Werwolf

"Sehen wir uns ins Gesicht. Wir sind Hyperboreer". Nietzsche

Saturday, September 02, 2006

Hitler mi amigo de juventud XIII


MUERTE DE LA MADRE

Recuerdo todavía que la madre de Adolf hubo de someterse a una grave operación a principios del año 1907. En aquel entonces ingresó en el Hospital de las Hermanas de la Caridad en la Herrenstraße, donde él la visitaba diariamente. La operación la llevó a cabo el entonces médico jefe Dr. Urban. No recuerdo exactamente la enfermedad de que se trataba, aun cuando es probable fuera cáncer de pecho. La señora Clara se restableció hasta el punto de llevar nuevamente el cuidado de la casa, pero se sentía muy débil y abatida lo mismo que antes, y tuvo que guardar de nuevo cama. No obstante, algunas semanas después de partir Adolf para Viena, pareció encontrarse mejor, pues para mi sorpresa me la encontré una mañana, casualmente, en el paseo donde se celebraba en aquel entonces el mercado, y en el que las campesinas de los alrededores de la ciudad venían a vender huevos, mantequilla y verduras.
—Adolf se encuentra bien— me explicó gozosa —; ¡si yo pudiera saber qué es lo que estudia en realidad! Por desgracia, no me escribe nada de ello. Pero es fácil de imaginar que tiene mucho que hacer.
Era ésta una buena noticia, que también a mí me llenó de alegría, pues Adolf no me había comunicado nada de sus actividades en Viena. Nuestra correspondencia versaba casi exclusivamente sobre “Benkieser”, es decir, sobre Stefanie. Pero la madre no debía saber nada de todo ello. Pregunté también a la señora Clara cómo se encontraba ella. No se encontraba muy bien, me dijo. Sentía fuertes dolores y por las noches no podía, a menudo, dormir. No obstante, me rogó que no dijera nada de ello a Adolf. Quizá mejorara de nuevo su estado. Al despedirme, me invitó a visitarla pronto.
En el taller había mucho que hacer. El negocio no había ido nunca tan bien como en este año. Se recibía un encargo después de otro. Para un pabellón recién construido de la Clínica de Mujeres debíamos suministrar cincuenta camas completas. A pesar del intenso trabajo, aprovechaba todas las horas libres para mis estudios musicales. Yo actuaba como solista de viola, tanto en la orquesta de cuerda de la Asociación Musical como en la gran Orquesta Sinfónica. Así iban pasando las semanas y me parece que sería ya a últimos de Noviembre cuando tuve, finalmente, ocasión de hacer una visita a la señora Hitler. Me aterré al volverla a ver. Su querido y bondadoso rostro aparecía marchito y decaído. Me tendió la mano, delgada y pálida, desde su lecho. La pequeña Paula me acercó una silla junto a la enferma. Empezó en seguida a hablar de Adolf y se mostraba feliz por el tono confiado que se desprendía de sus cartas. Le pregunté si le había informado de su enfermedad. Si la fatigaba escribir a Adolf, yo podía hacerlo por ella. Pero ella se negó, al instante, decididamente. Si su estado no mejoraba, manifestó, no le quedaría otra solución que hacer regresar a Adolf de Viena. Es cierto que sentiría mucho tener que arrancarle de sus intensas actividades, pero ¿qué otra solución cabía si no? La pequeña debía ir cada día a la escuela. Angela tenía ya sus propias preocupaciones (en aquel entonces esperaba su segundo hijo) y no podía contar en absoluto con su yerno Raubal. Desde que había protegido a Adolf en contra de él, defendiendo su decisión de dirigirse a Viena, se mostraba Raubal enojado con ella y no se dejaba ver. E impedía que Angela, su esposa, cuidara también de su madre. Así, pues, no le quedaría más solución que ingresar en el hospital, tal como le había aconsejado el médico. El médico de cabecera de la familia Hitler era el doctor Bloch, muy estimado en todas partes, y al que se conocía en la ciudad con el cariñoso nombre de “médico de los pobres”, un notable especialista y una persona de gran corazón, que se sacrificaba por sus enfermos. Si el doctor Bloch aconsejaba a la señora Hitler el ingreso en el hospital, su estado debía ser muy grave. Me pregunté si acaso no sería mi deber informar de ello a Adolf. La señora Clara me dijo cuán terrible era para ella que Adolf estuviera tan lejos en estos momentos. Nunca como en esta visita comprendí yo tan claramente cuánto dependía ella de su hijo. Todo lo que en ella había todavía de fuerza y vida, lo consagraba a su preocupación por él. En estas semanas de dolor tal vez presintiera ella, que por causa de sus peculiares disposiciones le aguardaba a su hijo un destino extraordinario. Finalmente, me prometió informar a Adolf de su situación. Al despedirme esta noche de la señora Clara, me sentía yo sumamente descontento conmigo mismo. ¿Existiría acaso algún medio para ayudar a esta pobre mujer? Yo sabía bien cuánto amaba Adolf a su madre. Era preciso hacer algo. La pequeña Paula era demasiado pusilánime, demasiado torpe, si la madre necesitaba realmente ayuda. Una vez de nuevo en mi casa, hablé con mi madre. Ésta se manifestó en el acto dispuesta a visitar de vez en cuando a la señora Hitler, a pesar de que no la conocía siquiera personalmente. Sin embargo, mi padre se opuso a esta decisión, puesto que dado su carácter meticuloso y exageradamente correcto consideraba improcedente ofrecer sus servicios sin haber sido solicitados. Al cabo de algunos días fui de nuevo a visitar a la señora Clara. La encontré levantada, trabajando en la cocina. Se sentía algo mejor, por lo que lamentaba vivamente haber informado a Adolf de su enfermedad. Por la tarde estuve largo rato sentado a su lado. La señora Clara se sentía más locuaz que de costumbre, y empezó a hablarme de su propia vida, muy en contra de lo usual en ella. Algunas cosas pude comprenderlas, otras las deduje, aun cuando la mayor parte de ellas quedó por decir, y así presentí, a mis diecinueve años, y a quien la vida pareciera mirar todavía con tanta confianza y henchido de promesas, un difícil futuro.
Pero en el taller apremiaba el trabajo. Se acercaba el término fijado para la entrega de las camas encargadas y el plazo debía cumplirse irremisiblemente. Mi padre no conocía aquí ninguna consideración. También en lo que se refiere a mis ambiciones artísticas, su lema era: primero el trabajo, luego la música. Además, como dentro de poco debía tener lugar una gran representación, un ensayo de la orquesta seguía al otro. Algunas veces no sabía yo, realmente, cómo podría arreglármelas con mi tiempo. Y así, una mañana, mientras yo estaba afanosamente dedicado a rellenar los colchones, Adolf compareció en el taller. Su aspecto era lamentable; su rostro de una palidez casi traslúcida, los ojos turbios y su voz sonaba ronca. Sin embargo, pude adivinar cuánto dolor se ocultaba detrás de esta férrea actitud. Daba la impresión de que luchaba contra la fatalidad.
Apenas un saludo, ninguna pregunta por Stefanie, ni una sola palabra de lo que había vivido en Viena.
—El médico dice que es incurable— esto fue todo lo que pudo decir Adolf.
Me sentí aterrado por este inequívoco diagnóstico. Probablemente, había sido informado por el doctor Bloch del estado de su madre. Quizá hubiera, incluso, solicitado el consejo de algún otro médico. Pero no podía resignarse a esta dura sentencia.
Sus ojos refulgían. La cólera se percibía en ellos:
—Incurable; ¿qué significa esto? —barbotó—. No es que la dolencia sea incurable, sino que los médicos no son capaces de curar. Mi madre no es siquiera demasiado vieja. Cuarenta y siete años no son ninguna edad a la que deba morirse forzosamente. Pero tan pronto como los médicos han llegado al término de su sabiduría, se dice al momento, incurable. Es posible que si mi madre viviera en una época posterior, la misma enfermedad, sería posible curarla.
Yo conocía bien la peculiar idiosincrasia de mi amigo, que le incitaba a convertir en un problema todo lo que se le oponía en la vida. Sin embargo, nunca me había hablado con tal amargura, con tanta pasión como ahora. De repente me pareció como si Adolf, pálido, excitado, alterado hasta lo más profundo de su ser, se encontrara directamente ante la muerte, acechando con dureza y crueldad a su víctima, y pretendiera discutir y ajustar cuentas con ella.
Pregunté a Adolf si necesitaba mi ayuda. Pasó por alto la pregunta, tanto le abstraía esta discusión. Después interrumpió bruscamente la conversación, y explicó con voz serena y objetiva:
—Me quedaré en Linz para llevar la casa en lugar de mi madre.
—¿Podrás hacerlo? — le pregunté yo.
—Todo es posible cuando hay que hacerlo.
Con ello había terminado la conversación. Yo acompañé a Adolf hasta la puerta de su casa. Estaba seguro que ahora me preguntaría por Stefanie, tal vez no había querido preguntar por ella en el taller. Me hubiera alegrado mucho de ello, pues yo había llevado a cabo con la mayor meticulosidad mis observaciones y, aun cuando no hubiera tenido lugar el diálogo esperado, podía referirle muchas cosas de la muchacha. Por otra parte, confiaba en que Adolf encontraría consuelo en Stefanie en medio de sus espantosos conflictos anímicos. No cabe duda de que así fue, en efecto. Es seguro que en estas semanas Stefanie significó mucho más para él que en ningún momento anterior. Pero retuvo en su corazón toda pregunta acerca de ella, hasta tal punto estaba la preocupación por su madre en el primer término de todos sus pensamientos y sus acciones.
No puedo fijar con exactitud la fecha en que Adolf regresó de Viena. Tal vez fuera en uno de los últimos días de Noviembre, o quizá hubiera principiado ya Diciembre. Pero las semanas que siguieron quedarán grabadas de manera imborrable en mi recuerdo. En un cierto sentido fueron las semanas más bellas e íntimas de nuestra amistad. Hasta qué punto conmovieron mi ánimo estos días, puedo deducirlo del hecho de que en ninguna otra época de mi amistad con Adolf Hitler se hubieran grabado tantos detalles en mi memoria. Parecía como transformado. Yo había creído hasta entonces conocerle a fondo y desde todos los lados. Después de todo, habíamos vivido más de tres años en una estrecha amistad que excluía cualquiera otra relación, en la que no nos habíamos ocultado nada. Sin embargo, en estas semanas me parecía como si, de repente, mi amigo se hubiera convertido en un ser completamente distinto.
No hablaba ya de los problemas e ideas que tanto le agitaran antes. ¡Todas sus fantasías de política parecían borradas! Apenas si podía adivinarse en él nada de sus intereses artísticos. No era más que el fiel y servicial hijo de su madre.
Yo no había tomado muy en serio la noticia comunicada por Adolf de que se haría cargo del cuidado de la casa en la Blütenstraße. Sabía bien en cuán poca estima tenía Adolf estas ocupaciones, tan necesarias en sí, pero tan monótonas y desagradables. Me sentía, por consiguiente, escéptico en relación con este propósito, y tenía la seguridad de que todo quedaría en algunos intentos bien intencionados.
Pero me equivoqué por completo. Conocía demasiado poco a Adolf desde este punto de vista, y no había tenido en cuenta que el ilimitado amor que sentía por su madre le permitiría llevar a cabo estas actividades domésticas, tan menospreciadas por él hasta entonces, y con tal propiedad, que la madre no se cansaba de alabarle. Un día, cuando fui a visitarle a la Blütenstraße, encontré a Adolf arrodillado en el suelo. Se había atado un delantal a la cintura y fregaba el suelo de la cocina, no limpiado durante tanto tiempo. Me sentí enormemente asombrado, y debí poner una cara extraña, pues la señora Clara sonrió con expresión feliz en medio de sus dolores y exclamó, dirigiéndose hacia mí:
—Se extraña usted de lo que sabe hacer mi Adolf, ¿no es cierto?
Me di cuenta también de que Adolf había cambiado la instalación de la casa. El lecho de la madre estaba ahora en la cocina, más caliente durante el día, de forma que la enferma tuviera siempre calor. Adolf trasladó a la sala de estar el aparador de la cocina, para colocar, en el espacio así liberado, la otomana sobre la que él dormía. Así podía estar al lado de la madre también durante la noche. La pequeña dormía en la sala de estar. No pude por menos que preguntar cómo le iba en la cocina.
—Tan pronto como acabe de fregar podrás verlo tú mismo— contestó Adolf.
Pero la señora Clara se adelantó a mi juicio. Cada mañana consultaba ella con Adolf lo que debía prepararse para la comida del mediodía. Él tenía siempre buen cuidado en elegir los platos favoritos de la madre. Todo le salía tan bien que ella no podía hacerlo mejor. La comida sabía de manera maravillosa, afirmaba la señora Clara, hacía tiempo que no había comido con tanto apetito como desde los días en que Adolf estaba de nuevo a su lado.
Yo miré a la señora Clara, que se había incorporado en el lecho. En el celo de la conversación, sus mejillas, por lo general tan pálidas, habían enrojecido ligeramente. La alegría por el regreso del hijo y sus devotos cuidados iluminaban el grave y agotado rostro. Pero detrás de esta maternal alegría se mostraban inequívocamente los signos del dolor. Los profundos surcos en la sinuosa boca, los hundidos ojos, todo ello revelaba que el diagnóstico del médico había sido acertado.
Realmente hubiera debido saber yo que mi amigo no podía tampoco fracasar en esta tarea, por desusada que ésta fuera para él, pues lo que él hacía lo hacía hasta el fin. A la vista de la gravedad con que se hacía cargo del cuidado de la casa, hube de reprimir cualquier observación irónica, por cómico que pudiera parecerme Adolf, que tanta importancia daba a una presentación cuidadosa y correcta, vestido con su tosco mandil. No pude expresar siquiera una palabra de reconocimiento, hasta tal punto me afectó el cambio obrado en su persona, pues sabía bien qué fuerza de voluntad le era necesaria para poder realizar estos trabajos.
El estado de la madre era muy variable. La presencia de su hijo, de todas formas, ejercía una favorable influencia sobre su estado general, y aclaraba también su ensombrecido espíritu. En las horas del mediodía podía pasar, incluso, algunos ratos fuera del lecho, y se la veía sentada en una cómoda butaca en la cocina. Adolf parecía adivinar cualquier deseo en sus ojos, y se ocupaba de ella con la mayor delicadeza. Yo no había podido descubrir jamás en él esta amorosa y sensible delicadeza. Me parecía no poder creer a mis ojos y mis oídos. No se escuchaba ya ninguna palabra adusta, ninguna expresión poco amable, ninguna violenta afirmación del propio punto de vista. En estas semanas se había olvidado completamente de sí mismo, y no vivía más que en su abnegada preocupación por la madre. Aun cuando Adolf, según afirmaba continuamente la señora Clara, había heredado muchas cualidades del padre, justamente en estas decisivas semanas pude darme cuenta de cuán parecido era a la madre en lo más íntimo de su ser. Es cierto que a ello podía contribuir también el hecho de que había vivido los últimos cuatro años sólo con la madre. Pero, por encima de ello, se me reveló una peculiar armonía espiritual entre madre e hijo, tal como no he vuelto a encontrarla en el curso de mi existencia.
Todo lo que pudiera separarles había quedado muy lejos. Adolf no hablaba nunca de la decepción que había sufrido en Viena. En estos días, todas las preocupaciones por el futuro parecían haber sido olvidadas. Una atmósfera de suave, casi alegre satisfacción, rodeaba a la mujer marcada por la muerte.
También Adolf parecía haber olvidado todo lo que le oprimía. Según puedo recordar, sólo una vez me acompañó a la puerta después de haberme despedido de la señora Clara, y me preguntó si había visto a Stefanie. Pero en esta pregunta se percibía ahora una distinta entonación. No era ya la impaciencia del impetuoso amante, sino el oculto temor de una persona joven que teme que el destino pudiera quitarle lo último que le es querido en la vida. Adiviné en esta apresurada pregunta cuánto significaba esta muchacha para él, justamente en estos días tan difíciles, tal vez más de lo que hubiera sido posible de estar ella tan próxima, como él lo anhelaba. Yo le tranquilicé. Al cruzar el puente me la había encontrado a menudo con su madre. Al parecer, nada había cambiado en ella.
Diciembre fue un mes frío y desapacible. Durante días enteros se extendía una niebla húmeda y sombría sobre el Danubio. El sol apenas si podía atravesarla raras veces. Y si esto tenía lugar, sus rayos carecían de fuerza y apenas calentaban. El estado de la madre empeoraba a ojos vistas. Adolf me aconsejó que no fuera a verla más que cada dos días.
Pero la señora Clara me saludaba tan pronto entraba yo en la cocina, levantando un poco la mano y tendiéndola a mi encuentro. Luego, una suave sonrisa se deslizaba a veces por sus atormentados rasgos. Un pequeño pero significativo incidente ha quedado grabado en mi memoria. Al repasar los cuadernos escolares había podido comprobar Adolf que la pequeña Paula no aprendía en la escuela con el celo con que la madre podía esperar de ella. Adolf tomó a la pequeña de la mano y la acompañó hasta el lecho de la madre, para que diera la mano a la madre y le prometiera, solemnemente, ser siempre aplicada y que sería una buena alumna. Tal vez quisiera Adolf dar a entender a su madre con esta escena que había comprendido, entre tanto, su propio error. Si hubiera seguido en la escuela real hasta aprobar el examen de reválida, no se hubiera llegado a la catástrofe de Viena. Este acontecimiento, tan decisivo para él, del que más tarde dijo, que por primera vez le había puesto en desacuerdo consigo mismo, estaba en aquel entonces en el fondo del espantoso acontecimiento y ensombrecía aún más su espíritu.
Cuando dos días después me encaminé de nuevo a la Blütengasse y llamé suavemente a la puerta, me abrió Adolf inmediatamente, salió conmigo hacia el pasillo y entornó la puerta tras de él. A la madre no le iba nada bien —me dijo—, tenía espantosos dolores. Más que sus palabras me convenció su emoción de la gravedad de la situación. Comprendí que sería mejor que me marchara. Adolf estuvo de acuerdo conmigo. Nos estrechamos la mano y me alejé de allí.
Se acercaban ya las Navidades. Había nevado finalmente y la ciudad había tomado con ello un aspecto solemne. Pero mi ánimo no se sentía muy navideño. Una vez más crucé el puente en dirección a Urfahr. Por los inquilinos de la casa supe que la señora Hitler había recibido ya los sagrados óleos. Quise hacer mi visita lo más breve posible. A mi llamada abrió la pequeña Paula. Entré vacilante. La señora Clara estaba sentada en su lecho, Adolf había pasado su brazo por la espalda de su madre, para ayudarla, pues siempre que ésta conseguía incorporarse cedían un poco los dolores.
Saludé y me detuve junto a la puerta. Adolf me hizo señal de que me alejara. Había empujado ya el pestillo, cuando la señora Clara me hizo una seña y me tendió la mano. De manera imborrable se me han quedado grabadas las palabras que la moribunda me dijo con voz suave, apenas perceptible:
—Gustl— dijo (ella me llamaba generalmente sólo “señor Kubizek”, pero en esta hora se sirvió del nombre que me daba Adolf) —, sea usted el buen amigo de mi hijo, aun cuando yo no esté ya. No tiene a nadie más.
Se lo prometí, con lágrimas en los ojos, y después salí de la habitación. Esto sucedía al atardecer del 20 de Diciembre.
Al día siguiente por la tarde vino Adolf a mi casa. El taller estaba ya cerrado por la proximidad de las Navidades. Adolf parecía muy alterado. Bastaba ver su rostro desconsolado para saber lo que había sucedido.
Según explicó, la madre había muerto en las primeras horas del amanecer. Su último deseo había sido ser enterrada en Leonding al lado de su esposo. Adolf no podía apenas hablar, hasta tal punto lo había afectado la muerte de la madre.
Mis padres le expresaron nuestro sentido pésame. Pero mi madre comprendió que lo mejor sería proceder inmediatamente de manera práctica. Tenía que encargarse el entierro. Adolf había estado ya en la empresa Winkler de pompas fúnebres. El entierro había sido fijado para el 23 de Diciembre, a las nueve de la mañana. Pero aún quedaba mucho por hacer. El transporte de la madre hasta Leonding debía aún concertarse. Debían procurarse los documentos necesarios e imprimirse las esquelas. Gracias a ello pudo superar Adolf su profunda conmoción anímica. Serenamente atendió en este día y los siguientes a los preparativos necesarios para el entierro.
En la mañana del 23 de Diciembre de 1907 me dirigí yo, en compañía de mi madre, antes de la hora convenida, hacia la casa de la difunta. El tiempo había cambiado de nuevo. La nieve resbalaba de los tejados. Las calles estaban cubiertas de un barro resbaladizo. La mañana era húmeda y neblinosa. Apenas si podían distinguirse las oscuras aguas de la corriente.
Entramos en la casa para, según la costumbre, despedirnos de la muerta con algunas flores. La señora Clara había sido amortajada en su lecho. Sobre el rostro pálido como la cera se percibía un brillante destello. Presentí al verla que la muerte había sido para ella una liberación. La pequeña Paula sollozaba, pero Adolf conservaba la serenidad. Una mirada a su rostro bastaba para comprender lo que sufría en estas horas. No era sólo el hecho de que Adolf fuera ahora huérfano de padre y madre lo que le había afectado tan profundamente, sino más bien el que con su madre perdía el único ser en este mundo en el que había concentrado su amor y al que ella había correspondido con la misma abnegación.
Bajé de nuevo a la calle con mi madre. Vino el sacerdote. La difunta había sido colocada ya en el ataúd. Éste fue depositado en el vestíbulo de la casa. El sacerdote bendijo a la muerta y después se puso en marcha la pequeña comitiva. Desde el Danubio llegaban hasta nosotros jirones de niebla. Una imagen gris, sombría, un ambiente henchido de nostalgia y tristeza, muy indicado para este fúnebre acontecimiento. Adolf caminaba detrás del ataúd de su madre. Vestía un abrigo largo y negro de invierno, guantes negros y en la mano, como era costumbre entonces, un sombrero de copa. El oscuro ropaje hacía aparecer aún más pálido su rostro. Caminaba grave y concentrado. A la izquierda, vestido igualmente en oscuro, iba su cuñado Raubal, y en medio la pequeña Paula, de once años. Angela, que en estos días estaba en los últimos de su embarazo, iba en un coche cerrado tirado por un caballo que seguía a los deudos. Tal vez la circunstancia de que inmediatamente detrás de los próximos parientes siguiera un coche, contribuyó a causar en mí una impresión tan desconsoladora. Aparte de mi madre y yo seguían solamente algunos inquilinos de la casa de la difunta, así como algunos vecinos y conocidos de la anterior casa en la Humboldtstraße. Mi madre advirtió lo mísero de este entierro, pero en su bondadoso carácter asumió inmediatamente la defensa de los que no habían venido al mismo. “Mañana es Navidad”, me dijo; como si a muchas mujeres a pesar de su mejor voluntad no les fuera realmente posible encontrar un momento libre.
Frente a la puerta de la iglesia fue sacado el ataúd del coche y llevado al interior de la iglesia. A continuación de la misa de difuntos tuvo lugar la segunda bendición. Como la difunta debía ser transportada a Leonding, el ataúd fue conducido hasta la carretera de Urfahr. Las campanas de la iglesia empezaron a tañir cuando la pequeña comitiva se acercó a la carretera principal. Involuntariamente levanté la mirada hasta las ventanas de la casa en que vivía Stefanie. ¿La habría avisado acaso mi ardiente deseo de que no olvidara a mi amigo en esta hora difícil? Aún me parece ver cómo se abren las celosías en las conocidas ventanas, cómo una figura de muchacha se adelanta a la balaustrada y Stefanie contempla con afección la pequeña comitiva. Dirigí la mirada a Adolf. Su rostro permanecía inalterable. Pero no tuve la menor duda de que también él había visto a Stefanie. Como me explicó más tarde, así fue en realidad, y me confesó cuánto le había consolado en esta dolorosa hora la visión de la amada. ¿Fue intencionado, fue casualidad que Stefanie se asomara en aquel instante a la ventana? No podría decirlo. Tal vez hubiera oído el repicar de las campanas y quisiera saber a qué se debía este tañir a una hora tan temprana. Adolf estaba, naturalmente, persuadido de que la muchacha quería manifestarle su simpatía con su aparición.
En la carretera aguardaba un segundo coche cerrado en el que, al disolverse la comitiva, tomó asiento Adolf con su hermana Paula. Raubal subió al coche de su esposa. Después el coche fúnebre, seguido por los otros dos carruajes, partió en dirección a Leonding para el entierro.
Al día siguiente, 24 de Diciembre, por la mañana, vino Adolf a mi casa. Parecía tan abatido que era de temer que se desplomara de un instante a otro. Todo en él parecía vacío y sin consuelo, sin la menor chispa de vida. Se dio cuenta de la preocupación que mi madre sentía por él, y se disculpó, alegando que no había dormido en varias noches. Nos comunicó que su madre había sido enterrada ayer en el cementerio de Leonding al lado de su padre. Con ello se había cumplido su última voluntad, de seguir al lado de su esposo también en la muerte.
Mi madre le preguntó dónde se proponía pasar la velada de Navidad. Adolf dijo que él y su hermana habían sido invitados por los Raubal. Paula había ido ya, pero él no sabía todavía si podría decidirse a ello. Mi madre le insistió, diciendo que ahora, cuando habían sufrido la misma grave pérdida por la muerte de la madre, todos debían también contribuir a mantener la paz navideña. Adolf escuchó las palabras de mi madre y guardó silencio. Pero cuando estuvimos solos, me dijo rudamente:
—No voy a casa de Raubal.
—¿Adónde quieres ir, pues? — pregunté excitado —; hoy es Nochebuena.
Quería rogarle viniera a nuestra casa y participar en nuestra pequeña fiesta. Pero no me dejó siquiera hablar, y se negó a ello enérgicamente, a pesar de la tristeza que le dominaba.
Pero al momento se rehizo de nuevo. Sus ojos mostraron un extraño fulgor. Dijo:
—Tal vez vaya a casa de Stefanie.
Y así diciendo, se marchó.
Esta respuesta correspondía por entero al carácter de mi amigo, y en un doble sentido. Primero, porque en un momento así podía olvidar por completo que su relación con Stefanie no era más que deseo y fantasía, una bella ilusión, nada más, y por otra parte, porque, aun cuando se diera cuenta de ello, al reflexionar serenamente, en estas críticas horas prefería aferrarse a sus propios e irreales ensueños que confiarse a personas extrañas.
Más tarde me confesó que esta noche había estado realmente decidido a ir a casa de Stefanie, aun cuando comprendía claramente que una visita tan precipitada, sin ser siquiera anunciada y sin conocer a Stefanie de una manera oficial, y más todavía en esta Nochebuena, estaba en contradicción con todas las buenas costumbres y normas sociales y hubiera significado, probablemente, el fin de sus relaciones con ella. Pero por el camino había visto a Richard, el hermano de la joven, que pasaba en Linz las vacaciones de Navidad. Este inesperado encuentro le había retenido de su propósito, pues le hubiera resultado muy penoso el que Richard, cosa que apenas si habría podido evitarse, estuviera presente en la proyectada entrevista. Yo no podía ni quería tampoco preguntarle más. De hecho era indiferente si Adolf se engañaba a sí mismo con este pretexto, o si se proponía solamente defender ante mí su conducta. Es cierto que también yo había visto a Stefanie en la ventana. El interés reflejado en su rostro era, sin duda, sincero. Pero yo dudaba de si Stefanie habría podido distinguir realmente a Adolf en esta desusada situación y en su peculiar estado de ánimo. Pero, naturalmente, no expresé estas dudas en voz alta, porque sabía que con ello despojaba a mi amigo de su última seguridad y esperanza.
Puedo imaginarme muy bien cómo debió ser la triste Nochebuena del año 1907 para mi amigo. No quería ir a casa de los Raubal, una decisión que me era fácil de comprender. Podía hacerme también cargo de que Adolf no quisiera perturbar con su presencia nuestra pequeña y tranquila Navidad familiar, a la que le había invitado. La suave armonía de nuestra casa le hubiera hecho sentir aún más su propia soledad. En este sentido me consideré yo frente a Adolf como un favorecido por el destino, pues poseía todo lo que él había ya perdido: el padre, por quien tanto me preocupaba, la madre, que tanto me amaba, el tranquilo hogar, que me acogía amoroso en su perfecta paz.
Pero ¿y él? ¿Adónde debía encaminarse en esta Nochebuena? No tenía conocidos, ningún amigo que pudiera recibirle con el corazón abierto. Para él, todo era extraño y vacío.
Y así se dirigió... a Stefanie. Es decir: ¡a sus sueños! Adolf me habló, más tarde, de esta noche de Navidad, en la que estuvo muchas horas caminando. Tan sólo hacia la mañana había vuelto a casa de su madre y se había dormido en ella. Lo que pensara, sintiera y sufriera me lo silenció.

La Alemania de Hitler XIV


XIV La Política Agraria y de Abastos


La agricultura ha experimentado sin duda alguna la transformación más grande de todas las efectuadas en la nueva Alemania. Si se quiere apreciar en toda su magnitud la acción de saneamiento emprendida por el nacionalsocialismo en este terreno, es necesario rememorar rápidamente el estado de cosas existente antes de su advenimiento al poder.
Sin exageración se puede decir que la clase labriega se hallaba, en los años de 1929 a 1932, en una fase de disolución completa. La miseria reinaba en el campo, déficit de cerca de 12.000 millones de marcos pesaba sobre los agricultores, los productos no se vendían debido a la importación del extranjero que lo superabundanciaba todo, los precios bajaron a tal nivel que casi no valía la pena de cultivar la tierra. Los intereses de este déficit enorme y abrumador ascendieron en 1932 al 20% del valor de venta total de la producción agrícola. Las subastas forzosas estaban a la orden del día; en el año de 1931 a 1932 fueron víctimas de ellas 17.157 fincas rústicas con 462.485 hectáreas de terreno laborable. La extensión del área subastada, forzosamente, desde 1924 hasta 1933 corresponde casi a la superficie cultivable de la provincia de Turingia. Los prestamistas arrebataban del establo del campesino hasta la última vaca en prenda del dinero que éste recibía. Agobiado por su miseria, el agricultor comenzó a rebelarse en casi todas las comarcas del Reich promoviendo grandes desórdenes. Las gentes del campo marcharon a la ciudad e invadiendo las industrias pero sólo para aumentar pronto las filas de los sin trabajo.
Nadie quería pertenecer por más tiempo a la clase labriega, despreciada y económicamente condenada a muerte. La agricultura no se encontraba en condiciones de alimentar al pueblo, aunque sólo fuera mezquinamente, con los productos de la tierra. Se hallaba dividida en innumerables grupos que sólo defendían los intereses particulares de sus asociados. Los unos no se interesaban más que en el aumento del precio de la carne de cerdo, siéndoles indiferente la baja del precio de las patatas; los otros se preocupaban sólo del alza de los cereales no interesándoles que los precios de la carne de cerdo o el de las patatas fueran ruinosos. Centenares de organizaciones, creadas después de la guerra con fines cooperativos, representaban la clase labriega alemana; a menudo se combatían entre sí en lugar de unirse y juntas, por un esfuerzo común, tratar de salvar la agricultura de la penuria en que se hallaba.
La bolsa prescribía los precios percibiendo grandes ganancias sin parar mientes en que el labrador perdiera su granja y sus tierras o el obrero del campo se muriera de hambre. La bolsa especulaba con el bien más precioso del pueblo: su alimentación.
He aquí por qué la salvación del agricultor alemán y la supresión del paro forzoso fueron proclamadas por el Führer como base de su programa de trabajo. “El agricultor es el fundamento del Estado” (Hitler).
Para el nacionalsocialismo el agricultor es la base de todas las manifestaciones de la vida del Estado, la eterna fuente de vida en que se renueva el pueblo; en cambio las ciudades, sobre todo las muy populosas, con su natalidad decreciente, son incapaces de sostenerse por sí mismas. Sólo del campo proviene el perpetuo exceso de población que afluye a las ciudades. La conservación sana de la agricultura es la primera condición para el florecimiento y desarrollo de la industria alemana, del comercio interior y de la exportación. La agricultura deberá ser puesta de nuevo en situación de producir en tierra propia cuanto sea posible a fin de liberar a Alemania de sus deudas extranjeras, provocadas por la excesiva importación de productos alimenticios. El jefe de los agricultores y ministro de Agricultura, R. Walther Darré, dijo una vez que “la seguridad en la alimentación constituye la condición previa de todo propósito político”; esto significa simplemente que no existe política exterior sin una política nacional agraria. El agricultor alemán tiene derecho a percibir por sus productos un precio que le permita seguir cultivando la tierra. Era necesario por tanto impedir que siguieran las deudas, poner fin a las subastas forzadas y hacer que los intereses disminuyeran de manera que no quedara consumida en su amortización la mayor parte de los ingresos.
La agricultura constituye una parte de importancia vital en la economía nacional y por tanto la clase labradora, conforme a la concepción nacionalsocialista, está al servicio del pueblo alemán. Su deber reside en asegurar el abastecimiento del pueblo. Según el ministro Darré, “agricultor es el que arraigado a su tierra natal, gracias a la herencia de su familia, cultiva su predio y estima el trabajo como un deber hacia los suyos y hacia el pueblo”. La agricultura exige también la protección del Estado para los terrenos y sus productos. Esta protección ha de constituir en primer lugar en la conservación perpetua de la heredad como propiedad rural hereditaria a través de las generaciones de la misma familia. Además el Estado, mediante la fijación del precio de ciertos productos, debe proteger también a la agricultura contra toda especulación de los artículos de primera necesidad para la alimentación del pueblo.


La Corporación Nacional de Alimentación

Para comprender la política agraria de Alemania, el extranjero no debe olvidar que este país está encerrado en el corazón de Europa con un clima relativamente riguroso, un suelo que en todas partes es bueno para ser cultivado, una densidad de población de 138 habitantes por Km2, y que por su situación geopolítica tiene que contar con otras condiciones de vida completamente distintas a las de otros países.
Los tres pilares básicos de la política agraria del Tercer Reich son: la ley para la alimentación nacional, la ley sobre la sucesión del patrimonio rural y la reglamentación del mercado.
Del mismo modo que por la fundación del Frente alemán del Trabajo todos los trabajadores al servicio de la industria han sido agrupados en una organización única, la ley para la alimentación nacional de fecha 13 de Septiembre de 1933 tiene como finalidad la agrupación orgánica de todos los agricultores y labradores bajo la dirección única de esta corporación. Esta ley eliminó gran número de organizaciones agrícolas y libró al agricultor del aislamiento en que se hallaba, colocándolo dentro de un orden general, en el cual puede ser llamado a colaborar en la resolución de los grandes problemas planteados como, por ejemplo, en el de la “campaña de la producción”, del cual hablaremos más tarde.
Por medio de esta ley no se ha instituido simplemente una organización burocrática más, sino que los jefes, que prestan sus servicios gratuitamente, lo hacen conservando su calidad de propietarios rurales de labradores. Por lo tanto no puede surgir ningún conflicto entre los elementos directivos y los dirigidos, ya que todas las medidas que se tomen habrán de beneficiar o perjudicar por igual a unos y a otros. La Corporación nacional de Alimentación, declarada corporación de derecho público, es una organización a la que deben pertenecer con carácter obligatorio todos los que vivan de la producción agrícola y está bajo la inspección directa del Estado. Esta corporación, muy lejos de ser una pura agrupación de intereses de una clase particular, no sólo está formada por el grupo de la producción agropecuaria, sino que comprende además todos los grupos económicos que están relacionados con la alimentación del pueblo alemán, como los que preparan y elaboran lo producido y los intermediarios que lo distribuyen entre los consumidores. La Corporación comprende por lo tanto a productores, elaboradores y distribuidores.
Al frente de esta Corporación nacional de Alimentación se halla el jefe de los agricultores cuyo representante es el superteniente nacional de agricultura. Para asesorarle se ha constituido un consejo nacional de agricultores. Directamente subordinadas a él están la oficina central en la cual se plantean los problemas a larga vista y una administración para su estudio y resolución. La Corporación está dividida en 20 asociaciones regionales agrícolas bajo la dirección de un jefe provincial de agricultores; las asociaciones regionales están divididas en asociaciones de distrito y locales. Los jefes locales se mantienen en relación directa y constante con cada uno de los agricultores. Las escuelas locales y regionales de agricultura y las estaciones pecuarias se hallan también subordinadas a la Corporación nacional de Alimentación.


La Heredad

La ley “sobre el patrimonio rural” entró en vigor el 1 de Octubre de 1933; su promulgación despertó gran interés en Alemania y en el extranjero. Con ella se consolida legalmente una antigua costumbre alemana sobre la propiedad rural y su heredamiento que ha mostrado en el transcurso de los siglos lo acertada que es. Según el texto de la ley (v. el capítulo “Política demográfica”) mediante la conservación de los antiguos usos alemanes sobre la herencia, el gobierno nacionalsocialista quiere que la clase labradora siga siendo la fuente racial del pueblo alemán. Con el fin de que permanezcan siempre en manos de agricultores libres como bienes raíces familiares las heredades, deben ellas ser protegidas contra el exceso de deudas y contra su partición por causa de herencia. Se trabaja por la sana repartición de las propiedades agrícolas de gran extensión, porque fincas viables de tamaño medio y pequeño, distribuidas proporcionalmente por todo el país, constituyen la mejor garantía para la conservación del pueblo y del Estado.
La citada ley establece que una propiedad agrícola o forestal, cuya extensión esté comprendida entre un acre (40,47 ar.) y 125 hectáreas, es una heredad si pertenece a una persona con aptitudes para las labores del campo. El propietario de la heredad se llama agricultor. Puede ser agricultor todo individuo honorable, de nacionalidad y sangre alemana o afín. La heredad pasa indivisa al primogénito. El derecho de los coherederos está limitado al resto de los bienes del agricultor. Los descendientes no declarados como herederos del patrimonio rural reciben una educación profesional y ajuar en proporción con las fuerzas económicas de la heredad; si cayesen en la miseria sin culpa propia tienen derecho a acogerse al hogar paterno. El derecho de herencia del patrimonio rural no puede ser revocado ni limitado por disposición testamentaria en el caso de fallecimiento. La heredad es inalienable y no puede ser gravada con hipotecas.
La ley no es de una rigidez absoluta y prevé la posibilidad de que una propiedad grande, en circunstancias especiales, pueda ser también reconocida como una heredad. El suelo, el clima, así como el tiempo de duración de la propiedad pueden decidir en este caso.
No ha dejado de manifestarse el temor de que por medio de la ley del patrimonio rural se favorezca al heredero con respecto a sus hermanos. Alemania responde a esta observación que el agricultor asume con la heredad no sólo derechos sino también deberes para con sus coherederos a los que tiene la obligación de dar alimento, educación e instrucción profesional. Si los hermanos se declaran independientes tienen derecho a ajuar en relación con el valor de la heredad.
Las 700.000 propiedades rurales hasta ahora declaradas heredades, representan al principio y el núcleo de una nueva reglamentación del suelo, que corresponde al espíritu del nacionalsocialismo y la reunión efectiva de la clase trabajadora en comunidades orientadas hacia la comunidad nacional.


La Regulación del Mercado

La regulación de los precios en el mercado sólo puede llevarse a cabo después de consolidar la organización del gremio de los agricultores y la institución del sistema legislativo de sucesión de las heredades. Así en el asunto de los precios y ventas se puso fin al insostenible estado de cosas, estableciendo precios fijos y razonables al mismo tiempo.
Si antes oferta y demanda determinaban el precio, hoy han sido sustituidas aquellas por las concepciones: consumo y necesidad satisfecha. La bolsa, con sus especuladoras oscilaciones, ya no decide en la fijación de los precios en detrimento de productor y consumidor. La nueva regulación del mercado alemán puede ser considerada como un sistema económico obligatorio en el cual se efectúa una repartición ordenada de los productos existentes. No paraliza ella la producción, garantiza el abastecimiento de productos alimenticios y protege al consumidor contra los abusos. Elimina la especulación con los productos de primera necesidad sin impedir la sana emulación, es decir la competencia en la capacidad de producción.
Según el punto de vista nacionalsocialista la regulación eficaz del mercado se puede lograr estableciendo los precios a un nivel suficiente para cubrir los gastos de la producción agrícola y para asegurar a la vez la marcha normal de los cultivos. Al mismo tiempo el precio debe ser fijo y lo más bajo posible para que el consumidor pueda calcular los gastos que haya de hacer en relación con sus ingresos. La estabilidad de los precios es, en efecto, de importancia decisiva por lo que se está tratando de establecer precios fijos para todos los productos, precios que han de mantenerse durante un período que durará tanto tiempo como sea posible. Gracias a estas medidas los precios, por ejemplo, del pan, la leche y la mantequilla permanecen en Alemania estables desde hace años.
En general, los precios de los productos de primera necesidad también han sido fijados para el comercio intermediario así como para la preparación y elaboración. No se intenta de ningún modo la supresión del comercio de intermediarios, pues como elementos de distribución han demostrado su indiscutible razón de ser; con la regulación de los precios se pretende evitar a todos los círculos interesados en el comercio, la posibilidad de especular.
Además de la solución del problema de los precios, la regulación del mercado satisface otras tareas importantes, como la regulación de los aparatos de distribución y de elaboración, así como el de las ventas, que continúa siendo el impulsor de la producción. En unión con la inalterabilidad del precio, la seguridad del consumo de los productos crea la estabilidad necesaria de la explotación, sin la cual es imposible a la larga una producción ascendente.


Campaña en pro de la Producción

Organizada la clase labradora, establecida la sucesión de la heredad e impuesta la regulación del mercado, la agricultura pudo ser llamada a la campaña de la producción, cuyo resultado final es de importancia decisiva para el porvenir de Alemania.
Apenas un año después de la toma del poder, el jefe de los agricultores, en un discurso pronunciado en l asamblea celebrada en Goslar en Noviembre de 1934, excitando el patriotismo del pueblo rural alemán, le hacía ver la obligación que tiene de hacer que su tierra rinda lo más posible. Para favorecer este propósito, se puso en movimiento todo el poder de la propaganda nacionalsocialista. Se celebraron cientos de miles de reuniones, prensa, radio, cine, etc., y, animados todos del afán de orientar sus esfuerzos hacia un fin común, participaron infatigables en la campaña de propaganda. La clase labradora respondió a este llamamiento; los resultados alcanzados fueron más que satisfactorios.
En el cultivo de las plantas oleaginosas y textiles, por ejemplo, la producción se ha decuplicado y en algunos casos ha aumentado más de 20 veces. Actualmente, Alemania se halla en situación de cubrir sus necesidades de lino con sólo lo que produce su propio suelo. La cosecha de cereales, a pesar de haber disminuido la superficie cultivada, alcanzó en 1935 unas 400.000 toneladas más que el año precedente y en 1936 llegó a casi un millón de toneladas más. Las existencias en ganado lanar se multiplicaron, la producción de leche se elevó también y las tentativas de cultivo de plantas forrajeras, para independizarse de la importación de forrajes albuminosos, tuvieron feliz éxito. En el año económico de 1935 a 1936 la Asociación de Agricultores de Baviera aumentó las tinas de esterilización de forrajes de 220.000 a 830.000 m3. El control de la leche, que facilita el aumento en la producción lechera, se fue extendiendo cada vez más. En la Asociación de Agricultores de Sajonia-Anhalt, por ejemplo, el número de vacas controladas aumentó de 16,7% en 1932 a casi un 50% hasta Octubre de 1936.
En Febrero de 1933 había 23.049 obreros parados, de profesiones rural y forestal; en Septiembre de 1935 este número bajó a 39 y en el verano del mismo año ya no pudo ser cubierta la demanda de braceros. Para aumentar su producción, la agricultura tuvo que poner a su servicio un considerable número de elementos auxiliares; a pesar de todo los brazos no fueron suficientes. Hubo que invertirse grandes sumas en la adquisición de los medios de explotación necesarios, como por ejemplo, abonos comerciales, cuya venta subió de 80 millones de marcos en 1932, a 240 millones en 1935; tinas de esterilización de forrajes (capacidad en 1934: 2,3 millones; en 1936: 5 millones de m3), etc.
De este modo la agricultura, gracias a la campaña en pro de la producción, ha obtenido grandes éxitos y con ello no sólo en su propio dominio y, además, reanimó notablemente la vida económica de otros muchos ramos de la industria y del comercio, porque uno de los fines de la Corporación nacional de la alimentación es el de estimular la construcción de maquinaria agrícola, adaptándola a las condiciones de producción y a las proporciones de la explotación agrícola, así como el de facilitar el uso de las máquinas a los labradores modestos y a los agricultores en general.
La reciente y cuarta exposición de la Corporación nacional de alimentación en Munich ofreció ocasión de poner de manifiesto los enormes progresos obtenidos en los cuatro últimos años. Esta gran exposición agrícola pudo demostrar la intensidad alcanzada por la agricultura alemana, que sobrepasa con mucho a la mayoría de los demás países. Así, por ejemplo, la producción media de trigo en el Reich asciende por hectárea a 43,2 quintales, mientras que en la fértil Francia la cifra es de 32,8 y en los Estados Unidos, donde sólo se dedican al cultivo los mejores terrenos, se recoge un promedio de 17,6 quintales por hectárea.
Sería un error afirmar que la nueva Alemania ha realizado por completo su programa agrario, pero hay que reconocer que el nuevo gobierno ha sabido no sólo abordar en un tiempo relativamente breve el problema económico-nacional de asegurar la alimentación, sino resolver este problema en un 80% de su totalidad, según lo manifestara el ministro Darré en su discurso de apertura en la exposición de Munich.
El éxito obtenido debe atribuirse al nuevo concepto del pueblo y la situación de la agricultura así acondicionada dentro de la economía total del pueblo alemán; pero en su mayor parte es, con todo, la obra personal del jefe nacional de los agricultores. Éste ha logrado infundir un nuevo espíritu en la población rural alemana que se hallaba, tanto moral como económicamente, en un estado de completo desmoronamiento y que de buena voluntad ha aceptado la dura misión que se confiara en la campaña por la producción.
A este éxito ha contribuido también el estímulo que se ha dado a las amas de casa para que ayudaran por su parte en la campaña por la producción, mejor dicho, en la campaña por la conservación. La campaña de la lucha contra el desperdicio dio origen a una activa y eficaz propaganda para el aprovechamiento racional de los productos de la tierra en la economía casera y la protección contra su despilfarro y deterioro.


Creación de Nuevas Heredades

La política agraria nacionalsocialista se propone crear el mayor número posible de heredades de un acre de superficie, especialmente en las zonas poco pobladas para garantizar así la existencia del agricultor en tierra propia. Este propósito se realiza metódicamente por tres vías; en primer lugar poniendo a disposición latifundios que se compran regularmente a propietarios de grandes terrenos y por la parcelación de las propiedades del Estado. Una ley especial, ley de colonización interior en el Reich, hace posible la libre disposición de cerca 1,7 millones de hectáreas, destinadas a la instalación de nuevos agricultores alemanes (Figs. 158 y 159).
La segunda vía consiste en la utilización de terrenos baldíos y de pantanos, sobre todo en la de estos últimos, ya que Alemania cuenta con muy pocos de los primeros. Para fecundizar extensas superficies pantanosas se emplean, con resultado altamente satisfactorio, brigadas del Servicio obligatorio del Trabajo. En Alemania, el total de superficie utilizable para la agricultura alcanza alrededor de 30 millones de hectáreas; se calculan en 2 millones de hectáreas las superficies pantanosas y los terrenos baldíos que pueden hacerse cultivables.
Gracias a una energía y tenacidad inflexibles se ha conseguido aprovechar la tercera posibilidad: la conquista de nuevo suelo que se arrebata al mar por medio de la construcción de diques. En el año de 1935 fueron inauguradas las vegas Adolf Hitler, de 1.334 hectáreas, y Hermann Göring, de 550 hectáreas. Casi cien heredades fueron creadas de esta manera. En un programa calculado para 50 años se estima que, solamente en la costa occidental de Schleswig-Holstein, se ganarán más de 100.000 hectáreas de nueva tierra arrebatada al mar del Norte.


La Pesca Marítima

Contrariamente a otras muchas naciones, Alemania reconoció tarde las excelentes ventajas de los productos del mar y el valor del pescado como alimento.
El pescado tenía ya una buena tradición en las edades antigua y media. Catón cuenta que una vez en Roma se pagó por un barbo la cantidad de 250 táleros (1.000 pesetas). En aquella época el pescado era un bocado fino y delicado en la mesa de muy pocos privilegiados. El emperador Domiciano convocó una vez al Gran Senado para deliberar en qué vasija se podría cocer un enorme rodaballo, sin partirlo, y en vista de que no era posible encontrarla, el emperador hizo fabricar una olla especial por un alfarero. Los comedores de los romanos ricos eran cruzados por arroyuelos cristalinos que permitían coger los peces con la mano...
El pescado de mar, fresco, como producto alimenticio del pueblo, fue hasta el siglo XIX en Alemania, un sueño irrealizable para el interior del país. Sólo se conocían el bacalao y la merluza, secados sobre las rocas y el aire y que, procedentes de Noruega, se popularizaron después que se instituyó la costumbre de los días de ayuno.
Apenas hace 50 años que se consideró como una aventura infructuosa el primer viaje emprendido por un vapor de pesca hacia Islandia. Hoy, por el contrario, la pesca en alta mar no se puede concebir como una empresa ajena a la idea de comunidad, puesto que se preocupa de suministrar al pueblo alemán cantidades suficientes como factor importante de la alimentación. Con la “Sociedad Pesquera Alemana de Alta Mar Nordsee S.A.”, posee Alemania la mayor empresa del mundo en este género, a pesar de que la flota pesquera alemana es, numéricamente, bastante inferior a la inglesa. Los buques pesqueros alemanes navegan por las aguas más peligrosas ya que, a la inversa de las naciones de la Europa septentrional que dedicadas a la pesca marítima cuentan en sus costas y dentro de la zona permitida con numerosos y abundantes pesquerías, se ven obligados a cruzar los mares más allá de Islandia para alcanzar el mar Blanco llegando hasta la isla de los Osos.
La política de abastos nacionalsocialista no ha descuidado esta labor complementaria y adicional de aprovisionamiento de carne para el pueblo, más bien la ha fomentado y además ha introducido una reglamentación de su mercado. El consumo total de pescado alcanzó 11 Kg por cabeza en el año de 1934 o sea cerca de una quinta parte del consumo de carne o sean 53 Kg por cabeza. El progreso se puede deducir de las cifras siguientes: en 1933 la producción total fue de 5,34 millones de quintales mientras que en 1936 se elevó a 11,8 millones con un valor de 105,3 millones de marcos.
La flota pesquera alemana puede dividirse en cuatro grupos: 1º 350 vapores pesqueros; 2º 170 barcas de vela dedicadas a la pesca del arenque con redes de arrastre; 3º pesca costera con 1.200 lanchas y 4º pesca de alta mar con 145 balandras generalmente provistas de motor.
Para esta rama de la economía de la alimentación se ha previsto en los próximos meses un vasto desarrollo; según manifestación hecha por el presidente del Consejo de Ministros, Göring, en Wesermünde, con motivo del 50º aniversario de la fundación de la “Sociedad Pesquera Alemana de Alta Mar”, los trabajos y los resultados de ésta son de gran valor para el Plan cuadrienal, cuya ejecución le fue confiada por el Führer.
“Tanto la pesca en el interior del país como la costera, con todo y su importancia no son de influencia decisiva en el mercado; en cambio sí lo es la pesca de alta mar. Los últimos cuatro años le han dado un gran impulso. Ahora trataremos de llegar en el curso de los próximos cuatro años al límite de lo posible. Para lograrlo pondré a contribución todos los medios necesarios.”
Hermann Göring agregó que se ampliará cada vez más la pesca en alta mar, a la cual se ha venido a sumar recientemente la pesca de la ballena. En apoyo del consumo de pescado se inició una propaganda intensa bajo la divisa “el pescado es sano y contribuye al ahorro de divisas”; comprad pescado en vez de carne! Con el fin de secundar esta propaganda, los estudiantes organizaron hace poco el “día del pescado” en el cual tomó parte el rector de la Universidad de Berlín.


La Independencia de Alemania en la Cuestión de la Alimentación

La nueva Alemania ha obtenido gran éxito en su aspiración de independizarse del extranjero en la cuestión de abastos.
Las últimas disposiciones del comisario del segundo Plan cuadrienal a favor de la agricultura darán un poderoso impulso a este fin. El Reich ha destinado ya 1.000 millones de marcos para que se inviertan hasta 1940 en mejorar una extensión de terreno de cerca de 2 millones de hectáreas; están ya previstos los medios necesarios para el saneamiento de los campos y para la transformación de las praderas. Otras medidas importantes han sido dictadas para aumentar la intensidad de la producción: así por ejemplo, los precios de los abonos nitrogenados y potásicos han experimentado una baja de 30 y 25% respectivamente.
El precio de la patata para usos industriales subió de 17 a 20 céntimos; el precio del centeno pasó de 16 a 18 marcos los 100 kilos. Con fondos del Estado se han concedido créditos a plazo medio a todas las empresas débiles y la tutela económica sobre las heredades fue extendida a todas las explotaciones agrícolas. Por último fue aprobada la concesión de anticipos de 1.800 marcos, a 6 años de plazo, destinados a la construcción de viviendas obreras, otorgando mayores sumas para la adquisición de máquinas agrícolas.
La transformación mental que en estos cinco años se ha operado en el agricultor ofrece una garantía para el buen éxito; sirva de prueba el entusiasmo con el cual se reúnen todos los otoños hasta un millón de aldeanos en el Bückeberg (montes del Weser, al Oeste de Hannover) para celebrar la fiesta de la cosecha y rendir homenaje al Führer. A esta grandiosa manifestación de la Alemania nacionalsocialista se invitan, lo mismo que para los congresos del Partido en Nuremberg, al cuerpo diplomático extranjero, a las más destacadas personalidades del Estado, del Partido y de la prensa. En esta ocasión Hitler entra en contacto directo con la población campesina que allí se congrega, llegando de las comarcas más diversas del Reich. Destacamentos del ejército ejecutan durante la fiesta maniobras militares que despiertan entusiasmo indescriptible entre los espectadores.
Un espectáculo fantástico ofrece a la vista este millón de campesinos con sus pintorescos trajes regionales cuando tienen su brazo derecho hacia la tribuna de honor, desde la cual Adolf Hitler en forma persuasiva les habla de las bellezas de la nueva Alemania, de la paz que reside en el trabajo, de la misión providencial del agricultor —de importancia capital para todo el pueblo alemán—, pronunciando palabras como éstas: “La primera y más sólida representación del pueblo es la parte que nutre a la humanidad con los productos de la tierra fértil y que gracias a la fecundidad de su familia perpetúa a la nación... Desde el puesto que ocupo, soy feliz de poder consagrar mi actividad al pueblo alemán. Me regocijo de cada hora en que interrumpo mi trabajo para encontrarme en medio de él. Vuestros ojos y vuestras miradas constituyen para mí la más bella recompensa que puede remunerar mi trabajo sobre esta tierra. Siempre me separo de vosotros con una fuerza dos o tres veces mayor que aquella que tenía al venir hacia vosotros...” (Fig. 157).
Y cuando, después de haber hablado así, el Führer pasa por entre la multitud, deteniéndose aquí y allá con objeto de estrechar algunas de las innumerables manos que hacia él se tienden, el entusiasmo de reconocimiento de la inmensa muchedumbre parece no tener fin. La fiesta de la cosecha confirma la compenetración de Adolf Hitler con la clase agrícola; ello se ha manifestado en 1936 no sólo en la fiesta del Bückeberg sino también por un trabajo práctico de larga duración; los campesinos decidieron cultivar lino voluntaria y gratuitamente en una extensión que excedía en 2.000 hectáreas a la superficie que se había ordenado cultivar. El producto de este trabajo, de un valor de 800.000 marcos aproximadamente, fue ofrecido como presente al Führer para contribuir a mejorar el aprovisionamiento autónomo de Alemania.
A pesar de los resultados favorables de la campaña en pro de la producción, hay momentos en Alemania en que se presenta una escasez pasajera en el mercado de la carne, de los productos grasos y de huevos; ello se explica por el número creciente de consumidores. No hay que olvidar que desde Enero de 1933, más de 6 millones de antiguos son trabajo y un millón y medio de nuevos obreros encontraron trabajo y pan poniendo a la agricultura ante una tarea de ímproba realización.
Por último, hay que hacer resaltar que las medidas agrícolas alemanas son de carácter completamente propio y no se prestan a ser comparadas con las de otras naciones. Así, por ejemplo, a sistemática economía rusa no tiene lo más mínimo que ver con la reglamentación del mercado en Alemania porque las condiciones previas son fundamentalmente distintas. La ideología política y económica de la nueva Alemania es, en todos conceptos, opuesta al colectivismo y al internacionalismo ruso; por el contrario, es nacionalista y descansa sobre el principio de la comunidad nacional.
La agricultura alemana permanece leal a su antiguo lema:

“Cultiva tu campo, al arado sé fiel,
Así sirves al mundo a granel.”