiera explicado exactamente lo que buscaba allí, sabía yo que quería conocer, por sí mismo, las condiciones de vida y habitación de las familias trabajadoras. No le interesaba a él un destino aislado; quería conocer la vida de la clase. Fue por ello que no contrajo ninguna relación en Meidling, sino que se limitó a obtener una impresión impersonal.
Por más que evitara al contacto demasiado íntimo con las personas, Viena, como ciudad, se había ganado su corazón. Amaba a Viena, pero no a los vieneses; este me parece ser su modo de pensar. No hubiera querido renunciar jamás a esta ciudad, pero sí, con gusto, a sus habitantes. No es de extrañar, por tanto, que las pocas personas que tuvieran algún contacto con él en Viena en años posteriores, le consideraran como un solitario y original, y que tomaran por arrogancia o presunción su rebuscado lenguaje, su noble apariencia, en contraste con su evidente pobreza. Lo cierto es que el joven Hitler no encontró jamás amigos entre los habitantes de esta ciudad.
Pero tanto más le deslumbraba lo que sus gentes habían construido en Viena. ¡La misma Ringstraße! Cuando la vio por primera vez, con sus magníficas y legendarias edificaciones se le apareció como la realización de sus más audaces sueños artísticos. Necesitó mucho tiempo para poder asimilar esta abrumadora impresión. Sólo lentamente pudo adaptarse a esta grandiosa concentración de modernas construcciones monumentales. Muy a menudo tuve que acompañarle en sus paseos por el Ring. Después, me describía con minuciosidad este o aquel edificio, me llamaba la atención sobre determinados detalles, o me describía el origen del edificio. Podía pasarse horas enteras delante de un mismo edificio. En tales ocasiones, no solamente se olvidaba del tiempo, sino también de todo lo que le rodeaba. Yo no podía comprender esta lenta y minuciosa admiración. Lo conocía todo, podía contar más detalles de cualquier edificio que la mayoría de los habitantes de esta ciudad. Si yo me sentía, en ocasiones, impaciente, me increpaba rudamente, diciéndome si yo era realmente su amigo o no. Si era así, debiera compartir también sus intereses. Después, proseguía la conferencia. Una vez en casa me dibujaba el plano, el corte longitudinal o intentaba exponerme algún detalle particularmente interesante. Tomaba prestadas obras que le informaban del origen de las distintas edificaciones. La Ópera Imperial, el Parlamento, el Teatro Municipal, la Karlskirche, los Museos Imperiales, el Ayuntamiento; cada vez traía nuevos libros, incluso un estudio de conjunto de la arquitectura. Me llamaba la atención sobre los distintos estilos. Particularmente me indicaba, una y otra vez, cómo en las edificaciones de la Ringstraße podían comprobarse las trazas de los artesanos nativos en sus distintas realizaciones.
Cuando se había propuesto conocer una determinada construcción no se daba jamás por satisfecho con la impresión externa. Me sorprendía continuamente con lo exacto de su conocimiento sobre los portales laterales, escalinatas, incluso sobre los accesos menos conocidos o puertas traseras. Trataba de acercarse al edificio desde todos los lados. Nada odiaba más que las fachadas pomposas y altivas, cuyo único objeto era disimular alguna solución fundamental poco afortunada. Las bellas fachadas le eran siempre sospechosas. El yeso lo consideraba un material poco sólido, del que debía abstenerse un arquitecto. No se dejaba jamás engañar, y a menudo me hizo observar que esta o aquella solución, concebida con el único objeto de impresionar la vista, no era más que un bluff. La Ringstraße se convirtió para él en un objeto vivo de su contemplación, en el que podía medir sus conocimientos arquitectónicos y demostrar sus puntos de vista.
En aquel entonces empezaron a surgir ya los proyectos para la estructuración de las grandes plazas. No puedo recordar ya exactamente sus realizaciones. Así, por ejemplo, la Plaza de los Héroes, situada entre el Hofburg y el Volksgarten, le parecía una solución realmente ideal para las manifestaciones de masas, no solamente porque el semicírculo del complejo de sus edificaciones encerraba de manera peculiar a las gentes allí congregadas, sino también porque cada uno de los componentes de esta masa, doquiera que se dirigiese, percibía grandes impresiones monumentales. Yo acogía estas palabras como el ocioso juego de una exagerada fantasía, pero debía participar una y otra vez, de estos experimentos. Adolf amaba también sobremanera la plaza de Schwarzenberg. Algunas veces aprovechábamos un descanso en la representación de la ópera para dirigirnos a esta plaza, para admirar la fuente de aguas luminosas que brotaban como una escena de leyenda en medio de la nocturna oscuridad. Esta escena correspondía por entero a sus sentimientos. De manera incesante se elevaban a lo alto las espumeantes aguas, en tanto que los reflectores de distintos colores hacían aparecer el agua a veces de un rojo ardiente, luego de un brillante amarillo, y luego, de nuevo, de un radiante azul. El color y el movimiento permitían lograr una increíble plenitud de matices y efectos luminosos que expandían el hálito de lo irreal, de lo ultraterreno, incluso por toda la amplia zona.
También durante la época de Viena le ocupaban grandes proyectos, partiendo de la arquitectura de la Ringstraße: salas de concierto, teatros, museos, palacios, exposiciones. Pero su manera de ver las cosas empezó a tomar, lentamente, otra orientación. En un principio estas edificaciones monumentales eran tan perfectas en cierto sentido, que su incontenible afán de reconstrucción no encontraba en ellas nada que modificar o mejorar. En Linz, las cosas habían sido diferentes; prescindiendo, quizá, de las pesadas e imponentes masas del viejo palacio, Adolf se había mostrado en todo momento descontento de las construcciones vistas. No es de extrañar, por consiguiente, que encontrara una solución nueva y más digna para el ayuntamiento de Linz, estrecho y comprimido entre los edificios de la Plaza Principal, y en modo alguno representativo; y que en nuestros paseos por la ciudad reconstruyera todo Linz en su fantasía. Con Viena sucedía de forma distinta. No era porque le resultase difícil desde el punto de vista del espacio concebir y enjuiciar como una unidad la imagen de la gigantesca ciudad desarrollada en enormes dimensiones, sino porque al aumentar su interés por la política se ocupó cada vez más de la necesidad de viviendas sanas y adecuadas, principalmente para la gran masa de la población. En Linz le había sido siempre indiferente la reacción de las gentes afectadas por sus grandes proyectos de construcción ante sus proyectadas modificaciones. Lo que me expuso en las largas conversaciones nocturnas, lo que dibujaba y proyectaba no era ya, como en Linz, el proyectar por el proyecto mismo, sino una planificación consciente, adaptada a las necesidades y exigencias de los habitantes. En Viena, sin embargo, empezó lentamente a construir para las personas. Este desarrollo podría designarse de la siguiente manera: en Linz, una edificación todavía puramente arquitectónica, en Viena, una edificación social. Desde un punto de vista externo puede atribuirse este cambio a la circunstancia de que Adolf se encontraba aún relativamente bien en Linz, particularmente en la bella morada de Urfahr. Por el contrario, en la sombría y hosca vivienda de la Stumpergasse en Viena, cada mañana al despertar, al ver las desnudas paredes, la vacía perspectiva, se daba cuenta de que la arquitectura no era, como había creído hasta entonces, ante todo una tarea de la representación, sino más bien un problema de higiene social, que debería liberar a la gran masa de sus míseras viviendas.
“Delante de los palacios de la Ringstraße sufrían hambre miles de parados y debajo de esta Via Triumphalis de la vieja Austria moraban, en la penumbra y el fango de los canales, los carentes de hogar.” Con estas palabras del libro Mein Kampf anuncia Hitler aquella mirada retrospectiva típica para aquellas semanas y meses, que le llevó, de la reverente admiración por una gran arquitectura imperial, a un estudio de la miseria social. “Me estremezco aún hoy al pensar en las miserables cuevas utilizadas como viviendas, en los refugios y viviendas en masa, en este sombrío cuadro de basura, repugnante suciedad y humillaciones.”
Adolf me había explicado que durante el invierno anterior, cuando se encontraba todavía solo en Viena, habíase dirigido a menudo a las salas de calefacción públicas, con el fin de ahorrar el material de calefacción, que la estropeada estufa consumía en ingentes cantidades sin dar, en cambio, un calor permanente. En este lugar podía disponerse gratuitamente de una estancia provista de calefacción, y se encontraban allí periódicos en número suficiente. Supongo que fue al escuchar las conversaciones de las gentes acudidas a este lugar donde Adolf se dio cuenta por primera vez de las estremecedoras condiciones y de la miseria que imperaba en la gigantesca ciudad.
En ocasión del recorrido en busca de habitación con que fue celebrada, por decirlo así, mi entrada en Viena, pude notar yo un anticipo de lo que nos esperaba en esta ciudad en miseria, necesidad y suciedad. En los oscuros y malolientes patios interiores, escaleras arriba y abajo, en los desiertos vestíbulos, repulsivamente sucios, por delante de puertas detrás de los cuales adultos y niños en estrecha promiscuidad se repartían en estrechos espacios carentes de todo sol, y con gentes tan arruinadas y miserables como lo que les rodeaba, esta impresión se ha quedado grabada en mí de manera tan imborrable como su reverso, en la única casa que hubiera correspondido en cierto modo a nuestros deseos estéticos e higiénicos, en la que encontramos aquella perversión potencial que en la figura de la seductora Putifar se nos apareció aún más repulsiva que la miseria de las pequeñas gentes.
Siguieron muchas horas nocturnas en las que Adolf, caminando arriba y abajo entre la puerta y el piano me describía, con drásticas palabras, las causas de estas desoladoras condiciones de las viviendas. Empezó con nuestra propia casa. Sobre una superficie que apenas alcanzaría para un jardín digno de este nombre se levantaban, estrechamente comprimidos, tres complejos de edificios, que se interponían mutuamente entre sí y que se quitaban el uno al otro la luz, el aire y la posibilidad de todo movimiento. ¿Por qué? Porque el hombre que ha adquirido este pedazo de terreno quiere beneficiarse lo máximo posible de él. Así, pues, debe edificar lo más estrecha y lo más alto posible, pues cuanto más amontonadas estén estas primitivas viviendas, a manera de cajas superpuestas, tanto mayores serán sus ingresos. El inquilino, por su parte, debe procurar obtener el mayor provecho posible de su alojamiento. Es por ello que cede algunas habitaciones, a menudo las mejores, a realquilados, como nuestra buena señora Zakreys. Y los realquilados se estrechan aún en lo posible, para dejar sitio a un huésped para la noche. Uno quiere aprovecharse del otro. ¡Y el resultado! Que todos ellos, exceptuando el dueño de la casa, apenas si tienen sitio para vivir. Aterradoras eran, también, las viviendas en los sótanos, carentes de toda luz y sol. Y si esto es ya intolerable para los adultos, los niños deben perecer en ellas de manera inevitable. La conferencia de Adolf culminó con un colérico ataque contra la especulación de los terrenos y la explotación por parte de sus propietarios. Todavía resuenan en mi oído unas palabras suyas, escuchadas entonces por primera vez: “¡Estos “propietarios profesionales” que hacen negocio de la miseria de las masas! El pobre inquilino no le conoce por lo general, pues ellos no suelen vivir en sus propios tabucos, ¡Dios les libre!, sino en Hientzing o en Wien in Grinzing, en elegantes villas, en las que tienen un rico exceso de lo que niegan a los demás.” En otra ocasión empezó Adolf sus reflexiones desde el punto de vista del inquilino. “¿Qué es lo que necesita un pobre diablo como él para vivir de manera razonable? Luz —las casas deben levantarse libremente—. Deben disponer de jardines, superficies libres para los juegos de los niños, aire; debe poderse ver el cielo, algún espacio verde, un modesto pedazo de naturaleza. Pero, fíjate en nuestra casa trasera —me decía entonces—: el sol no luce más que en el tejado. El aire... será mejor que no hablemos siquiera de él. El agua: un solo grifo en el rellano de la escalera, al que deben acudir, con cubos y recipientes, los ocho inquilinos. El retrete, enormemente antihigiénico, común para todos los inquilinos del rellano, y para el que deben establecerse casi turnos para su utilización. Y luego, por todas partes: ¡los chinches!”
Cuando en las semanas siguientes le preguntaba a veces a Adolf —ahora sabía ya que no había sido admitido para el ingreso en la Academia—, dónde acostumbraba pasar el día, la respuesta era:
—Trabajo en la solución de las viviendas pobres en Viena y hago determinados estudios con ese fin. Para ello tengo que estar mucho fuera de casa.
Era ésta la época en que se pasaba a menudo la noche entera inclinado sobre sus planos y dibujos. Sin embargo, no aludía a ellos en absoluto. Y yo no le pregunté tampoco nada más acerca de sus trabajos.
Fue entonces, me parece que era a finales del mes de Marzo, cuando me dijo:
—Estaré ausente durante tres días.
Cuando Adolf regresó, al cabo del cuarto día, parecía mortalmente fatigado. Sabría Dios por dónde habría corrido, dónde dormido y el hambre que habría pasado, una vez más. De sus lacónicas explicaciones pude deducir que había regresado a Viena “desde afuera”, tal vez desde Stockerau o desde Marchfeld, con el fin de informarse de los terrenos disponibles para aligerar la edificación de la ciudad. Una vez más trabajó durante toda la noche. Finalmente, pude ver yo su proyecto.
En un principio eran éstos sencillos dibujos de sus planos: viviendas para obreros con un mínimo de habitaciones: cocina, sala de estar, dormitorios separados para padres e hijos, agua en la cocina, retrete y —lo que entonces era una inaudita novedad— ¡baño! Luego me mostró Adolf bosquejos de los distintos tipos de viviendas, limpiamente dibujados en tinta china. Los recuerdo tan exactamente porque estos dibujos permanecieron durante semanas enteras clavados a la pared y llevaba una y otra vez a ellos la conversación.
A la vista de nuestra existencia como realquilados en una habitación carente de aire y de luz, el contraste entre lo que nos rodeaba y estas alegres casitas, situadas en pleno campo, se me puso especialmente de relieve, pues tan pronto la vista resbalaba de los bellos dibujos, caía sobre la desconchada pared, en la que podían notarse claramente las huellas de nuestras nocturnas cacerías de chinches. Este vivo contraste hizo que los amplios y generosos proyectos de mi amigo quedaran grabados de manera imborrable en mi mente.
“Se derrumban los bloques de viviendas.” Con esta lapidaria frase empezaba Adolf su tarea. Me hubiera sentido asombrado de que la cosa fuera de distinta manera, pues en todo lo que proyectaba se lanzaba siempre a fondo y despreciaba las medianías y compromisos. De ello cuidaba ya la vida misma. Su misión, por el contrario, era resolver el problema de manera radical, es decir, desde la raíz. El terreno es sustraído a la especulación privada. Las superficies liberadas en los barrios obreros demolidos deben ensancharse por espacios situados delante del Wienerwald, a ambos lados del Danubio. Anchas carreteras cruzan el espacio abierto. Sobre el extenso terreno a edificar se tiende una tupida red de ferrocarriles. En lugar de las enormes estaciones se levantan, solamente, estaciones locales, que abastecen una región determinada y que crean un sistema de comunicaciones lo más favorable posible entre la vivienda y el lugar de trabajo. En aquel entonces no se concedía todavía una importancia especial al automóvil. Los fiacres dominaban todavía en el cuadro de la ciudad de Viena. La bicicleta, en nuestra niñez aún un peligroso instrumento deportivo, se convirtió, lentamente, en un medio de transporte barato y cómodo. No obstante, los transportes en masa podían realizarse solamente con la ayuda del ferrocarril.
Lo que Adolf había proyectado no eran en modo alguno casitas para una familia, tal como se construyen actualmente, pues no sentía el menor interés por las “colonias”. Su máxima aspiración era un desglose más o menos esquemático de los grandes bloques de viviendas. La casa para cuatro familias era la unidad más pequeña, bosquejada limpiamente en sus características fundamentales, en una construcción bien concebida y de una sola planta, con cuatro pisos en ésta. Esta unidad básica formaba el tipo predominante de vivienda. Allí donde lo exigían las comunicaciones y las condiciones del trabajo esta casa para cuatro familias debía reunirse en complejos para ocho o hasta dieciséis familias. Pero también estos tipos de edificaciones permanecían “cerca del terreno”, es decir, tenían un solo piso y estaban rodeadas y llenas de vida por jardines, campos de juego para los niños y grupos de árboles. No debía excederse de la casa para dieciséis familias.
Con ello estaban ya fijados los tipos de casitas necesarios para el descongestionamiento de la ciudad, y mi amigo podía pasar ya a su realización. A la vista de un enorme plano de la ciudad, que no cabía ya sobre la mesa y que hubo de ser por tanto extendido sobre el piano, fijó Adolf la red ferroviaria y las carreteras. Se determinaron los centros industriales, disponiéndose en consecuencia los complejos de viviendas. Yo no era más que un obstáculo en esta ambiciosa planeación. En toda nuestra habitación no quedaba ya un pedazo de suelo libre que no hubiera sido puesto al servicio de esta misión. Si Adolf no hubiera llevado este asunto con tan hosca gravedad, todo esto hubiera sido considerado simplemente como un interesante pero ocioso juego. En realidad, sin embargo, me deprimía de tal manera nuestra mísera situación, que me puse al trabajo casi con la misma amarga decisión que mi amigo, sin duda la razón de que todos estos detalles hayan quedado grabados tan firmemente en mi memoria.
A su manera pensaba Adolf en todo. Recuerdo todavía sus dudas acerca de si esta reconstruida Viena habría de necesitar o no de cervecerías. Adolf rechazaba el alcohol de manera tan radical como la nicotina. Y si uno no fumaba ni bebía, ¿para qué quería las cervecerías? De todas formas, encontró una solución tan radical como generosa para esta nueva Viena: ¡una nueva bebida popular! En cierta ocasión hube de tapizar yo en Linz algunas habitaciones en las oficinas de la fábrica de café de higos Franck. Adolf me visitó en aquel entonces, mientras yo me dedicaba a este trabajo. La firma solía dar a sus trabajadores una bebida muy buena, a base de café, un vaso de la cual costaba solamente un Heller. Esta bebida le había gustado tanto a Adolf, que no se olvidó de ella. Si se abastecía todas las casas con esta bebida barata y refrescante, o con algún producto semejante carente de alcohol, podrían evitarse las cervecerías. Cuando yo le repliqué que, por lo que yo conocía a los vieneses, me parecía difícil que renunciaran a su vino, me contestó bruscamente:
—¡Nadie te pregunta tu opinión!
Lo que con otras palabras quería decir: “Ni tampoco a los vieneses.”
Adolf se manifestaba con especial crudeza contra aquellos estados que habían monopolizado la venta del tabaco, entre los que se contaba también Austria. Con ello, el propio estado arruinaba la salud de sus ciudadanos. Por consiguiente, todas las fábricas de tabaco deberían ser cerradas y prohibida también la importación de toda clase de tabaco. De todas formas, Adolf no consiguió encontrar ningún sustitutivo para el tabaco en el sentido de la “bebida popular”.
Cuando más se aproximaba Adolf en sus pensamientos a la realización de su proyecto, tanto más utópico se convertía todo el asunto. Siempre que se tratara de proyectar tenía todo aún pies y cabeza. Pero en la realización operaba Adolf con conceptos bajo los que no me podía representar nada práctico. Como realquilado, que debía pagar mensualmente diez coronas, duramente ganadas por mi padre, por la mitad de una habitación llena de chinches, podía comprender perfectamente que en esta Nueva Viena no debieran existir ya propietarios ni inquilinos. El terreno pertenecía al Estado y tampoco las viviendas eran propiedad particular, sino que eran administradas por una especie de comunidad de la vivienda. En lugar del alquiler debía pagarse, por tanto, simplemente, una contribución para la edificación de las casas, es decir, una especie de impuesto sobre la vivienda. Hasta aquí podía seguirle yo todavía. Pero mi pregunta, tan desdichada al parecer: “Sí, pero con ello no será posible financiar una empresa tan amplia. ¿Quién deberá costear estas construcciones?”, tropezaba con la más viva resistencia. Adolf me lanzaba sus réplicas con cólera, de las cuales yo no entendía mucho. No puedo recordar, tampoco, en todos sus detalles, estas discusiones, planteadas enteramente sobre conceptos abstractos. Recuerdo, sin embargo, algunas expresiones que se repetían regularmente, y que, cuanto menos me revelaran en realidad, tanto más me imponían, y es por ello que se han quedado grabadas más firmemente en mi memoria.
Los aspectos básicos de todo el proyecto serían resueltos, según palabras de Adolf, en el “embate de la revolución”. Era ésta la primera vez que se escuchaban estas trascendentales palabras en nuestra mísera habitación. No sé si Adolf sacó su inspiración para ello en alguna de sus voluminosas lecturas. De todas formas, allí donde el curso de sus pensamientos se había atascado, surgía siempre la osada expresión del “embate de la revolución”, que daba también un impulso cada vez renovado a sus pensamientos e ideas. En mi opinión, bajo estas palabras era posible representárselo todo, o nada. Adolf se mantenía en su “todo”, y yo en mi “nada”, hasta que con su sugestiva elocuencia me había convencido también a mí de que no se precisaba más que una violenta tormenta revolucionaria sobre la tierra, vieja y cansada, para despertar a la vida todo lo que él ya tenía anticipado en sus pensamientos y en sus proyectos, de la misma manera como una suave lluvia de finales de estío hace brotar setas en todos los rincones y lugares.
Otra expresión que se repetía regularmente era la palabra “Estado ideal alemán”, que jugaba un papel dominante en sus pensamientos junto con el concepto de “Reich”. Este “Estado ideal” estaba concebido tanto nacional como social. Social, ante todo, desde el punto de vista de la miseria de las masas trabajadoras. Adolf se ocupaba, cada vez más intensamente, de sus ideas sobre un Estado que hiciera justicia a las necesidades sociales de nuestra época. Esta imagen era todavía oscura en sus detalles, y era fuertemente influenciada por sus lecturas. Por ello eligió la palabra de “Estado ideal” —tal vez la hubiera leído en alguno de sus numerosos libros— y dejaba al tiempo el estructurar hasta en sus menores detalles este concepto de Estado ideal, concebido, por el momento, sólo en sus rasgos generales, naturalmente, con su definitiva orientación hacia el “Reich”.
Una tercera frase que en aquella época empezaba a sonar de manera habitual, la aplicó Adolf, también, por primera vez, en relación con estos osados planes de reconstrucción; ¡La reforma social! En esta frase había encontrado cabida muchas cosas que todavía no habían acabado de gestarse en su cabeza. Pero el celoso estudio de las obras políticas y la asistencia a las sesiones del Parlamento, a lo que me obligaba también a mí, llenaban esta fraseología de la reforma social, lentamente, con un contenido más concreto.
Cuando un día estallara el “embate de la revolución” y surgiera el “Estado ideal”, se convertiría, también, en realidad, esta “reforma social”, esperada desde hacía tanto tiempo. Entonces sería llegado el instante de derribar las construcciones de los “propietarios profesionales” y empezar la construcción de sus urbanizaciones de casitas en las bellas y atractivas llanuras detrás de Nussdorf.
He comentado con tanto detalle estos proyectos de mi amigo, porque me parecen extraordinariamente típicos para el ulterior desarrollo de su carácter y de sus pensamientos en ocasión de su estancia en Viena. Desde un principio había yo comprendido que a mi amigo no podía serle indiferente la miseria de las masas de la gran ciudad. Le conocía demasiado bien y sabía que no cerraba los ojos ante nada y que por esto su modo de ser era incapaz de pasar con indiferencia y desinterés ante cualquier fenómeno general. Pero no hubiera creído jamás que estas experiencias en los arrabales vieneses pudieran dar un impulso tan inaudito a sus pensamientos. En lo más íntimo de mi ser había tenido yo a mi amigo por un artista, y hubiera comprendido, ciertamente, que se hubiera indignado ante la vista de estas masas hundidas, sin remisión, en la miseria, pero que se hubiera mantenido alejado de este espectáculo en su interior, para no ser arrastrado al abismo por la insoslayable fatalidad que se cernía sobre esta gran ciudad. Yo contaba con su fino sentido, con su percepción estética, con su continuo temor a entrar en contacto físico con otras personas —¡raras veces tendía la mano a los demás! — y creía que esto le sería suficiente para distanciarse abiertamente de las masas. Y así fue, en efecto. Pero solamente por lo que se refiere a un trato personal. Con todo su corazón, sin embargo, se alineó entonces en las filas de los desheredados por el destino. No sentía compasión, en el sentido corriente de la palabra, por estas masas huérfanas de todo derecho. Esto le hubiera parecido demasiado poco. No se limitaba a sufrir con ellos, sino que vivía también para ellos, y consagraba toda su capacidad y todos sus pensamientos a liberar a estos seres de su miseria y de su opresión. No cabe la menor duda de que esta ardiente voluntad y deseo por una total reorganización de la vida entera, considerado desde un punto de vista personal, era la respuesta dada por él al destino, que, golpe tras golpe, le habría llevado también a él a la miseria.
Gracias a estos amplios y generosos trabajos, concebidos para “todos”, y que se dirigían, también, a “todos”, podía encontrar nuevamente Adolf el equilibrio interno perdido. Las semanas de turbios presentimientos y de graves depresiones anímicas habían ya pasado. Su pecho estaba, una vez más, henchido de confianza y valor.
Pero, por el momento, la vieja y bondadosa Maria Zakreys era la única que se ocupaba de todos estos planes. Mejor dicho, no se ocupaba ya, pues había renunciado a poner orden en esta confusión de planos, dibujos y bosquejos. Se daba por satisfecha con que los dos estudiantes de Linz le pagaran puntualmente el alquiler.
Adolf se había propuesto hacer de Linz tan sólo una ciudad bella y atractiva, que destacase, por encima de su insignificancia provinciana, por sus representativas construcciones. Viena, por el contrario, quería convertirla en una moderna ciudad, en la que le era indiferente el aspecto representativo —esto lo dejaba por entero a la Viena imperial—, sino que su única pretensión era que las masas sin hogar, alejadas del suelo y, por tanto, también, del pueblo, pudieran ponerse de nuevo en pie.
La vieja ciudad imperial se convirtió en la mesa de dibujo de un jovencito de diecinueve años que vivía en una destartalada casa trasera del arrabal de Mariahilf, en una ciudad llena de luz y de vida, extendida hacia el campo abierto y compuesta por casitas de cuatro, ocho y dieciséis familias.

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